Verdadera pobreza = dar con el corazón |
Al fin del año litúrgico y del comentario del
evangelio de Marcos, vamos encadenando una serie de páginas centrales,
desconcertantes y urticantes, de cosas que nos gustaría quitar de nuestro
cristianismo “hecho a medida” y que, en cambio, se nos dan como perlas
preciosas, como ocasión para reemprender el camino de la fe.
La invitación
de Jesús, hoy, es un inquietante latigazo que nos deja pasmados: pocas veces,
en los evangelios, expresa el Señor de manera tan directa su preocupación. Los
discípulos – nosotros - pueden llegar a ser como los escribas, ésta es la
preocupación del Maestro. Y tenía de qué preocuparse.
Escribas
Los escribas, en un principio, eran sencillamente
personas que sabían leer y escribir, y que por tanto asumían un papel
importante para la transmisión de los documentos importantes. Luego, con la
reforma del devoto rey Josías, unos siglos antes de Cristo, su importancia fue
aumentando excesivamente, hasta llegar a ser ellos los que custodiaban la Ley, los
que la interpretaban y los que juzgaban si alguien la violaba.
Jesús los señala con el dedo y los acusa sin
contemplaciones y sin medias tintas.
Son vanidosos y hacen de su servicio una desmedida
búsqueda de poder. Quieren vestir un uniforme para hacerse reconocer, quieren
el respeto temeroso de los pobres ciudadanos, les gusta ser considerados como
autoridad, están siempre presentes en los acontecimientos sociales, gozan de su
posición y no perdonan la ocasión de mostrarse ostentosamente.
Pienso en la denuncia constante que el Papa
Francisco hace del “carrerismo” de los clérigos dentro de la Iglesia. Buscar desaforadamente
los primeros sitios, las vestimentas, los aplausos y las invitaciones oficiales,
ejerce un maligno atractivo sobre muchos pastores que no se dan cuenta en qué se
han convertido: en un espectáculo que aleja a tantas personas del evangelio y
de la Iglesia. Son un grave contra testimonio.
Pero también en nuestro pequeño mundo podemos
soñar con llegar a ser como los escribas buscando la visibilidad y el honor en
lo que hacemos y decimos. Tenemos que juzgarnos de verdad a nosotros mismos con
severidad.
Escribas y viudas
Los escribas devoraban los dineros de las viudas, hemos escuchado en el evangelio. Si la viudez ya representa un estado de gran dolor, de laceración interior, de trituración de los afectos, quedar viuda en tiempo de Jesús, era una verdadera tragedia.
Sin servicios sociales, sin apoyo a la familia, a
menudo la viuda se veía obligada a limosnear o, peor, a prostituirse, para
poder vivir. Por eso, la condición de la viuda era la peor que se podía
imaginar: sola, sin subsistencia económica, despreciada porque era mendigo o
prostituta.
Frente a estas actitudes tan extendidas, son las
viudas, las últimas de la sociedad, las que son protagonistas en la Palabra de
Dios de hoy.
Sarepta
La primera viuda se encuentra en Sarepta de Sidón,
fuera del territorio de Israel. Elías, el gran profeta, le pide acogida a las
puertas de la ciudad. Esta pobre mujer, sin medios de subsistencia, acepta
hospedar a este desconocido, extranjero, compartiendo con él la última porción
de comida que le queda.
Esta inmensa señal de generosidad cambiará su
vida: el aceite del cántaro y la harina en la artesa no volverán a faltar
jamás.
Y lo mismo pasa con la viuda del Evangelio, a la
que Jesús ve entrar humildemente en el templo, y echar discretamente en el
tesoro algunas monedas, mientras que los notables de la ciudad y los devotos se
empujaban para que se notasen las considerables sumas de dinero que daban a las
arcas del templo recién reconstruido.
Jesús alaba la generosidad y pone de modelo a esta
mujer que, como ofrenda al Señor, dio de lo que le era necesario, e ignora las
generosas ofrendas publicadas a bombo y platillos y con grandes titulares por
el millonario de turno.
Astenia mortal
Hay momentos en la vida en que lo perdemos todo:
la salud, el trabajo, una persona querida (y no necesariamente porque muera),
las ganas de vivir. Son momentos insoportables, terribles, en los que tenemos
la impresión de que no vamos a sobrevivir.
Como la viuda de Elías, nos vamos arrastrando un
paso tras otro, y nos mantenemos vivos obligados por algún afecto (como lo es el
hijo para la viuda), pero resignados al ver cómo se consumen las fuerzas y las
energías.
¡Cuántas personas así conocemos en la vida!
¡Cuántos amigos llenos de fuerza y de humor se han estrellado contra el muro de
la vida!
Sin embargo, en esos momentos de dispersión
existencial, de dolor inmenso, con Dios o sin Dios presente, podemos hacernos
capaces de acoger, de regalar, de compartir, de no dejarnos ahogar por la rabia
absoluta y ver más allá del dolor y del sufrimiento.
La viuda de Sarepta sabe que aquel extranjero está
en unas condiciones parecidas a las suyas. Elías, que era mirado con desprecio
y evitado por la gente, probablemente no habría encontrado nunca un alojamiento
en Sidón si no hubiera sido por aquella viuda.
Elías y la viuda se parecen. Los pobres, si están
reconciliados y confiados en Dios, saben ser una fuente de agua viva para los que
son pobres como ellos. Son los pobres en el espíritu, son los bienaventurados.
La viuda del Evangelio - ¡qué ingenua! dirán
algunos - pone lo poco que tiene en la hucha del templo, para Dios. No sabe
dónde acabará el dinero, quizás sea malgastado por el sacristán de turno,
quizás sirva para comprar detergente para el suelo, eso no importa, su gesto es
absoluto, profético, lleno de una ternura infinita. Y por eso, Jesús lo alaba.
Luz
También nosotros, cuando somos incapaces de
experimentar ninguna emoción, o ningún deseo de vivir, podemos convertirnos en
luz, plenitud, regalo y esperanza. Obviamente, cuando lo hagamos no nos daremos
cuenta de ello, y quizás tampoco eso importa. Como no le importa a quien de
verdad ha dado todo, a quién de verdad ha sido machacado por la vida y el dolor...
y sólo le queda la generosidad.
Hay santos que asombran a la Iglesia por su
dinamismo y su fuerza interior. Otros santos que la edifican por su entrega
transparente, por el modo como afrontan las fatigas de la vida.
Como Moisés, el gran libertador, el más grande de
la historia de Israel; el que ha visto Dios cara a cara; el que recibió en sus
manos las palabras que Dios daba a la humanidad para vivir; el que, siendo
príncipe de Egipto, renunció a su rango y se hace esclavo y muere en las
alturas del Golán, sin entrar nunca en la tierra prometida de Israel.
Hermano machacado por la vida, hermana herida,
viudos y viudas sin amor ni respeto, decepcionados de vosotros mismos y de la
vida, de las personas y de los hechos, dad en limosna lo que tenéis dentro,
aunque sea poco, hacedlo por Dios, hacedlo porque creéis en la vida,
desesperadamente.
Y nosotros discípulos, frágil pueblo de Dios,
aprendamos de las viudas, de los pobres a contar con el Absoluto, a
abandonarnos en serio a las manos de El que todo lo puede.
No es la fama ni la gloria, no es la devoción, no
es la apariencia, aunque sea clerical y católica, lo que nos salva, sino el ser
mendigos de la luz. ¡Que el Señor nos ilumine!
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