Hemos escuchado en el evangelio que el Maestro
dice: “¿Dónde está la habitación en que
voy a comer la Pascua con mis discípulos?”. Y lo dice cuando está a punto
de ser detenido y ejecutado. Los suyos no lo saben, no se enteran: están
demasiado concentrados en ellos mismos para poder ver lo que está a punto de
suceder.
Jesús, en cambio, tiene plena conciencia de que
todo está tocando a su fin y de que está a punto de realizar el más grande regalo,
el don de su misma vida.
¿Valdrá eso para algo? ¿Llegaremos a entender que Dios
nos ama libremente y sin condiciones? ¿Sabremos rendirnos, por fin, a la
evidencia de un Dios que se entrega a nuestras manos por amor?
Estaba cerca la celebración de la Pascua y Jesús
sabe que no podrá celebrarla con sus discípulos. Por eso decide adelantarla y
busca la hospitalidad de un desconocido que pasaba por allí.
En aquella habitación preparada en el primer piso
de una casa, dominando la ciudad sobre el monte Sión, frente al Templo, Jesús
está a punto de despedirse de sus discípulos, haciéndoles el regalo más grande
que les puede dar: su presencia eterna.
Ni siquiera sabemos el nombre de aquel fulano, que
acababa de sacar agua del pozo y que cruzaba la ciudad, al que los discípulos
del Nazareno siguieron para pedir al propietario de aquella casa una habitación
donde celebrar la Pascua. Tampoco sabemos el nombre del propietario.
Jesús, en cambio, considera suya aquella
habitación. Suya porque permanecerá en ella para siempre. Suya porque quién acoge
al Maestro, aún sin saberlo, sin ser consciente de ello, verá transformada su vida
para siempre.
“¿Dónde está
la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”
Tibiezas
He celebrado miles de misas en mi vida y el Señor misericordioso,
me ha dado muchas alegrías en la vida. Uno de ellas es el poder conocer muchas
comunidades, esparcidas por varias partes del mundo y poder orar con ellas. He
participado en asambleas de comunidades vivarachas, atrevidas, en vigilias de
intensa oración, en eucaristías llenas de alegría y emoción… aunque esto raramente.
Es más frecuente la participación en misas flojas,
tibias, despistadas, apagadas y, a veces, exasperantes.
¡Muchas veces me he encontrado con personas que, muy
cercanas al Señor, que se han convertido a la escucha de la Palabra, y tienen
dificultades para nutrir su fe y su espíritu en muchas ciudades, llenas de
iglesias, sí, pero pobres de fe!
¡Muchas veces he visto con dolor, en vacaciones
sobre todo, la participación en celebraciones apañadas, con prisas y sin
oración ni recogimiento! Sólo por mero cumplimiento.
Pero el Señor no desprecia a nadie sino que se
adapta. En el momento más agobiante de su vida ha querido tener consigo a sus
pobres doce apóstoles. Pobres y frágiles como nosotros; inestables y peculiares
como nosotros.
Jesús elige hacer “suyas” también esas habitaciones.
“¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”
Poca fe
Hoy celebramos el Misterio de la presencia real, concreta,
actual y salvadora de Cristo en la eucaristía: el Señor se hace accesible,
cercano, se hace pan para el camino, pan partido y pan comido, se convierte en
comida para toda persona exhausta.
¿Qué pasa? ¿Por qué no descubrimos esta realidad
salvadora de nuestras vidas? El problema es sencillo. En primer lugar,
separamos el sacramento de la eucaristía del sacramento de la caridad:
celebramos la eucaristía y no amamos a los demás, empezando por las más
necesitados. En segundo lugar, nuestra fe es pequeña y, a veces, la dejamos ahí
en reserva, congelada, para sacarla cuando estemos a punto de morir... por si
acaso.
Y entonces, convertimos a la eucaristía en un
peso, en una pesada obligación, o en algo incomprensible que hay que cumplir.
Pero si creemos que el Señor está presente, más
allá de la pobreza del lugar y de las personas, todo cambia. La eucaristía se
convertirá en el centro de nuestra jornada o de nuestra semana, la Palabra
celebrada la recordaremos en el día a día.
Y el encuentro con Cristo eucaristía, cambiará
inexorablemente nuestro modo de vivir, de pensar y de amar. Sobre todo de amar.
Por eso hoy la Iglesia celebra el Día de la Caridad, para que, en nuestro modo
de amor cristiano, no disociemos el amor que recibimos de Dios y el amor que
damos a los demás. Esa es la principal incoherencia de nuestra vida cristiana.
Mirad la crítica a esta actitud que ya, en el
siglo IV, hacía el gran padre de la Iglesia San Juan Crisóstomo: “Has gustado la sangre del Señor y no
reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa cuando no juzgas digno de compartir
tu alimento a quien ha sido juzgado digno de compartirlo, a quien ha sido
juzgado digno de participar en ella. Dios te ha liberado de todos los pecados y
te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso”.
A pesar de todo
La verdad es que, a pesar de todo, participamos
con constancia y fuerza en nuestras celebraciones, aunque a veces sean muy
diluidas.
Es verdad que hay gente que hace el bien sin
necesidad de ir a misa. Pero para nosotros, cristianos, todo el bien que hacemos
deriva del encuentro con Cristo.
Es verdad que la oración puede ser algo personal y
muy necesario. Pero el encuentro con la comunidad nos hace ser y sentir
Iglesia.
Es verdad que no todas las homilías brillan por lo
actual y concreto. Pero lo que está en el centro de la celebración es la
Palabra de Dios, y no tanto su explicación.
Es verdad que el domingo es el día del descanso. Pero
el descanso es más cosa del corazón, y no sólo del sueño y el relax.
Testigos
En Abitene, localidad en lo que hoy es Túnez, el
año 304, fueron torturados y martirizados 49 cristianos por desobedecer al
emperador romano Diocleciano, que había prohibido a los cristianos poseer las
Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la eucaristía y construir lugares
para sus asambleas. Siendo sorprendidos celebrando la liturgia el domingo, uno
de los cristianos, en el interrogatorio, explicó el sentido de su desafío al mandato
del emperador: «Sin el domingo no podemos
vivir».
Cuando un asombrado procurador romano quiso
salvarlos de la pena de muerte invitándolos a no reunirse el domingo, los
mártires respondieron: “No podemos dejar de
participar en la eucaristía”. ¡Dios mío! ¡Cuánta distancia nos separa de aquello…
y no sólo en el tiempo!
Ánimo, entonces, que el Señor nos pide que nos pongamos
manos a la obra, y nos pregunta: “¿Dónde
está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”
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