Primera Lectura: Prov 9, 1-6
Salmo Responsorial: Salmo 33
Segunda Lectura: Ef 5, 15-20
Evangelio: Jn 6, 51-58
Si
has seguido la saga de los últimos domingos (la Transfiguración aparte) y la
espesa teología de Juan que surge con el discurso de Jesús tras la
multiplicación de los panes y los peces, ya sabes -más o menos- dónde nos
encontramos.
El
milagro de Jesús resultó un fracaso; la multitud, en lugar de captar el sentido
profundo de aquel signo, que no era otro que implicarse para atajar los
problemas y el hambre de justicia de la humanidad, entendió justamente lo
contrario: aquí hay alguien que nos llena la barriga, por fin tenemos un Dios
que resuelve nuestros problemas.
Esta
inesperada reacción es el punto de partida del audaz discurso de un Jesús decepcionado
y desanimado: el hambre que hay que saciar es otra, más profunda y difícil, el
hambre del corazón que sólo Dios puede saciar; no cualquier dios, sino el Dios
que Jesús viene a revelar. En la búsqueda de la vida verdadera, la llamada vida
eterna, Jesús propone un pan, el pan del camino, como el pan que ayudó a Elías
a superar el desierto y su propia frustración. Un pan que es él mismo.
Hoy,
sorprendentemente, Jesús habla de un pan para comer, un pan que es su
presencia.
Podemos
imaginar la mirada atónita de la inmensa multitud de (ex) fanáticos de Jesús
que, bien saciados tras el milagro de los panes y los peces, ahora se ven
llamados a experimentar una forma de canibalismo inaceptable e incomprensible.
A
nosotros, hoy, nos parece todo muy claro. Jesús parte el pan repartido para
hablar de otro pan que él dará y que es su carne para ser comida y así morar en
él. ¿Cómo no pensar en la Última Cena? ¿Cómo no oír en estas palabras el eco
del “haced esto en memoria mía” pronunciado por el Maestro antes de ser ejecutado?
Jesús
dice que comer el pan que él dará nos hace semejantes a él, produce una “cristificación”,
un cambio en nosotros. Es lo que creemos los cristianos. Nos asombra, nos cuesta,
nos llena de dudas, pero lo creemos. Confiamos en Jesús, en sus palabras y en
sus gestos.
Hoy,
Jesús habla de lo que hacemos cada domingo y cada vez que celebramos la
eucaristía en nuestras comunidades, con cansancio la mayoría de las veces.
¿Lo creemos? ¿Creemos que, gracias a la oración de la comunidad, al don del Espíritu y a la imposición de las manos de un sacerdote (a menudo inconsciente del poder que tiene) Jesús se hace alimento en el camino?
Jesús
habla de este don sencillo y tremendo, alegre y duro, que nos obliga a una
respuesta de fe, que saca de quicio a nuestras costumbres y rutinas. Cada vez
que nos reunimos en eucaristía, nos reunimos para repetir la cena, un gesto de
afecto cálido y de obediencia al Maestro; nos alimentamos del pan de la Palabra
y del pan eucarístico, guardamos este pan en nuestras iglesias para nuestros
enfermos y para señalar una presencia viva del Señor en el caos anónimo de
nuestras ciudades.
Por
eso estamos aquí, por eso nos reunimos, porque tenemos hambre, porque
necesitamos urgentemente llenar nuestro corazón, iluminar nuestro camino, creer
por fin, confiar sin ambigüedades y sin reticencias. Creamos, hermanos, creamos
con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma. Confiemos. Confiemos en el
Señor.
Jesús
nos revela un misterio. No sólo el alimentarnos de él alimenta nuestro corazón,
no sólo nos da la verdadera vida = la vida eterna, sino que el alimentarnos de
él conscientemente nos lleva a vivir para él.
Lo
vemos si miramos al interior de nuestra propia vida: cuanto más frecuentamos el
Evangelio y al Maestro Jesús, más nos fascina, más nos enamoramos de él, más
aprendemos a conocernos a nosotros mismos y a los demás.
Por eso San Pablo puede decir que el encuentro con el Señor te cambia la vida, te cambia por dentro. Tras ese encuentro ya no hacemos las cosas que hacíamos antes. Las hacemos por elección y con alegría, no por un hipotético moralismo que bloquea nuestros impulsos y castra nuestras posibilidades, sino por una profunda conversión que comienza por el encuentro con Cristo y que dura toda la vida. Así, el libro de los Proverbios nos invita al banquete de Dios, a comer juntos, adquiriendo sabiduría e inteligencia, la inteligencia que nos permite leer nuestra vida s través de los ojos de Dios.
Fin
del discurso, fin de la provocación.
Nosotros
Ahora
pasemos a los hechos y profundicemos. ¿Qué es la Eucaristía en nuestra vida?
Tienen
razón los que dicen que nuestras misas son cansadas, poco emocionantes, que son
demasiado rituales y externas, que no nos conocemos y que las vivimos con una
sensación de rutina y aburrimiento.
Es
cierto (¡y lo digo con mucha pena!) que en la comunidad eclesial nos nos falta
asombro en las celebraciones. ¿Por qué no empezar con nosotros? ¿Por qué no
hacer de esa cena del Señor el corazón de la semana, el estímulo de la vida?
¿Por
qué no nos atrevemos a hacer más? Sin excesos, sin formalismos ni
improvisaciones, ¿por qué no retomar la Eucaristía como propia, utilizando nuevos
lenguajes, amando y preparando los gestos que hacemos, con alegría y serenidad?
Escuchémonos
a nosotros mismos, sacerdotes, mientras predicamos. ¡Cuánta rabia se siente en
nuestras palabras, cuánta frustración, cuánta teología incomprensible! Con
humildad, escuchemos a nuestro pueblo y comprendamos lo que los fieles viven
hoy, cuestionémonos como discípulos, porque sólo hay un Maestro, Cristo. Seamos
portadores de una buena noticia!
Hagamos
de nuestra Eucaristía una obra maestra de autenticidad y de fe, de belleza y de
alabanza, para que nadie deje de participar en este misterio del amor.
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