Primera Lectura: Dan 7,
9-10.13-14
Salmo Responsorial: Salmo
96
Segunda Lectura: 2 Pe 1,
16-19
Evangelio: Mt 17, 1-9
Mundos horribles
Vivimos
mundos horribles. Con vidas vacías y también al rojo vivo, unas rabiosas y otras
desalentadas.
Vivimos
en un Occidente sin sentido de la medida y de la proporción, que ha perdido el
sentido de la historia y de su origen cristiano, que se deja invadir por
cualquier moda, viviendo una idea de belleza decidida e impuesta por otros, aplicando
un estilo o etiquetas, marcando tendencia.
Y
todo ello vivido con prisas, corriendo y mendigando una atención, un cumplido,
un juicio que certifique nuestra existencia en el espacio abarrotado de un
planeta en explosión.
Estamos
dispuestos a dejarnos cortar en pedazos para gustar y caer bien. Nos imponernos
esfuerzos sobrehumanos y dietas draconianas para conseguir un “me gusta” en
nuestros perfiles sociales.
Vivimos
confundidos: Hemos confundido el lujo con la belleza; el aplauso con la gracia;
el exceso con la armonía. Y, a la vez, anhelamos – menos mal - lo que es bello,
grande y bueno.
Nos
conformamos con lo que me agrada a mí y a los demás, con lo que todo el mundo
piensa, lo que está de moda, con lo que me es útil y me sirve.
Es,
por tanto, un regalo de Dios que, en pleno verano, este domingo coincida con la
fiesta de la Transfiguración.
No
sé si será una ironía del destino, pero un seis de agosto estallaba la bomba
atómica sobre Hiroshima, un seis de agosto el Señor llamaba a sí al alma
inquieta del Papa San Pablo VI, frágil y poderoso buscador de Dios…
Colinas
Nos
dice el Evangelio que Jesús y sus amigos suben a una alta montaña. En realidad,
era una colina, pero el amor lo hace todo inmenso.
Y allí, señala Mateo, Jesús se transfigura. Revela su naturaleza profunda, su verdadera identidad.
No
se quita el traje barato bajo el que se esconde un Supermán, no. Es la mirada
de los discípulos la que cambia.
Porque
la belleza, como el enamoramiento, como la fe, reside sobre todo en la mirada. Cuando
estoy enamorado, encuentro a la amada o al amado como los más bellos de todos. Cuando
amo un deporte estoy dispuesto a sudar y esforzarme para practicarlo. Cuando consigo
dirigir mi mente hacia mis emociones, puedo captar la deslumbrante belleza de
un paisaje.
Muchas
cosas contribuyen a la belleza. Una de ellas, ciertamente, es la mirada
interior que nos hace capaces de captar la verdad, la armonía, la plenitud en
un objeto, en un paisaje, o en una persona.
Con la mirada interior podemos estar con Jesús toda la vida, y atenderle, creerle, y seguirle.
Pero
mientras nuestra mirada interior no se rinda a la belleza, nunca quedaremos
definitivamente marcados por ella. Ocurre como en el Sinaí, cuando Dios se
manifiesta a Moisés en toda su gloria con las nubes, los relámpagos, la voz, la
sombra, el miedo. Un miedo que proviene de la intensidad de la belleza, de lo
insoportable que puede parecer la visión interior. Moisés y Elías conversan con
Jesús: la Ley y los Profetas se inclinan ante quien es el revelador del Padre.
Y Pedro está sobrecogido porque la belleza ha llenado su corazón.
Belleza
Necesitamos
urgente y absolutamente recuperar el sentido de la belleza en nuestras vidas.
La belleza resulta ser una fuerza extraordinaria que nos atrae hacia Dios, que
en sí mismo es armonía, plenitud, verdad.
Muchas
veces, a quienes me preguntan por alguna razón de la fe, les digo que es
hermoso creer.
Creer
es hermoso y revela, en mí y en los demás, la belleza íntima y oculta que une a
las personas, a los acontecimientos y las emociones. Cuántos hombres y mujeres
en la historia se han acercado a la fe porque se sintieron atraídos por la
belleza de Cristo, por su humanidad sin par, por su profunda ternura, por su
asombrosa madurez.
Hasta
que no lleguemos a creer gracias a la belleza que nos envuelve, siempre nos
faltará una pieza por encajar en el gran puzle de la fe cristiana.
Sí,
así es: es bueno estar aquí, Señor, es bueno ser tus discípulos. Tanto que los
apóstoles, después de bajar del Tabor, van a ser capaces de subir a otra
colina, la del Gólgota. Allí su fe será cimentada, sembrada y purificada. Después,
experimentarán la belleza.
Sólo
la experiencia de la gloria de Dios nos permite afrontar el dolor.
Sin
implicación emocional, sin belleza real, sin entusiasmo, es difícil ser
creyente y, sobre todo, es difícil seguir siendo cristiano.
Por
eso, nuestro mundo necesita belleza, necesita armonía. En el caos del exceso en
que vivimos (que de belleza tiene sólo la apariencia, y que a menudo esconde el
vacío y la nada) nuestro mundo puede aprender del cristianismo la belleza de la
fe, de la oración y del silencio, del gesto de amor hacia el hermano.
El camino de la belleza
Para
mucha gente es aburrido creer. Sin duda tienen razón; es inmensamente aburrido.
Pero el Evangelio de hoy nos dice, por el contrario, que creer puede ser
espléndido.
Valdría
la pena recuperar el sentido del asombro y de la belleza, escuchar la interioridad
que nos lleva a lo alto, a la montaña o a la colina del Tabor, para fijar la
mirada en Cristo.
Dar
tiempo a nuestro interior, al alma, a la escucha, al silencio, al susurro del
viento, al calor del sol sobre la piel, al olor del musgo o de la hierba segada,
a los sonidos del bosque y del mar. A la presencia discreta y grandiosa de Dios
en la naturaleza, en la que podemos encontrar la huella de su sonrisa
silenciosa.
Dar
tiempo a la oración intensa y verdadera; humilde y reverente; asombrada y abierta
al misterio. Hagamos de nuestras celebraciones lugares de belleza: el silencio,
el canto, la fe, el lugar donde rezamos, pueden devolver una pizca de belleza a
nuestra vida cotidiana.
Hagamos
de nuestras vidas profecías de bien y de armonía, listos a dar, a sonreír y a
perdonar. Saquemos fuera todo lo bello que hay en nosotros. Soñemos y luchemos
por la revolución de la belleza, por la conversión al amor como discípulos que
somos de este hermoso Dios, al que estamos buscando. Creer es lo más hermoso que
podemos experimentar en nuestra vida.
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