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sábado, 20 de mayo de 2023

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo A) - Domingo 7º de Pascua


Primera Lectura: Hch 1,1-11
Salmo Responsorial: Salmo 46
Segunda Lectura: Ef 1,17-23
Evangelio: Mt 28, 16-20

           

            La verdad es que la Ascensión es una extraña fiesta. La idea de irse no parece muy buena idea. Con todos los desastres que hay en el mundo, ¿no hubiera sido mejor si Jesús se hubiera quedado con nosotros? Tal vez hubiéramos podido oír de su viva voz qué hacer, tal vez hubiéramos podido así conocer el pensamiento de Dios, en vez de contentarnos en barruntarlo mediante personas como los apóstoles que, al fin y al cabo, eran personas como nosotros.

            Y, en cambio, no fue así. Como frecuentemente sucede en la vida de fe, la Ascensión nos dice muchísimo de Dios y del hombre y hemos de tener el valor de reflexionar y atrevernos a indagar y comprender.

        En los evangelios, la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés componen un mismo cuadro, un único e idéntico acontecimiento narrado en tres escenas. Jesús, al resucitar, ya está junto al Padre y nos da su Espíritu. Jesús, que se sienta a la derecha del Padre, ya no está atado al tiempo y al espacio y puede decir de verdad: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

         Bienvenidos, pues, en esta fiesta, a la lógica de Dios que no es la nuestra.

             Como Elías

            La narración que hemos escuchado de los Hechos de los Apóstoles tiene el trasfondo de la ascensión de Elías, una página que era muy conocida en Israel y un punto de referencia para los neo-conversos. Encontramos la narración de la ascensión de Elías en el segundo libro de los Reyes: aquel gran profeta es arrebatado al cielo sobre un carro de fuego, desaparece entre las nubes y su discípulo, Eliseo, tiene la certeza de recibir al menos una parte del espíritu profético al verlo desaparecer.

            Lucas describe el acontecimiento de la Ascensión usando el mismo paradigma: las nubes como símbolo del encuentro con Dios; los dos hombres que nos recuerdan a los dos ángeles testigos de la Resurrección; el color blanco de sus vestidos, signo del mundo divino.

       El meollo de la narración no es, por lo tanto, la descripción de un prodigio sino la descripción de una entrega: del mismo modo que Eliseo recibe el espíritu de profecía por parte de Elías, así los apóstoles reciben el mandato del anuncio del Evangelio por parte del Resucitado.

          Cielo y tierra

           Son los ángeles de la narración quienes dan la clave de interpretación del acontecimiento: no miréis al cielo – dicen - mirad a la tierra, mirad lo concreto del anuncio.

            Y es que los discípulos del Resucitado estamos llamados a anunciarlo, a hacer presente al Señor hasta que él venga. Así es como la Iglesia se convierte en el lugar de encuentro privilegiado con el Resucitado, y ella realiza su tarea sólo cuando hace presente el evangelio en el mundo. Mateo nos dice cómo.

          Dudaron

       Diversamente a como hace Lucas, Mateo sitúa el adiós de Jesús en Galilea, sobre un monte. La montaña, en toda la Biblia, representa el lugar de la experiencia divina, de la manifestación de Dios: sólo quién la ha experimentado puede contarla a otros con suficiente credibilidad.

            Pero, además, Mateo sitúa la escena en Galilea, el lugar de la frontera, del mestizaje, del confín. La tierra primera en caer bajo el invasor asirio, y que logró sobrevivir entre componendas y apaños, bien lejanos del rigor que solicitaban los puros fariseos de Jerusalén. En tiempos de Jesús llamar galileo a una persona era un insulto.

            Sin embargo, Galilea es también el lugar dónde todo comienza, el lugar del encuentro, del enamoramiento: sólo desde las experiencias que nos han llevado a la conversión podemos anunciar con verdad al Señor.

            ¿Y qué significa eso de no quedarse pasmado mirando el cielo? Hay que partir de la realidad, de la pobreza de mi parroquia o comunidad, del sentido de malestar que siento al vivir en un país pendenciero y enfrentado, de la impresión de vivir al final de una época que se derrumba pesadamente bajo un cúmulo de verborrea y corrupción. Y ahora, además, con una guerra en Europa, cuando apenas salimos de una pandemia que trastocó todo.

