Primera Lectura: Jos 24,1-2.15-18
Salmo Responsorial: Salmo33
Segunda Lectura: Ef 5,21-32
Evangelio: Jn 6, 60-69
El
milagro de la multiplicación de los panes y los peces, el más llamativo, el más
extraordinario, marca paradójicamente el principio del fin de Jesús.
El
largo y complejo discurso que hemos ido leyendo durante el último mes ha
llegado a su fin; el juicio de la multitud sobre Jesús ha cambiado
completamente: de ser un gran predicador y profeta, un sanador y taumaturgo
capaz de movilizar a cinco mil familias para que le escuchen, ahora Jesús es
tomado por un visionario y un loco que se entretiene en discursos
incomprensibles e inaceptables.
Es
lo que los exegetas llaman la “crisis de Galilea”, cuando la predicación de
Jesús parece irse desmoronando.
Mientras
Dios nos obedezca y nos satisfaga, lo seguimos; cuando es exigente y pide una adhesión
a su persona, lo abandonamos. Hasta los propios apóstoles, consternados, ya no
saben qué pensar de su imprevisible rabino.
Pan sangrante
Veíamos
el domingo pasado cómo Jesús tocó fondo y pidió a la multitud que se saciara
con su carne, que calmara la sed con su sangre. Cristo ya tenía en mente lo que
iba a ser su último regalo, la Eucaristía.
Es
estremecedora esta decisión que deja al público horrorizado. Jesús, en lugar de
irse, de tirar la toalla, piensa en un gesto aún más radical. Ve en el
horizonte la incomprensión que se va convirtiendo en odio y violencia, y acepta
el reto: él llegará hasta el final, entregará cada fibra, cada gota de su sangre
al proyecto de Dios.
El
panorama es desolador, es el amanecer de una incomprensión que llevará a Jesús hasta
el Gólgota.
Si
miramos bien, ¿no es ésta, en síntesis, la historia de la humanidad? ¿No es
esto la metáfora y la parábola de nuestra vida espiritual?
Mientras
Jesús alimenta a las multitudes es idolatrado, cuando habla del misterio de Dios
es abandonado.
Mientras Dios responde a nuestras necesidades y demandas, Él es grande, cuando, en nuestra opinión, esto ya no sucede: lo negamos y rechazamos.
¡Es
el drama de un Dios que pide nuestra adhesión y nuestra colaboración para
llevar a cabo su obra!
El
drama inédito de un Dios que, haciéndose carne y compasión, es ignorado porque
nos resulta más comprensible y deseable un Dios intangible, etéreo y hasta
odioso en su aséptica e incomprensible divinidad.
Convertirse en adultos
Sin
embargo, en este rechazo se juega toda nuestra existencia. Es la trágica
aventura de la persona que pierde la oportunidad de hacerse adulta y que fuerza
a Dios a elegir el sacrificio de la cruz como signo inequívoco de la medida de
su amor.
Es
en esta situación en la que, Jesús, endurecido, impactado y asombrado, se
dirige a los apóstoles. Porque no esperaba semejante reacción de la multitud a
la que amaba con ternura. Tal vez pensó (¡ingenuo de Dios!) que podía convertir
los corazones sólo con palabras y una tierna mirada.
La
pregunta, inquietante y afilada como una cuchilla, se dirige no sólo a los discípulos
y apóstoles, sino a cada uno de nosotros: “¿Tú también quieres irte?”.
El
Señor no halaga a los consternados seguidores, no se retracta de ninguna de sus
palabras, no pide apoyo ni caricias ni consuelo. A Jesús le importa más el Reino
de Dios y su justicia que el estar acompañado, le importa más la verdad que los
aplausos. “¿Tú también quieres irte?
Nuestro
Maestro y Señor es libre, no busca una gran audienacia, ni desea discípulos a
toda costa. Jesús sabe lo ambigua que puede llegar a ser una relación
espiritual, y sabe cómo el discipulado puede llegar a cortar las alas del
discípulo en vez de hacer crecer a la persona.
Jesús
sabe que el objetivo de todo discípulo es volar (Iglesia en salida, que diría el
Papa Francisco), no marchitarse a los pies del Maestro. Sabe que todo Maestro
sólo tiene un deseo: que el discípulo se vuelva autónomo en su seguimiento.
Y
ahí está la pregunta: ¿quieres irte? Se acabó el cosquilleo espiritual.
Ante
las dificultades, pequeñas o grandes, ¿quieres dejarlo todo y volver a tu
pequeño mundo de tibias certezas? ¿Quieres renunciar al sueño de Dios?
Hazlo,
porque eres libre, extraordinaria y dramáticamente libre de creer o de huir, de
abrirte de par en par, o de cerrarte sin horizontes.
El
amor de Dios nos deja libres y llega a pedirnos a nosotros, criaturas frágiles
e inconstantes, que nos adhiramos libremente a su plan de vida y salvación.
Pedro
Pedro,
el gran Pedro, responde en nombre de todos.
Él,
que dejó que la Palabra lo socavase y lo cambiara, Pedro tan parecido a
nosotros, el Pedro de las redes y olor a pescado, de duros callos en las manos,
de afiladas arrugas surcando su rostro de pescador. Él, un hombre de fatigas y
de noches sin dormir en las que se pasaba echando las redes en el árido lago
Tiberíades.
Él,
tan parecido a nosotros, tan impetuoso, tan frágil, tan instintivo, tan rudo. Él
como nosotros, y sin embargo elegido para confirmar la fe de sus hermanos.
Pedro
que probará tanto la embriaguez del entusiasmo y del compartir su vida con el
Maestro como la amarga derrota de la negación. Pedro, lleno de pecado como
nosotros, pero tan dispuesto a dejarse impactar por la mirada de su Señor que
sube a la cruz.
Y
Pedro llorando. ¡Bendito llanto que revela el abismo de ternura y humanidad que
esconde este humilde pescador!
A
este Pedro se nos ha dado como pastor. No el perfecto Juan, discípulo al que
Jesús amaba, guardián de la Madre, presente en la cruz y gran místico. No, Juan
era demasiado grande y perfecto para ser similar a nosotros.
Necesitábamos
a Pedro, a uno como nosotros, que midiera su fatiga cada día y que contara con sus
límites sin avergonzarse.
Ahora
es Pedro el que responde, no muy convencido y tal vez un poco amargado, como
los otros once, con muchos interrogantes sobre el fracaso de un futuro
mesiánico brillante, un poco preocupado por un mañana que ahora se presenta incierto,
perplejo por este Maestro demasiado exigente, demasiado grande, demasiado en todo...
Su
respuesta es como un volcán que descarga su fuerza, como un viento que derriba
los bosques, su respuesta es una columna que sostiene nuestra fragilidad: “¿A
quién vamos a ir, Señor?”
¿Dónde
podemos encontrar tanta serenidad, tanta verdad, tanto bien, tanta luz, tanto
silencio? ¿Dónde, Dios santo, podemos encontrar algo o alguien que sea igual a
ti? ¿Dónde, amigo de los hombres, podemos encontrar compasión y futuro? ¿Dónde
podemos respirar la embriaguez de Dios?
Nos
desconciertas, Señor, nos desafías, es difícil convertir nuestros corazones a
tu ternura y a tu luz, pero nuestras vidas ahora están marcadas a fuego.
Nos
has seducido. ¿Dónde quieres que vayamos, Señor?
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