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sábado, 19 de noviembre de 2022

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (Ciclo C)

Primera lectura: 2 Sam 5, 1-3
Salmo Responsorial: Salmo 121
Segunda lectura: Col 1, 12-20
Evangelio: Lc 23, 35-43



Éste es el último domingo del año litúrgico, el próximo domingo comenzamos ya con la celebración del Adviento. Pero hoy celebramos la verdadera locura del cristianismo que, si se tomara en serio, nos haría ponernos de rodillas a todos para adorar la infinita grandeza de Dios.

Hoy celebramos la realeza de Cristo o, como describe pomposamente la rúbrica del Misal, la Solemnidad de Jesucristo Rey del universo.

Las instituciones humanas se tambalean. El domingo pasado, la constatación de las ansiedades y las angustias de nuestro tiempo, nos oprimía el corazón a todos, más o menos creyentes; por eso no nos disgustaría un bonito desenlace de la historia, con la llegada de los nuestros, del “séptimo de caballería” como en las películas del oeste de los años sesenta del siglo pasado. ¡Ya era hora! ¡Por fin! ¡Nos faltaba algo así! Cristo Rey…

¿Pero de dónde es rey este Jesús?

Mirar más allá

Las razones para el desánimo no faltan, y la frágil historia hecha de armas y de violencia, sigue dictando su ley. No han cambiado mucho las cosas en estos dos mil años de cristianismo, y el Reino de Dios parece ser un bonito proyecto que ha se quedado sobre el papel, una inspiración espiritual de algún soñador.

La fiesta de hoy, en cambio, es una provocación a nuestra fe tibia, que desafía a nuestra frágil cultura actual, a nuestro cristianismo miope hecho de pequeños proyectos.

Que Cristo es rey, quiere decir que Él tendrá la última palabra sobre toda la Historia, sobre cada historia y sobre mi historia personal. Decir que Cristo es rey, significa no rendirse a lo que parece una evidente derrota de Dios y del hombre, significa creer que el mundo no se está precipitando en el caos, sino en el abrazo tierno y fecundo del Padre. Decir que Cristo es rey, significa crear espacios de presencia del Reino allí donde estemos viviendo nuestra vocación a la vida, crear pequeños espacios que digan, como una publicidad, a los extraviados de corazón: ¡¡Eh, que Dios os quiere!!

Hoy es la fiesta en la que la comunidad cristiana mira hacia adelante, más allá, dentro y fuera de nuestros límites y de nuestros esfuerzos, porque la medida para juzgar si somos Iglesia, o no, es y será siempre la realización, o no, del Reino de Dios.

Un rey extravagante

La realeza de Jesús es, ciertamente, una majestad que contradice nuestra visión de Dios. Porque este Dios es el más derrotado de todos los derrotados, más frágil que cualquier fragilidad. Un rey sin trono y sin cetro, colgado desnudo en una cruz, un rey que necesita un cartel – INRI- para ser identificado. “Mi reino no es de este mundo”.

Éste es nuestro Dios: un Dios derrotado.

No es un Dios triunfante, no es un Dios omnipotente, sino un Dios expuesto como una atracción de feria, burlado, desfigurado, llagado, rendido y derrotado.

Una derrota que, para Él, es un evidente gesto de amor, un impresionante regalo de sí mismo.

Un Dios derrotado por amor, un Dios que - inesperadamente - manifiesta su grandeza en el amor y en el perdón. Dios - Él sí - se arriesga, se descubre, se revela, se entrega.

No es un Dios escondido, misterioso: es evidente, provocativamente evidente. Colgado de una cruz, aparentemente derrotado, se juega el todo por el todo para doblegar la dureza humana.

Jesús ha venido a hablar de Dios, a contárnoslo. Él, hijo del Padre nos regala y nos dice quién es realmente Dios. Y el hombre repite una y otra vez: “No, gracias, no necesito un Dios así.” Quizás prefiramos un Dios más bien severo y huraño, un supremo egoísta suficiente de sí mismo, un poderoso al que camelar y al que hemos de poner de nuestra parte.

