¿A
quién iremos, Señor? Después de la prolongada y exhaustiva reflexión de los
domingos anteriores, a propósito de la multiplicación de los panes y peces en
el Evangelio de Juan, llegamos a una encrucijada: ¿queremos realmente un Dios
así? Como Pedro, hemos sido invitados a ir a lo esencial de nuestra fe, y a
preguntarnos si existe, en nuestra vida, una posibilidad concreta de vivir sin
Cristo.
Hoy,
salimos del pantano teológico de Juan para meternos en el avispero de la concreción
de Marcos. ¿Qué será peor? Sin embargo, hay un aspecto que vincula a los dos evangelistas:
la descripción de un Jesús exigente, sí, pero que no descarta a nadie.
Hoy,
Marcos apunta directamente a una actitud ampliamente difundida en la historia
del cristianismo (y de toda religión): el legalismo y el pietismo.
Fuera
Enamorarse
es espléndido: pasión, entusiasmo, emoción, atracción ...; es una acumulación
de sentimientos que nos empuja a hacer verdaderas locuras. Los años, sin
embargo, van sopesando este impulso, van vaciando este entusiasmo y los gestos –
incluso los gestos del amante - es probable que suenen a falso.
Lo
mismo pasa con la fe: el encuentro con Dios te vuelve del revés, te cambia la vida,
te hace una persona nueva. Con entusiasmo, se descubre la oración, se celebre
la fe, se reescribe la vida moral en torno a los valores del Evangelio. Pero
los años también ponen a prueba hasta la fe más pura y, ésta se va deslizando inexorablemente
hacia el ritualismo, el formalismo y el moralismo.
Ritualismo:
cuando la celebración se convierte en una ceremonia, en una “función”
litúrgica, bonita, pero sin el calor del corazón.
Formalismo:
cuando realizamos los gestos de la fe, pero con el corazón cansado. Con tanta
fidelidad como rutina.
Moralismo:
cuando nos sentimos mejor que los demás porque respetamos las normas que,
creemos, agradan a Dios.
Jesús, hoy, como un buen profeta, desmantela todas estas actitudes farisaicas.
Fariseos
Jesús
está enojado con los fariseos, los buenos judíos, los devotos de su tiempo, los
ultras de la fe, los que se creen mejores, los que juzgan inmisericordemente a
los demás y que, en el evangelio de hoy, acusan a Jesús y sus discípulos de no
observar las escrupulosas normas rituales antes del almuerzo.
Jesús
aprovecha la provocación para enmarcar bien la situación: hipócritas, id a lo
esencial, porque es inútil observar las pequeñas y minuciosas normas cuando se
olvida la misericordia.
Para
muchos, incluso hoy, desgraciadamente, creer significa hacer algo o, mejor aún,
no hacerlo. ¿Se puede… no se puede…? La eterna pregunta legalista.
Respuesta
incorrecta. Creer es, antes de todo, conocer a una persona, a Jesús de Nazaret,
vivo y resucitado, que trastorna la vida de quien se encuentra con Él, y cambia
sus actitudes.
Jesús
lo subraya y remacha; los fariseos, en cambio, se empeñan en el cumplimiento de
pequeños rituales descuidando las enormes cosas esenciales: filtran un mosquito
y se tragan un camello.
En
la “lista de éxitos” de los pecados confesados hoy día, se encuentra la
ausencia periódica a la misa dominical, seguida de las palabrotas y el olvido
de los rezos de la mañana y de la tarde.
Esto
es preocupante. Porque entonces, la indiferencia hacia los otros, el juicio
malévolo, las pequeñas deshonestidades, la corrupción, la arrogancia, el rencor
que seca el alma, la desesperación ¿dónde quedan? Las antipatías, la violencia
verbal, las intolerancias de todo tipo, ¿de dónde nacen?
Me
diréis: ¡de los otros! ¡son los otros los que tienen la culpa! Me gustaría
creerlo…
Pecadores tristes
Mi
triste sospecha es que, una vez más, hemos enjaulado a Jesús y nuestra fe en
una serie de prescripciones rituales mínimas, dejando fuera lo esencial.
¡Pocas
veces escucho a personas que se lamenten de no amar lo suficiente, que se acusen
de celebrar la eucaristía como un deber rutinario y no como una fiesta, de
sentir remordimiento porque no están disponibles para el hermano que lo
necesita, de sufrir porque son apáticas en la carrera de la generosidad!
Todos
estamos más dispuestos a encontrar las circunstancias atenuantes de nuestro proceso,
que a llorar de alegría por la gratuidad del perdón que Dios nos ofrece.
Estamos más preocupados por el deterioro de nuestra devota imagen, que de ser
arrebatados por la medida del amor recibido en el perdón.
No,
amigos: si nuestro corazón es pequeño y hasta raquítico, no veo por qué tenemos
que forzar a Dios a adaptarse a nuestro perfil tan bajo.
No
es por afuera, sino por dentro, donde tenemos que cambiar. No haciendo gestos
que finjan una improbable conversión, sino despertando energía para que el
corazón rompa sus cierres y deje florecer la misericordia que Dios nos regala a
raudales.
Solo
un corazón que, de verdad, se encuentra con Dios puede, al final, hacer gestos
que realmente manifiesten ese encuentro con Él. Solo un corazón tocado por Dios
puede transformarse en un corazón convertido. Entonces, y solo entonces, es
cuando los gestos adquieren significado. Entonces, y solo entonces, es cuando podremos
vivir la reconciliación como una fiesta, y el perdón como un regalo.
Hay
que temer una fe que se reduzca al moralismo. Éste es el gran riesgo de nuestra
fe hoy en día. Es precisamente el moralismo lo que hace a la fe irracional e
irrelevante a las nuevas generaciones.
Cuando
decimos a un joven: “no hagas eso”, siempre contestará: “¿Por qué no?” ¿Qué hemos
de responderle? ¿Porque sí y no se discute? ¿Porque siempre ha sido así? No, eso
no sirve; eso deja las cosas peor y provoca más desaliento, y aleja más de la
fe verdadera.
La
única respuesta correcta es: “porque Jesús vino a decirnos cuál es el verdadero
rostro de Dios y también nuestro verdadero rostro; porque Jesús nos enseña a
ser auténticamente hombres y mujeres para los demás. Al hacer lo que estás
haciendo, estás dando lo peor de ti y, como si eso no fuera suficiente, no estás
consiguiendo la plenitud de la felicidad. Intenta descubrirlo leyendo el
Evangelio.”
El Señor no necesita hermosas máscaras que guarden las apariencias, sino hijos que confían en su amor; el Señor no necesita justos fariseos, sino pecadores que se dejan reconciliar en su misericordia. Así es nuestro Dios. ¡Bendito sea por los siglos!!
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