Primera Lectura: 1Re 19,4-8
Salmo Responsorial: Salmo33
Segunda Lectura: Ef 4, 30 – 5, 2
Evangelio: Jn 6, 41-51
Jesús,
después de haber multiplicado el pan, se inquieta por la reacción de la
multitud que, sin haber entendido nada, quiere hacerle rey. Con su gesto quiso
invitar a los discípulos a implicarse, a dar de sí ante los problemas; la gente
entendió, por el contrario, que Dios resolvería definitivamente sus
dificultades. La multitud corre tras Jesús y lo alcanza. El Maestro comienza un
discurso amargo y crudo en el que acusa a la gente de buscarlo por la saciedad,
no por el hambre de verdad y de vida...
Incomprensiones
Jesús
afirma ser el único capaz de satisfacer el hambre de nuestro corazón, un hambre
que no se puede satisfacer haciendo cosas sino creyendo que Jesús es el enviado
del Padre. El discurso que tiene lugar entre la multitud alimentada, y cada vez
más exaltada, con el rabino de Nazaret es desafiante; un discurso que puede
cuestionar nuestra fe y permitirnos dedicar un tiempo de las vacaciones a
nuestra vida interior.
La
gente está perpleja ante un Maestro que huye de la notoriedad, que se molesta
porque la multitud no ha entendido el milagro, porque sólo quiere tener la
barriga llena (¿quién puede culparles?). Pero es mejor una búsqueda de otro
tipo de saciedad, no basada en el hacer sino en el creer; es mejor no pedir
señales… pero esto ya es excesivo. ¿Quién se ha creído éste? ¿El carpintero de
Nazaret va a ser capaz de llenar nuestros corazones? ¿El hijo del bueno de
José? ¡Esto ya es realmente excesivo!
Esta
situación hace sonreír un poco amargamente, porque a Jesús se le acusa de ser
poco “religioso”, poco carismático, poco mesiánico.
Todos
tenemos una idea de Dios poderoso, glorioso, musculoso e intervencionista.
Jesús de Nazaret, en cambio, desconcierta por su normalidad, tan banal en su
apariencia. Así es Dios, siempre diferente de lo que podríamos esperar.
Queremos milagros, y él se esconde en lo cotidiano, le pedimos no sufrir, y él sufre con nosotros, le acusamos del dolor de los inocentes, y él nos pide que compartamos ese dolor.
Llamados por el Padre
La
gente murmura, se opone a lo que está oyendo, se queda cortada.
Pero
Jesús nos pide que no murmuremos, sino que nos cuestionemos las situaciones de
la vida.
Es
lo que nos pasa: cada vez que ocurre algo que amenaza con ponernos en tela de
juicio, buscamos a alguien que nos dé la razón, murmuramos para confirmar nuestras
objeciones y así salir reforzados en nuestras propias convicciones. Incluso ocurre
en el campo de la fe: nos arriesgamos a interpretar a Dios, a discutir la
experiencia de la comunidad…
Jesús
tiene razón: evitemos la murmuración, confiemos de una vez en los demás, dejemos
de comportarnos infantilmente, poniendo objeciones a Dios porque lo que pide es
difícil, arriesgado o comprometido...
El
problema es que si Jesús tiene razón, entonces sí que debo rendirme a la
evidencia porque sólo él puede llenar mi corazón, sólo él y nada más que él.
Así que más vale que despertemos y dejemos de poner agua en cisternas
agrietadas...
Jesús dice que sólo podemos ir a él si somos atraídos por el Padre. Es una experiencia muy común: cuando sentimos en nuestro interior el deseo de Absoluto e infinito, después de haber buscado, y nos abrimos a la maravilla de Dios, nos damos cuenta de que ha sido precisamente el Señor el que ha seducido nuestro corazón, quien ha despertado el deseo de buscarlo.
¿Qué
Dios?
Jesús
es contundente: nadie ha visto a Dios, sino sólo él.
El
Dios en quien creo, ¿qué Dios es? ¿Es el Dios de Jesús o un Dios que más o
menos me han enseñado y que, por pereza, nunca me he molestado en verificar?
Después de dos mil años, francamente, hay más gente con una idea aproximada de
Dios que gente que haya conocido realmente al Dios de Jesús.
Jesús
habla de Dios con verdad porque es la presencia misma de Dios, porque él y el
Padre son uno. Confiemos, pues, perdamos el tiempo de una vez con el Evangelio
para conocer al Dios de nuestro Señor Jesús.
La vida
Jesús
nos dice que el que cree tiene vida eterna. Tiene vida eterna, no “tendrá”.
La vida eterna no es una especie de liquidación que acumulo con mis méritos y
que disfrutaré al final de mi vida. La vida eterna ya ha comenzado porque creer
significa adquirir una nueva visión de mí mismo, de las cosas, de los demás, de
la historia.
Es
cierto, amigos, muy cierto. Haber abrazado el Evangelio, entregarse a Dios,
coincide con una vida nueva que continúa, con una vida que -sin dejar de estar
ligada a los límites del ser- tiene matices de eternidad, tiene visiones de
profundidad y de amor impensables.
Jesús
no quiere nuestra frustración, ni nos impone una religiosidad sombría o
reaccionaria. Jesús ofrece una vida diferente, verdadera, justa, llena de
destellos de luz; sólo hay que confiar, acallar las murmuraciones y objeciones
y entregarse.
Llegar
a ser personas nuevas, como dice Pablo en la segunda lectura, personas que
imitan a Jesús, que optan radicalmente por el don de sí mismas con equilibrio y
alegría.
En
este viaje de sol a sol, Dios nos da un alimento para sostenernos, un pan para
el camino similar al de Elías, abrumado por la violencia contra él, por la ira
de la reina Jezabel, y por sus propias decisiones que ahora siente que fueron
equivocadas. Elías quiere morir, y Dios le anima y alimenta: con ese pan
cruzará el desierto de la vida para llegar al monte de Dios, el Horeb. La
Eucaristía que celebramos cada domingo es ese pan del camino que nos ayuda a
cruzar el desierto, que nos ayuda a superar el desánimo, que nos llena el
corazón. Sin embargo, también en este caso necesitamos convertirnos, confiar,
creer y celebrar.
Que
nuestras eucaristías se conviertan en encuentros, que sean alegría y oración,
que se conviertan en estaciones de servicio en el camino hacia el reino
definitivo, que sean verdaderos momentos de encuentro con la eternidad, es
decir, con la plenitud ya en nuestro camino de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.