¿Puede decirnos algo todavía una imagen muy
improbable de Jesús con ojos claros y bucles en el pelo, abriendo su capa y
dejando vislumbrar un corazón del que salen dardos luminosos? ¿No es ésta la
imagen de una devoción decimonónica que nos hace subir la diabetes en el alma?
¿Qué nos dice esta fiesta en el siglo XXI?
Despojada de sus connotaciones culturales e
históricas, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús nos revela una gran verdad: en
el centro de nuestra vida, de nuestra fe, de nuestro camino interior está el
amor de Dios. El amor es el centro; es lo que nos dice la fiesta de hoy. El
centro de nuestra vida y de nuestra fe no es una legítima tradición histórica,
no son nuestros razonamientos, no son las conveniencias, ni los fundamentos
éticos.
Cada uno de nosotros se hace su idea de Dios,
mezclando cosas que ha oído, convicciones personales, experiencias más o menos positivas,
el instinto, la cultura, el último artículo sensacionalista sobre la Iglesia y el
Vaticano, la transmisión muy poco crítica sobre presuntos milagros... ¡Qué sé
yo…!
Y, claro… ¡así se dicen las tremendas cosas que se
oyen por ahí! Dan ganas, a veces, de interrumpir a alguien y decirle: “¡Oye, el
Dios en el que crees es terrible y espantoso! ¿Por qué no lo dejas a un lado y te
decides a creer de verdad en el Dios de Jesucristo?”
Para mucha gente, Dios es ni más ni menos que un
bribón al que hay que respetar, sí, pero también alguien al que hay que evitar.
¡Pobre Dios! No debe ser fácil tener que vérselas con nosotros. Tenemos que
reconocerlo con honestidad: también es culpa de nuestro cristianismo haber pintado
a Dios de un modo terrible, como un Dios juez despiadado, al que hay temer y respetar.
Jesús, en cambio, nos desvela el rostro de un Padre que escudriña el horizonte
para esperar al hijo que se ha ido, un pastor que busca durante horas a la
oveja perdida, el médico que ha venido para curar, el que, incluso pudiendo
hacerlo, no juzga a nadie. Todavía tenemos que mucho camino por recorrer,
amigos, para convertir nuestro corazón a la asombrosa medida del amor del
Corazón de Jesús.
Si
creemos en Dios, si hemos visto y creído en el amor del Padre, descubriremos que
sólo él es quien nos empuja a creer y a luchar para dejar que sea el amor quien
domine nuestra vida y nuestra fe, algo que no pueda darse por descontado, sino que
pide una continua conversión, una opción que a veces resulta dolorosa. Como la
de nuestro Maestro y Señor que muestra la medida de su bondad muriendo en la cruz.
Es lo que el jesuita chileno Cristóbal Fones canta
en una preciosa canción al amor de Cristo:
Quiero hablar
de un amor infinito
que se vuelve
niño frágil,
amor de
hombre humillado.
Quiero hablar
de un amor apasionado.
Con dolor
carga nuestros pecados
siendo rey se
vuelve esclavo,
fuego de amor
poderoso.
Salvador,
humilde, fiel, silencioso.
Amor que abre
sus brazos de acogida,
quiero hablar
del camino hacia la vida,
corazón
paciente, amor ardiente.
quiero hablar
de aquel que vence a la muerte.
Quiero hablar
de un amor generoso,
que hace y
calla, amor a todos
buscándonos
todo el tiempo,
Esperando la
respuesta, el encuentro.
Quiero hablar
de un amor diferente,
misterioso,
inclaudicable,
amor que
vence en la cruz.
Quiero hablar
del corazón de Jesús.
Hermanos, dejémonos alcanzar hoy por ese amor que
no pone condiciones, que no pesa, que no chantajea, un amor libre como sólo Dios
sabe proponernos en el sagrado corazón de Jesús.
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