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sábado, 17 de agosto de 2024

DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

 

Primera Lectura: Prov 9, 1-6
Salmo Responsorial: Salmo 33
Segunda Lectura: Ef 5, 15-20
Evangelio: Jn 6, 51-58

 Si uno no está acostumbrado a las alturas: abróchese el cinturón; precaución: peligro de mareo… Y de conversión.

Si has seguido la saga de los últimos domingos (la Transfiguración aparte) y la espesa teología de Juan que surge con el discurso de Jesús tras la multiplicación de los panes y los peces, ya sabes -más o menos- dónde nos encontramos.

El milagro de Jesús resultó un fracaso; la multitud, en lugar de captar el sentido profundo de aquel signo, que no era otro que implicarse para atajar los problemas y el hambre de justicia de la humanidad, entendió justamente lo contrario: aquí hay alguien que nos llena la barriga, por fin tenemos un Dios que resuelve nuestros problemas.

Esta inesperada reacción es el punto de partida del audaz discurso de un Jesús decepcionado y desanimado: el hambre que hay que saciar es otra, más profunda y difícil, el hambre del corazón que sólo Dios puede saciar; no cualquier dios, sino el Dios que Jesús viene a revelar. En la búsqueda de la vida verdadera, la llamada vida eterna, Jesús propone un pan, el pan del camino, como el pan que ayudó a Elías a superar el desierto y su propia frustración. Un pan que es él mismo.

 La presencia

Hoy, sorprendentemente, Jesús habla de un pan para comer, un pan que es su presencia.

Podemos imaginar la mirada atónita de la inmensa multitud de (ex) fanáticos de Jesús que, bien saciados tras el milagro de los panes y los peces, ahora se ven llamados a experimentar una forma de canibalismo inaceptable e incomprensible.

A nosotros, hoy, nos parece todo muy claro. Jesús parte el pan repartido para hablar de otro pan que él dará y que es su carne para ser comida y así morar en él. ¿Cómo no pensar en la Última Cena? ¿Cómo no oír en estas palabras el eco del “haced esto en memoria mía” pronunciado por el Maestro antes de ser ejecutado?

Jesús dice que comer el pan que él dará nos hace semejantes a él, produce una “cristificación”, un cambio en nosotros. Es lo que creemos los cristianos. Nos asombra, nos cuesta, nos llena de dudas, pero lo creemos. Confiamos en Jesús, en sus palabras y en sus gestos.

 Eucaristías

Hoy, Jesús habla de lo que hacemos cada domingo y cada vez que celebramos la eucaristía en nuestras comunidades, con cansancio la mayoría de las veces.

¿Lo creemos? ¿Creemos que, gracias a la oración de la comunidad, al don del Espíritu y a la imposición de las manos de un sacerdote (a menudo inconsciente del poder que tiene) Jesús se hace alimento en el camino?

Jesús habla de este don sencillo y tremendo, alegre y duro, que nos obliga a una respuesta de fe, que saca de quicio a nuestras costumbres y rutinas. Cada vez que nos reunimos en eucaristía, nos reunimos para repetir la cena, un gesto de afecto cálido y de obediencia al Maestro; nos alimentamos del pan de la Palabra y del pan eucarístico, guardamos este pan en nuestras iglesias para nuestros enfermos y para señalar una presencia viva del Señor en el caos anónimo de nuestras ciudades.

Por eso estamos aquí, por eso nos reunimos, porque tenemos hambre, porque necesitamos urgentemente llenar nuestro corazón, iluminar nuestro camino, creer por fin, confiar sin ambigüedades y sin reticencias. Creamos, hermanos, creamos con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma. Confiemos. Confiemos en el Señor.

Jesús nos revela un misterio. No sólo el alimentarnos de él alimenta nuestro corazón, no sólo nos da la verdadera vida = la vida eterna, sino que el alimentarnos de él conscientemente nos lleva a vivir para él.

Lo vemos si miramos al interior de nuestra propia vida: cuanto más frecuentamos el Evangelio y al Maestro Jesús, más nos fascina, más nos enamoramos de él, más aprendemos a conocernos a nosotros mismos y a los demás.

Por eso San Pablo puede decir que el encuentro con el Señor te cambia la vida, te cambia por dentro. Tras ese encuentro ya no hacemos las cosas que hacíamos antes. Las hacemos por elección y con alegría, no por un hipotético moralismo que bloquea nuestros impulsos y castra nuestras posibilidades, sino por una profunda conversión que comienza por el encuentro con Cristo y que dura toda la vida. Así, el libro de los Proverbios nos invita al banquete de Dios, a comer juntos, adquiriendo sabiduría e inteligencia, la inteligencia que nos permite leer nuestra vida s través de los ojos de Dios.

Fin del discurso, fin de la provocación.

Nosotros

Ahora pasemos a los hechos y profundicemos. ¿Qué es la Eucaristía en nuestra vida?

Tienen razón los que dicen que nuestras misas son cansadas, poco emocionantes, que son demasiado rituales y externas, que no nos conocemos y que las vivimos con una sensación de rutina y aburrimiento.

Es cierto (¡y lo digo con mucha pena!) que en la comunidad eclesial nos nos falta asombro en las celebraciones. ¿Por qué no empezar con nosotros? ¿Por qué no hacer de esa cena del Señor el corazón de la semana, el estímulo de la vida?

¿Por qué no nos atrevemos a hacer más? Sin excesos, sin formalismos ni improvisaciones, ¿por qué no retomar la Eucaristía como propia, utilizando nuevos lenguajes, amando y preparando los gestos que hacemos, con alegría y serenidad?

Escuchémonos a nosotros mismos, sacerdotes, mientras predicamos. ¡Cuánta rabia se siente en nuestras palabras, cuánta frustración, cuánta teología incomprensible! Con humildad, escuchemos a nuestro pueblo y comprendamos lo que los fieles viven hoy, cuestionémonos como discípulos, porque sólo hay un Maestro, Cristo. Seamos portadores de una buena noticia!

Hagamos de nuestra Eucaristía una obra maestra de autenticidad y de fe, de belleza y de alabanza, para que nadie deje de participar en este misterio del amor.

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