            En estas situaciones concretas es precisamente donde estamos llamados a realizar el Reino y a hacer presente la esperanza. Aquí, en esta Iglesia frágil, en un mundo frágil y roto… pero al que Dios ama con locura.

            Por eso no tenemos que asombrarnos de la duda de los discípulos que, como la nuestra, los deja paralizados “mirando al cielo”. La duda es una actitud fundamental del creyente, esencial para el crecimiento de la fe. “Fe soberbia, impía, la que no duda, la que encadena a Dios a nuestra idea”, decía el gran Unamuno.

            Intercambio

            La Ascensión señala un antes y un después en la historia de Jesús y los apóstoles: Jesús desaparece de su vista sensible, vuelve al Padre pero promete una presencia real suya. Comprensiblemente, a los apóstoles les costará acostumbrarse a esta nueva situación.

            Los apóstoles, después de haber seguido a Jesús en la crucifixión y en la resurrección, son invitados a seguirlo también en la Ascensión, a convertirse en testigos del Resucitado en este mundo.

            La Ascensión señala el principio del tiempo de la Iglesia. ¡Ahí es nada! El principio de esta Iglesia, hecha de personas a la vez frágiles y enamoradas del evangelio, que dudan y no entienden, que llevan con fatiga la inmensa responsabilidad del anuncio del Reino.

            Con la Ascensión la humanidad entra definitivamente en Dios, entra definitivamente en la amistad con Dios. A nosotros se nos confía el anuncio del Reino, la construcción de un mundo nuevo. Dios nos hace dignos y capaces de mucha entrega, de curar la enfermedad y el dolor interior, de echar fuera los demonios y las sombras de nuestros miedos, de crear lugares de nueva humanidad en un mundo lacerado y sangrante.

            En este admirable intercambio, Dios aprende a ser hombre y el hombre aprende a comportarse como Dios.

             Ascendidos

            Si los cristianos resucitamos con Cristo en su Resurrección, igualmente ascendemos con Él en la Ascensión. Ascender significa, ante todo, seguir la invitación de Jesús de predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Jesús está para siempre presente entre nosotros, ahora a nosotros nos toca reconocerlo presente en el mundo.

         La mirada de una persona “ascendida” reconoce los prodigios de Dios en las diversas culturas y situaciones, derriba las empalizadas, reconoce una presencia salvadora en cada tentativa humana por reconocer las señales de la presencia de Dios.

          Existe un modo, hoy muy en boga, de acercarse a la realidad y de interpretarla usando exclusivamente categorías económicas, sociales o políticas. Sin desechar éstas, el cristiano se acerca también a la realidad también desde un punto de vista espiritual, percibiendo el despliegue del poder de Dios dentro de las experiencias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

          Vivir como “ascendidos” significa darnos cuenta de que nuestra meta es una plenitud que transciende y supera, con mucho, nuestra actual experiencia de vida. Significa estar orientados hacia un destino más grande, que va más allá y que nos espera. Significa leer con gran realismo nuestra vida cotidiana como un “ya pero todavía no”: desde ahora mismo vivimos ya la presencia de Dios, pero esperamos que esta presencia florezca todavía más en nuestro corazón y explote en el más allá que anhelamos.

         Pero ¿cómo es posible encontrar a Jesús presente en el mundo? La narración que hace Marcos (16, 16-18) es clara: reconocemos Jesús en los prodigios, en los gestos, que acompañan la predicación de los apóstoles. Es como si Él nos dijese: Yo estoy presente para siempre. Lee las señales de mi presencia, interprétalas, mira con la mirada interior y me reconocerás en las cosas, en los acontecimientos, en la historia de tu vida.

           Hermanos, Dios está presente para siempre. Es nuestra mirada la que tiene que sanearse, la que tiene que curarse, la que tiene que convertirse a la alegría. Por eso, para poder ver, necesitamos el regalo del Espíritu que el Señor nos da y que celebraremos la próxima semana.

 

 

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