Segunda Lectura: 2 Cor 5, 14-17
Después de haber retomado la celebración de los
domingos del Tiempo Ordinario, seguimos con el evangelio de Marcos que, como
sabemos, tras él está la experiencia de Pedro, con su pasión y sus límites, sus
equivocaciones y su entusiasmo.
Pedro tuvo que ir creciendo como discípulo,
convencido de entenderlo todo, de saber, de ser firme. Pero también, como todos
nosotros, tuvo que pasar por la prueba, y superar la tempestad.
La otra orilla
Jesús pide a sus discípulos que pasen a la otra
ribera, que atraviesen el lago. Todos nosotros, en algún momento, sentimos la
exigencia de pasar a la otra orilla.
Pero no pensemos sólo en la muerte. En la vida misma
debemos enfrentarnos muchas veces a la necesidad y búsqueda de sentido y de plenitud,
sintiéndonos arrollados precisamente cuando pensamos que ya lo hemos entendido
todo, y que ya hemos alcanzado todo lo deseable.
El mismo Jesús nos provoca, nos pide pasar a la
otra orilla, que no nos sentemos, que no nos acostumbremos, que aceptemos
cambiar siempre. Porque la fe no es una solemne anestesia sino un estímulo
permanente al cambio, a la conversión. Muy contrariamente a lo que la mayoría
piensa, no hay hada más fluido y dinámico que ser discípulos del Maestro de
Nazaret, porque seguimos a alguien que no tiene dónde reposar la cabeza.
Cuando, en la vida y en la fe, pensamos que hemos llegado,
el Señor nos impulsa a coger la barca y salir de nuevo.
¿Cuál es la orilla a la que todavía tenemos que llegar?
Tal como estaba
Es simpática la pícara precisión de Marcos: se lo llevaron en la barca, como estaba.
Si queremos, de verdad, pasar a la otra orilla, si
queremos hacer un recorrido serio, incluso doloroso si fuera necesario, pero
verdadero, un recorrido de crecimiento humano y de vida interior, tenemos que acoger
a Jesús tal como es. No el Jesús aleatorio de los políticamente correctos que,
cada dos por tres, van adaptando su verdadero rostro, ese “que la pérfida Iglesia
nos esconde”; ni tampoco el Jesús dulzón y difuso de la devoción, sino el Jesús
completo, tierno y recio a la vez, que profesamos los cristianos.
Paciencia si este Dios es un poco incómodo,
paciencia si no siempre nos dice cosas agradables. Es preferible un Dios inquietante
y honesto que uno halagador y falso. ¡Tengamos el valor de acoger al Señor tal
como es, no como nos gustaría que fuera, según nuestras conveniencias!
Tempestad
Pero resulta que, justo cuando nos decidimos a arriesgar,
a lanzarnos, a tomar a Jesús tal como es
en nuestro barco, es cuando se desata la tempestad. ¡Vaya por Dios: justo en ese
momento!
Hay momentos en la vida en los que tenemos la impresión de hundirnos, arrollados por el dolor o por nuestras equivocaciones. Creíamos haberlo visto todo y en cambio no es así: ahí está un dolor más fuerte, una prueba insoportable, a pesar de todos nuestros sinceros esfuerzos. Y nos dan ganas de morir, de desaparecer, de no haber existido nunca.
Lo mismo les pasó a los apóstoles. Y es que al discípulo
no se le evita el dolor. Más aún, hasta la fe es arrastrada por las aguas
turbulentas.
En esas situaciones, decimos que sí, que Dios existe,
que nos ha creado, pero que en ese momento terrible no sabemos dónde está ni lo
que hace. Él está presente pero, en esos momentos, su presencia es lamentable y
hasta tenemos la impresión, a veces, de que no le importa nada nuestro dolor. Incluso,
algunos llegan a pensar que es Dios quien nos manda el dolor como una prueba
que nos purifica. ¡Qué barbaridad!
¿De qué nos purifica, si las personas, casi
siempre, salen peor de las pruebas de la vida?
¿Por qué sucede esto? No lo sé, ni tampoco lo
saben Pedro y Marcos, que son los que nos cuentan la historia. Sólo dicen que,
en la dificultad, Dios duerme.
Duerme, pero está en la barca con nosotros,
dispuesto a compartir hasta el final nuestra suerte.
Duerme, y no interviene porque quiere dejar a
salvo nuestra dignidad y dejar a nuestra capacidad la tarea de arreglarnos en
las dificultades de la vida. ¿Por qué pedimos ayuda a Dios en situaciones en las
que, tal vez, podríamos intervenir nosotros? ¿Por qué no confiamos más en este
Dios que conoce nuestros sufrimientos y sabe calmar la tempestad?
Dios nos hace capaces de atravesar el mar en
tempestad. Él está con nosotros, también cuando no interviene; él comparte
nuestro sufrimiento.
¿Y la fe?
Y también nos pregunta: “¿Aún no tenéis fe?” No
Señor, no tanta como necesitaríamos para cruzar el mar en tempestad.
A menudo nuestra minúscula fe va ligada a un pacto
“segurola”: si todo va bien, Dios existe; pero si las cosas se tuercen, entonces
me parece que Dios es un sádico omnipotente que no se cuida de mí.
Si mi vida funciona, Dios es bueno; si mi vida está
atribulada y en dificultad, Dios es malvado.
Jesús ha venido a traernos otra noticia, un rostro
diferente de Dios: el rostro de un Dios que comparte, de un Dios que sabe, de
un Dios que sufre, que conoce la tempestad, pero que no le tiene miedo.
Tengamos confianza, amigos, aunque el barco haga
agua. Procuremos únicamente haber subido a la barca de Jesús, tal como es, sin
quererlo cambiar como nos gustaría a nosotros.
Marineros inexpertos
Muchas veces la imagen de la barca ha sido usada
para describir la comunidad cristiana que tiene que atravesar las marejadas de
la historia. ¡Y cuánta agua ha anegado la Iglesia!
Dificultades internas causadas por la pobreza
interior y por nuestra falta de fe;
dificultades externas de quién no traga a la Iglesia y la quiere hundir
o, mejor aún, quiere hundir la imagen deforme de Iglesia que tiene en su
cabeza... tal vez causada por el mal comportamiento de los cristianos.
Sin embargo, el sueño de Dios que es la Iglesia,
vive, existe, y reúne a hombres y mujeres de culturas diferentes en la única
esperanza, en el único Señor. A pesar de nosotros los cristianos.
El Espíritu asiste a quien se encomienda a él, y
conduce a su Iglesia. A nosotros nos queda la elección: podemos quedar en la
orilla y hacer comentarios sarcásticos viendo
trabajar a los pescadores, o podemos subir a la barca y atravesar el mar con
confianza.
Yo, ya he elegido: he subido a la barca de la
Iglesia. Aunque a veces parezca que Jesús duerme, él navega con nosotros.
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