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sábado, 21 de agosto de 2021

DOMINGO 21º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera Lectura: Jos 24,1-2.15-18

Salmo Responsorial: Salmo33

Segunda Lectura: Ef 5,21-32

Evangelio: Jn 6, 60-69


El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, el más llamativo, el más extraordinario, marca paradójicamente el principio del fin de Jesús.

El largo y complejo discurso que hemos ido leyendo en el último mes ha llegado a su fin; el juicio de la multitud sobre Jesús ha cambiado completamente: de ser un gran predicador y profeta, un sanador y taumaturgo capaz de mover a cinco mil familias para que le escuchen, ahora Jesús es tomado por un visionario y un loco que se entretiene en discursos incomprensibles e inaceptables.

Es la llamada por los exegetas la “crisis de Galilea”, cuando la predicación de Jesús parece irse desmoronando.

Mientras Dios nos obedezca y satisfaga, le seguimos; cuando es exigente y pide una adhesión, le abandonamos. Hasta los propios apóstoles, consternados, ya no saben qué pensar de su imprevisible rabino.

Pan sangrante

Veíamos el domingo pasado cómo Jesús tocó fondo y pidió a la multitud que se saciara con su carne, que calmara la sed con su sangre. Cristo ya tenía en mente su último regalo, la Eucaristía.

Es estremecedora esta decisión que deja al público horrorizado. Jesús, en lugar de irse, de tirar la toalla, piensa en un gesto aún más radical. Ve en el horizonte la incomprensión que se convierte en odio y violencia, y acepta el reto: llegará hasta el final, entregará cada fibra, cada gota de su sangre al proyecto de Dios.

El panorama es desolador, es el amanecer de la incomprensión que llevará a Jesús al Gólgota.

¿No es ésta, en síntesis, la historia de la humanidad? ¿No es esto la metáfora y la parábola de nuestra vida espiritual?

Mientras Jesús alimenta a las multitudes es idolatrado, cuando habla del misterio de Dios es abandonado.

Mientras Dios responde a nuestras necesidades y demandas, Él es grande, cuando, en nuestra opinión, esto ya no sucede: lo negamos y rechazamos.

¡Es el drama de un Dios que pide nuestra adhesión para llevar a cabo su obra!

El drama inédito de un Dios que, haciéndose carne y compasión, es ignorado porque nos resulta más comprensible un Dios intangible y hasta odioso en su aséptica e incomprensible divinidad.

Convertirse en adultos

En este rechazo se juega toda nuestra existencia. Es la trágica aventura de la persona que pierde la oportunidad de hacerse adulta y que fuerza a Dios a elegir el sacrificio de la cruz como signo inequívoco de la medida de su amor.

Es en esta situación en la que, Jesús, endurecido, impactado y asombrado, se dirige a los apóstoles. Porque no esperaba semejante reacción de la multitud a la que amaba con ternura. Tal vez pensó (¡ingenuo de Dios!) que podía convertir los corazones con palabras y una tierna mirada.

La pregunta, inquietante y afilada como una cuchilla, se dirige no sólo a los apóstoles, sino a cada uno de nosotros: “¿Tú también quieres irte?”.

El Señor no halaga a los consternados apóstoles, no se retracta de ninguna de sus palabras, no pide apoyo ni caricias ni consuelo. A Jesús le importa más el Reino de Dios que el estar acompañado, le importa más la verdad que los aplausos. “¿Tú también quieres irte?

Nuestro Maestro es libre, no busca una gran audienacia, ni desea discípulos a toda costa. Jesús sabe lo ambigua que puede llegar a ser una relación espiritual, y sabe cómo el discipulado puede llegar a cortar las alas en vez de hacer crecer al discípulo.

Sabe que el objetivo de todo discípulo es volar (Iglesia en salida, que dice el Papa Francisco), no marchitarse a los pies del Maestro. Sabe que todo Maestro sólo tiene un deseo: que el discípulo se vuelva autónomo.

¿Quieres irte?

Y ahí está la pregunta: ¿quieres irte? Se acabó el cosquilleo espiritual.

Ante las dificultades, pequeñas o grandes, ¿quieres dejarlo todo y volver a tu pequeño mundo de tibias certezas? ¿Quieres renunciar al sueño de Dios?

Hazlo, porque eres libre, extraordinaria y dramáticamente libre de creer o de huir, de abrirte de par en par, o de cerrarte sin horizontes.

El amor de Dios nos deja libres y llega a pedirnos a nosotros, criaturas frágiles e inconstantes, que nos adhiramos libremente a su plan de vida y salvación.

Pedro

Pedro, el gran Pedro, responde en nombre de todos.

Él, que dejó que la Palabra lo socavase y lo cambiara, Pedro tan parecido a nosotros, el Pedro de las redes y olor a pescado, de duros callos en las manos, de afiladas arrugas surcando su rostro de pescador. Él, un hombre de fatigas y de noches sin dormir que se pasaba echando redes en el árido lago Tiberíades.

Él, tan parecido a nosotros, tan impetuoso, tan frágil, tan instintivo, tan rudo. Él como nosotros, y sin embargo elegido para confirmar la fe de sus hermanos.

Pedro que probará tanto la embriaguez del entusiasmo y del compartir con el Maestro como la amarga derrota de la negación. Pedro, lleno de pecado como nosotros, pero tan dispuesto a dejarse impactar por la mirada de su Señor que sube a la cruz.

Y Pedro llorando. ¡Bendito llanto que revela el abismo de ternura y humanidad que esconde este humilde pescador!

A este Pedro se nos ha dado como pastor. No el perfecto Juan, discípulo al que Jesús amaba, guardián de la Madre, presente en la cruz y gran místico. No, Juan era demasiado grande y perfecto para ser similar a nosotros.

Necesitábamos a Pedro, a uno como nosotros, que midiera su fatiga cada día y que contara con sus límites sin avergonzarse.

Ahora es Pedro el que responde, no muy convencido y tal vez un poco amargado, como los otros once, con muchos interrogantes sobre el fracaso de un futuro mesiánico brillante, un poco preocupado por un mañana que ahora se presenta incierto, perplejo por este Maestro demasiado exigente, demasiado grande, demasiado en todo...

Su respuesta es como un volcán que descarga su fuerza, como un viento que derriba los bosques, su respuesta es una columna que sostiene nuestra fragilidad: “¿A quién vamos a ir, Señor?”

¿A dónde quieres que vayamos ahora, Señor?

¿Dónde podemos encontrar tanta serenidad, tanta verdad, tanto bien, tanta luz, tanto silencio? ¿Dónde, Dios santo, podemos encontrar algo o alguien que sea igual a ti? ¿Dónde, amigo de los hombres, podemos encontrar compasión y futuro? ¿Dónde podemos respirar la embriaguez de Dios?

Nos desconciertas, Señor, nos desafías, es difícil convertir nuestros corazones a tu ternura y a tu luz, pero ahora nuestras vidas están ahora marcadas a fuego.

Nos has seducido. ¿Dónde quieres que vayamos, Señor?

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