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sábado, 7 de agosto de 2021

DOMINGO 19º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

 


Primera Lectura: 1Re 19,4-8

Salmo Responsorial: Salmo33

Segunda Lectura: Ef 4, 30 – 5, 2

Evangelio: Jn 6, 41-51

 

Jesús, después de haber multiplicado el pan, se inquieta por la reacción de la multitud que, sin haber entendido nada, quiere hacerle rey. Con su gesto quiso invitar a los discípulos a implicarse, a dar de sí ante los problemas; la gente entendió, por el contrario, que Dios resolvería definitivamente sus dificultades. La multitud corre tras Jesús y lo alcanza. El Maestro comienza un discurso amargo y crudo en el que acusa a la gente de buscarlo por la saciedad, no por el hambre de verdad y de vida...

Incomprensiones

Jesús afirma ser el único capaz de satisfacer el hambre de nuestro corazón, un hambre que no se puede satisfacer haciendo cosas sino creyendo que Jesús es el enviado del Padre. El discurso que tiene lugar entre la multitud alimentada, y cada vez más exaltada, con el rabino de Nazaret es desafiante; un discurso que puede cuestionar nuestra fe y permitirnos dedicar un tiempo de las vacaciones a nuestra vida interior.

La gente está perpleja ante un Maestro que huye de la notoriedad, que se molesta porque la multitud no ha entendido el milagro porque sólo quiere tener la barriga llena (¿quién puede culparles?). Está bien una búsqueda de otro tipo de saciedad, no basada en el hacer sino en el creer; está bien no pedir señales… pero esto ya es excesivo ¿quién se cree que es? ¿El carpintero de Nazaret va a ser capaz de llenar nuestros corazones? ¿El hijo del bueno de José? ¡Esto ya es realmente excesivo!

Esto hace sonreír amargamente, porque a Jesús se le acusa de ser poco “religioso”, poco carismático, poco mesiánico. Todos tenemos una idea de Dios poderoso, glorioso, musculoso e intervencionista. Jesús de Nazaret, en cambio, desconcierta por su normalidad, tan banal en su apariencia. Así es Dios, siempre diferente de lo que podríamos esperar.

Queremos milagros, y él se esconde en lo cotidiano, le pedimos que no suframos, y él sufre con nosotros, le acusamos del dolor de los inocentes, y él nos pide que compartamos ese dolor.

Llamados por el Padre

La gente murmura, se opone a lo que está oyendo, se queda cortada.

Pero Jesús nos pide que no murmuremos, sino que nos cuestionemos.

Es lo que nos pasa: cada vez que ocurre algo que amenaza con ponernos en tela de juicio, buscamos a alguien que nos dé la razón, murmuramos para confirmar nuestras objeciones y así salir reforzados en nuestras convicciones. Incluso ocurre en el campo de la fe: nos arriesgamos a interpretar a Dios, a cuestionar la experiencia de la comunidad…

Jesús tiene razón: evitemos la murmuración, confiemos de una vez en los demás, dejemos de comportarnos infantilmente, poniendo objeciones a Dios porque lo que pide es difícil, arriesgado, comprometido...

El problema es que si Jesús tiene razón, entonces sí que debo rendirme a la evidencia porque sólo él puede llenar mi corazón, sólo él y nada más que él. Así que más vale que despertemos y dejemos de poner agua en cisternas agrietadas...

Jesús dice que sólo podemos ir a él si somos atraídos por el Padre. Es una experiencia muy común: cuando sentimos en nuestro interior el deseo de Absoluto y, después de haber buscado, nos abrimos a la maravilla de Dios, nos damos cuenta de que es precisamente el Señor quien ha seducido nuestro corazón, quien ha despertado el deseo de buscarlo.

¿Qué Dios?

Jesús es contundente: nadie ha visto a Dios, sino sólo él.

El Dios en quien creo, ¿qué Dios es? ¿El Dios de Jesús o un Dios que más o menos me han enseñado y que, por pereza, nunca me he molestado en verificar? Después de dos mil años, francamente, hay más gente con una idea aproximada de Dios que gente que haya conocido realmente al Dios de Jesús.

Jesús habla de Dios con verdad porque es la presencia misma de Dios, porque él y el Padre son uno. Confiemos, pues, perdamos el tiempo de una vez con el Evangelio para conocer al Dios de nuestro Señor Jesús.

La vida

Jesús nos dice que el que cree tiene vida eterna. Tiene vida eterna, no “tendrá”. La vida eterna no es una especie de liquidación que acumulo con mis méritos y que disfrutaré al final de mi vida. La vida eterna ya ha comenzado, creer significa adquirir una nueva visión de mí mismo, de las cosas, de los demás, de la historia.

Cierto, amigos, muy cierto. Haber abrazado el Evangelio, entregarse a Dios, coincide con una vida nueva que continúa, con una vida que -sin dejar de estar ligada a los límites del ser- tiene matices de eternidad, tiene visiones de profundidad y de amor impensables.

Jesús no quiere nuestra frustración, ni nos impone una religiosidad sombría o reaccionaria. Jesús ofrece una vida diferente, verdadera, justa, llena de destellos de luz; sólo hay que confiar, acallar las murmuraciones y objeciones y entregarse.

Llegar a ser personas nuevas, como dice Pablo en la segunda lectura, personas que imitan a Jesús, que optan radicalmente por el don de sí mismas con equilibrio y alegría.

En este viaje de sol a sol, Dios nos da un alimento para sostenernos, un pan para el camino similar al de Elías, abrumado por la violencia contra él, por la ira de la reina Jezabel, y por sus propias decisiones que ahora siente que fueron equivocadas. Elías quiere morir, y Dios le anima y alimenta: con ese pan cruzará el desierto de la vida para llegar al monte de Dios, el Horeb. La Eucaristía que celebramos cada domingo es ese pan del camino que nos ayuda a cruzar el desierto, que nos ayuda a superar el desánimo, que nos llena el corazón. Sin embargo, también en este caso necesitamos convertirnos, confiar, creer y celebrar.

Que nuestras eucaristías se conviertan en encuentros, que sean alegría y oración, que se conviertan en estaciones de servicio en el camino hacia el reino definitivo, que sean verdaderos momentos de encuentro con la eternidad, es decir, con la plenitud ya en nuestro camino de la vida.

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