Él hoy nos da una sacudida de esperanza y de
confianza, en estos tiempos oscuros que tanto asustan.
Es frecuente y hasta habitual que la tierra siga temblando
y explotando en una veintena de volcanes en erupción en todo el mundo, de tal
modo que nuestra fragilidad ante las fuerzas de la naturaleza nos asusta
sobremanera.
Pero otras convulsiones están sacudiendo España y Europa,
víctimas de ellas mismas, víctimas de los egoísmos personales y nacionales, de
intereses partidistas, de una unión deseada y nunca conseguida, que nos lleva a
la crisis y a la quiebra de los valores que anhelamos. Y, para nosotros
creyentes, nos fastidian además las no tan pequeñas sacudidas intraeclesiales de
los que creen hacer la voluntad de Dios, y dicen buscar el bien de la Iglesia
esparciendo veneno en nombre de un falso ideal de la verdad y la ortodoxia.
La desconfianza nace en el día a día de quién, siendo
discípulo del Señor, ve que en su parroquia se trabaja, que los curas se agotan
y que las comunidades se debilitan. Estamos dando una imagen frágil de la Iglesia,
a los ojos del mundo. Es verdad que el Papa Francisco ha traído un nuevo aire
esperanzador, pero entre los palacios vaticanos hay elementos que intentan
hacer de las suyas poniendo palos en las ruedas de la renovación. Mejor nos
iría si entre los muros eclesiales revoloteasen más las palomas del Espíritu
que los cuervos de la desesperanza.
¿Entonces, qué hacer? Hermanos, Dios habita
nuestras debilidades. Y ante la desesperanza es el momento justo para reflexionar
sobre qué es la Iglesia. Mejor aún, sobre “quién” es la Iglesia.
Destierro
Joaquín, el último descendiente del rey David, fue
derrotado y deportado a Babilonia por el feroz rey Nabucodonosor. Todo estaba perdido:
la ciudad santa destruida, el templo quemado y el arca de la Alianza arrebatada
como botín de guerra. El terremoto de la guerra no ofrece ninguna esperanza, el
lozano cedro de la dinastía de David fue impíamente cortado de raíz.
Sin embargo, uno de los deportados, Ezequiel, sacerdote
del templo, dice que Dios tomará un brote del árbol cortado y lo plantará,
haciéndolo crecer de nuevo. Pero, como sabemos, no será un reino terrenal más lo
que va a crecer de aquel brote, sino otra realidad muy distinta: un Reino que
pasa por los corazones de cada uno de nosotros.
Aquel brote nuevo de Jesé será para nosotros Jesús
el Cristo, el Mesías, el Señor.
Dios no se cansa jamás de la humanidad, no se desanima, no se deja atemorizar por nuestros errores, sino que siempre nos lleva a la plenitud de la vida con unos modos y unos medios que no nos esperamos.
Cansancio
Si nosotros estamos aquí, es porque hemos conocido
al Señor que nos ha cambiado la vida, iluminándola. Y sentimos un fuerte deseo
de compartir la felicidad que hemos encontrado, porque otros nos la han transmitido
y entregado, y estamos dispuestos a anunciar el Reino allá donde vivamos. ¡Pero
cuánto cansancio y dificultad encontramos! Nos damos cuenta de todo el trabajo que
aún hace falta y de la poca fuerza tenemos. A veces nos coge la ansiedad de hacer
muchas cosas, y corremos como locos, para luego quedar vacíos interiormente.
Jesús, hoy, nos alienta en esta situación: tenemos
que sembrar la semilla de la Palabra de Dios, abundantemente. Pero no sobre los
mármoles de nuestras iglesias vacías, sino en el asfalto de nuestro barrio.
Salir, como nos pide el Papa Francisco, y echar la semilla sin preocuparse de
lo que va a pasar. Hablar de Dios bien y con verdad, no sólo con palabras sino,
sobre todo, con la propia vida siendo coherentes entre lo que hablamos y lo que
vivimos. Luego, será la semilla la que, progresivamente, irá creciendo sin
saber cómo.
Estamos siempre muy preocupados por lo que tenemos
que hacer para ser buenos testigos del Reino de Dios. Y está muy bien que nos
preocupemos. Pero a continuación hemos de recordar que es siempre Dios el que actúa.
Nos haría mucho bien seguir la máxima de Ignacio de Loyola: Actúa como si
todo dependiera de ti, confía como si todo dependiera de Dios.
El mundo ya está salvado, lo que pasa es que no lo
sabe. Y nosotros podemos vivir como salvados lo mejor que podamos, de la mejor
manera posible, porque la semilla ya crece por sí misma.
Jesús nos invita hoy a la paciencia, a dejar de lado
la ansiedad, la manía de querer tenerlo todo bajo control, de querer programar
y entenderlo todo en nuestra vida espiritual.
Ya sé que la vida nos lleva a pensar que las cosas
dependen de nosotros y de nuestra buena voluntad. Incluso nos ponemos a
programar nuestro descanso… y nos cansamos más. Por eso es tan frecuente el
riesgo de aplicar esta categoría de eficacia a las cosas del Espíritu y, a la
vez, es tremendamente inútil.
Si miramos nuestra vida, veremos tal vez que nos
pusimos con entusiasmo a seguir el camino del Evangelio y en ello intuimos la
verdad, quizá implicados emotivamente en alguna experiencia en una comunidad o en
un recorrido de oración. Luego, después de algún tiempo, sobrevinieron las dificultades:
la acedia espiritual, la dificultad en rezar, la aridez, la inquietud...
Y surge la duda; ¿me equivoqué? ¿Qué puedo hacer?
Nada, no hagas nada, déjale hacer a Dios, que si la
semilla está plantada podemos estar tranquilos. La vida interior necesita un
tiempo y un ritmo que no podemos pretender manipular. En la vida de la fe, la
prioridad siempre es de Dios. Él lleva toda la iniciativa.
Mostaza
La segunda parábola que hemos escuchado nos
recuerda la asombrosa propiedad de la semilla de mostaza, tan pequeña que
parece una mota de polvo, y que, no obstante, llega a convertirse en un espeso matorral. La realidad del Reino es así tanto en nuestro interior como a nuestro
alrededor.
En nosotros: un pequeño gesto, un pequeño compromiso,
una pequeña apertura a Dios puede abrir la compuerta de la fe que riega y
fecunda todo. Aunque nuestra vida esté llena de distracciones, la semilla puede
crecer en mi vida y a mi alrededor, mediante pequeños gestos de testimonio, a
veces insignificantes pero que producen resultados sorprendentes.
Y el Reino a nuestro alrededor, lo mismo: esta
pequeña comunidad de hombres y mujeres, que es la Iglesia, ha surcado el océano
de la historia fecundando al mundo entero con la esperanza del Evangelio.
A los ojos de la fe no escapa el hecho de millones
de hombres y mujeres, que se reconocen hermanos de Jesús e hijos de Dios, que van
cambiando la historia dirigiéndola por senderos de luz. No temamos, pues,
porque nuestra comunidad, nuestros gestos, nuestras celebraciones,
misteriosamente como el crecimiento de las semillas, van fecundando la
realidad, la van inseminando, dejando que sea el Señor quien haga crecer su
Reino entre nosotros.
Para entender esta dinámica subterránea necesitamos
silencio y oración. Sólo retirándonos aparte con Jesús podremos entender verdaderamente
cómo Dios va actuando, día a día, en nuestra vida y en nuestra historia.
Dejémosle sitio… y él nos salvará.
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