Hay
momentos de la vida en los que volvemos al camino después de redescubrir al
Señor.
Un
buen sacerdote con el que te encuentras, una experiencia abrumadora, una intuición
pueden hacernos descubrir o redescubrir la fe y la belleza del rostro de Dios. Primero
vacilando, luego con creciente convicción, profundizamos nuestra fe y
descubrimos un horizonte diferente y espléndido.
La
Iglesia no es solo esa estructura rígida y desagradable que pontifica sobre
todo, sino la comunidad de discípulos que creen en Jesús resucitado.
La
oración deja de ser una serie de jaculatorias aburridas y repetitivas para
convertirse en el lugar donde me encuentro con Dios y conmigo mismo.
La
vida ya no es una gran cacería sin reglas en las que gana el más fuerte, sino
la oportunidad de descubrir una dimensión diferente, en otro lugar, en la que
todo se ilumina.
Es
la conversión del corazón: repentina para algunos y lenta y dificultosa, para
otros. Como la semilla de la Palabra que crece, a pesar de la cizaña; como el
tesoro encontrado en el campo; como los pocos panes que alimentan a la
humanidad.
Luego,
en algún momento de la vida, descubriremos que la duda y el sufrimiento se
vuelven parte de nuestra nueva existencia. Porque el dolor es algo que no se le
evita al discípulo.
Silencio ensordecedor
Nueve
siglos antes de Cristo, el profeta Elías ya descubre que la gente va detrás de
cualquier novedad, incluso en el campo de la fe. Onrí, con un golpe de estado,
conquista a Samaria y casa a su hijo Acab con Jezabel, una reina extranjera que
lleva consigo el culto a Baal. Y a la gente no le importó aquella novedad.
Elías
está lleno de celo por el Dios de los padres y no logra encontrar a otros que,
como él, defiendan la fe auténtica. Se encuentra solo.
Él es como nosotros, rodeado de personas a las que no les importa mucho la verdad y que siguen sus emociones corriendo tras el vidente de turno, incluso tras el gurú católico de turno.
Elías
desafía a los sacerdotes de Baal con una ordalía en el Monte Carmelo y
demuestre a la gente que Dios es el único, haciendo caer del cielo un fuego que
consume el altar del sacrificio, un sacrificio que en vano los 400 sacerdotes
de Baal habían intentado consumar invocando a su Dios.
Pero
Elías se deja llevar y deja que la multitud entusiasta mate a todos los
sacerdotes. La reina Jezabel, inundada de rabia, quiere matarlo.
Es
aquí donde encontramos a Elías, asustado y consumido, que no desea más que morir
en el desierto. La ilusoria victoria de la ordalía empapada de sangre sólo ha
empeorado las cosas. Y es que Dios no es para nada partidario de la violencia.
Es
lo que ahora ha comprendido Elías, que vuelve a encontrarse con el Señor en el
monte de la Alianza. En el Horeb, Elías entiende y nos hace entender algo
espléndido: que Dios no está ni en la violencia, ni en los grandes eventos
naturales ni prodigios, sino en la profundidad de cada uno de nosotros. En la
brisa de la mañana y, más aún, en la voz del silencio.
También
nosotros nos hemos olvidado de escuchar el silencio, el lugar donde nos
encontramos con Dios.
Tempestades
Siempre
pasa igual. Cuando crees que has entendido todo, cuando crees que vas lanzado
por el nuevo camino de la fe, descubres la ausencia de Dios. Quedan muy lejos las
emociones de la oración, aquella fe entusiasta que te hace cantar y llorar de
alegría. Se hace lejana la comprensión de la Palabra, que parece haberse vuelto
un conjunto de palabras sin significado. Dios está ahí, estamos de acuerdo, pero
está lejos y ya no parece ocuparse de nosotros.
Son
las situaciones en las que todo se vuelve agotador, doloroso e inútil. ¿Dónde
está ese Dios que habíamos descubierto?
Y
las dudas crecen: ¿es que nos hemos equivocado?
No
debemos tener miedo a la duda: la duda es saludable, una fe sin dudas es inútil
y no cambia nuestro corazón. Porque la duda nos impulsa a la comprensión, a la
confrontación, y al abandono confiado.
El episodio descrito en el evangelio de hoy, más teológico que histórico, nos dice que la lancha de pesca fue sacudida por las olas.
En
griego, el evangelista usa un verbo que literalmente indica el sometimiento a
una prueba y que recuerda una piedra muy dura utilizada en Lidia para verificar
la calidad de un metal: la piedra de toque.
La
prueba nos asusta, pero nos ayuda también a comprender lo robusta que es
nuestra fe.
Ahí está
Justo
cuando la ola está por encima de nosotros, justo cuando parece que somos derrotados,
que perecemos, es cuando sucede algo. Jesús camina sobre las aguas tempestuosas
y nos repite: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”.
Israel
siempre había sido un pueblo continental y el mar tempestuoso representaba la
peor pesadilla imaginable para un judío: las aguas tormentosas sin tierra
firme.
Jesús
viene caminando sobre el agua, en una tormenta perfecta, dominando precisamente
los miedos más terribles que podamos imaginar, aquellos que nos impiden gozar y
que nos dejan sin aliento: la enfermedad, la muerte de alguien que amamos, el abandono,
la soledad.
Pedro
se lanza desde la barca porque él también quiere caminar sobre el agua y superara
las dificultades: confía y da sus primeros pasos, pero luego desgraciadamente
se hunde en el lago agitado.
El
valor y coraje no es suficiente para caminar sobre las aguas de la duda, Pedro todavía
tendrá que cruzar un desierto para crecer. Ya no volverá a saltar de la lancha,
ya no querrá para sí un futuro heroico con una fe sorprendente, sino que se
sentará y guiará el timón de la barca para llevar a sus hermanos a la otra
orilla.
Ante
las dudas de la fe, ante las tormentas de la vida, el discípulo está llamado,
como Elías, a escuchar el murmullo silencioso de Dios en su corazón,
recuperando esa dimensión absoluta que es el silencio, la oración, la escucha
meditada del grande e inmenso océano de la presencia de Dios, para poder ver el
rostro de Dios escondido en el viento y que, a veces, parece evanescente como
un fantasma.
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