Quizás la idea pagana de Dios, que frecuentemente nos hacemos, nos satisface, principalmente porque se parece mucho a nosotros mismos, porque no nos aboca a la conversión, porque nos permite ser supersticiosos; la idea pagana de Dios no trastoca nuestros afectos, sino que sólo los araña un poquito.

Sálvate a ti mismo

La clave de lectura del evangelio de hoy está en la inquietante afirmación de la muchedumbre a Jesús: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.” Es la frase que el evangelista Lucas hace decir también a los sacerdotes y a los soldados paganos. Todos están de acuerdo en creer que tener que depender de los demás es una señal de debilidad.

El poderoso, tal como lo imaginamos, es el que se salva a sí mismo, el que puede permitirse pensar sólo en sí, porque tiene los medios para estar satisfecho, sin necesitar de los demás.

Imaginamos a Dios como lo que no nos podemos permitir ser, como el más poderoso de los poderosos, el que lo puede todo, el que no necesita de nada ni de nadie… ¡qué suerte! Para demostrar que es realmente Dios, Jesús tendría que mostrarse egoísta porque, en nuestro mundo pequeñito, Dios es el Sumo egoísta suficiente de sí mismo, feliz en su perfecta soledad. Así, Dios se convierte en la proyección de nuestros más escondidos e inconfesables deseos, y en aquello que admiramos en la persona política exitosa, rica y segura, a quien tratamos de seducir, de halagar, de corromper en beneficio propio.

Pero NO. Nuestro Dios no se salva a sí mismo, sino que nos salva nosotros, me salva a mí.

Dios se auto-realiza dándose, relacionándose, abriéndose a mí, abriéndose a nosotros.

Ladrones y ladrones

En el Evangelio, los dos ladrones crucificados con Jesús son la síntesis de cómo convertirnos en discípulos. El primero desafía a Dios, lo pone a prueba: ¡si existes haz que ocurra lo que yo quiero, líbrame de este sufrimiento, sálvate ti mismo (otra vez la frasecita), sálvanos y sálvame.

El primer ladrón concibe a Dios como un rey del que hay que ser súbdito, poniendo algunas condiciones para conseguir a cambio lo que él desea: una redención “in extremis”. No admite sus responsabilidades, no es adulto al releer su vida, sino que intenta un golpe de mano en el último momento. Su solicitud no es cariñosa: rezuma mezquindad y egoísmo. Como lo es a menudo nuestra fe. ¿Qué gano, qué beneficio obtengo, si creo?

El otro ladrón, en cambio, está simplemente asombrado. No se acaba de persuadir de lo que está pasando: Dios está allí compartiendo el sufrimiento. Un sufrimiento consecuencia de sus libres opciones, su propio sufrimiento... que es el sufrimiento de Dios. Este es el icono del discípulo: aquél que se percata de que el verdadero rostro de Dios es la compasión y que el verdadero rostro del hombre es la ternura y el perdón.

El rostro de Jesucristo, Rey del Universo, es la compasión, la ternura y el perdón, jamás el despotismo, la prepotencia, la frialdad y el castigo que tantas veces hemos atribuido a Dios.

En el sufrimiento podemos caer en la desesperación o podemos caer a los pies de la cruz y confesar: de verdad este hombre es el Hijo de Dios.

Para los débiles de corazón (Is. 35, 4)

¡Qué rey tenemos, hermanos! Un rey que señala un modo de vivir en contradicción con nuestro deseo de “salvarnos nosotros mismos”, para salvar a los otros, o mejor, para dejarnos salvar por Él.

Amigos seamos honestos: ¿queremos de verdad un Dios así? ¿Un Dios débil que está de parte de los débiles? ¿Es este, de verdad, el Dios que quisiéramos? ¿De qué Dios queremos ser discípulos? ¿De qué rey queremos ser súbditos?

 No deis una respuesta apresurada, por favor. Escuchad lo que os dice la conciencia en el fondo del corazón. Ved cómo es el verdadero Dios de nuestro Señor Jesucristo, porque tenemos que convertirnos a Él para ser salvados.

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