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sábado, 28 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO (29 de junio)


Primera lectura: Hch 12,1-11
Salmo Responsorial: Salmo33
Segunda lectura: 2 Tim 4,6-8.17-18
Evangelio: Mt 16, 13-19


Hay aspectos de la Iglesia que resultan difíciles de vivir y comprender, incluso para quienes formamos parte activa de ella y la amamos como el sueño de Dios que es. Sin embargo, hay otros que nos llenan de alegría cada vez que los contemplamos. La fiesta que hoy celebramos es precisamente una de esas sorpresas desbordantes que nos hacen felices y orgullosos de ser cristianos en la Iglesia católica. 

Hoy honramos a los santos Pedro y Pablo. Celebramos su trayectoria, su fe y su lucha. Para redescubrirlos en toda su plenitud, debemos sacarlos de los nichos en los que a veces los encasillamos y atrevernos a verlos como personas normales que tuvieron la gracia de encontrarse con Dios. Por eso se parecen tanto a nosotros. Por eso son tan necesarios. 

Pedro era un pescador de Cafarnaúm, sencillo y tosco, entusiasta e impetuoso, generoso y frágil. Pablo, en cambio, era un intelectual refinado, el perseguidor celoso que se convirtió y ardió en la pasión de su nuevo encuentro con el Señor. ¡Eran completamente distintos! Nada ni nadie habría podido unir a dos personas tan diferentes. Solo Cristo lo hizo posible. 

Pedro: La Roca Frágil

Pedro, el pescador de Cafarnaúm, era un hombre rudo y directo, guiado más por la pasión que por la reflexión. Seguía al Maestro con ardor, ajeno a las sutilezas teológicas. Amaba a Jesús con intensidad, pero su entusiasmo a menudo lo llevaba a actuar de forma impulsiva y fuera de lugar. Acostumbrado al duro trabajo del mar, su rostro estaba marcado por las arrugas y sus manos, agrietadas por las redes y el agua salada. ¿Qué sabía él de profecías o de debates entre rabinos? Era un hombre de sangre caliente, amante de lo concreto, de las redes y los peces. Y sin embargo, Jesús lo eligió precisamente por su terquedad y su temple. 

No fue Juan, el discípulo místico, sino Pedro —el mismo que negaría a Jesús— quien fue escogido para guiar a la comunidad y confirmar en la fe a sus hermanos. Un Pedro desconcertado por este rol que superaba sus capacidades. Su historia es la de una elevación inesperada y brutal: tuvo que ser quebrantado por la cruz de Jesús, enfrentarse a sus límites y llorar su fragilidad para convertirse en el referente de los cristianos. 

viernes, 27 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS (Ciclo C)


Primera Lectura: Ez 34, 11-16
Salmo Responsorial: Sal 22
Segunda Lectura: Rom 5, 5-11
Evangelio: Lc 15, 3-7


Fiesta del Sagrado Corazón: el amor en el centro de la fe

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, nacida en el ámbito de la devoción popular y vinculada a las visiones de Santa Margarita María de Alacoque en Paray-le-Monial, pone de manifiesto una verdad sencilla, profunda y esencial: en el centro de nuestra fe está el amor de Cristo. Como nos recuerda el Papa Francisco: “En el corazón de la fe cristiana no hay una idea, una doctrina, un código moral, sino una persona: Jesucristo, en quien se ha revelado el amor del Padre” (Dilexit nos, 2).

A lo largo del tiempo, esta fiesta ha sido envuelta en un lenguaje y una iconografía que, aunque marcaron la piedad de otras generaciones, hoy nos resultan difíciles de integrar. Es posible que nos cueste conectar con ciertas imágenes dulcificadas o representaciones sentimentales de Jesús. Pero más allá de estos estilos devocionales, lo que la solemnidad quiere recordarnos es algo poderoso: Cristo nos ha amado y nos sigue amando con un amor verdadero, firme, sin condiciones ni manipulaciones. Su Corazón —dice Francisco— “no es símbolo de un amor genérico o abstracto, ni de un sentimentalismo devocional, sino de un amor concreto, fiel, compasivo, que sana, perdona y redime” (Dilexit nos, 7).

Ser cristianos no significa otra cosa que haber descubierto ese amor radical y gratuito. No un amor infantil ni culpabilizador, sino un amor adulto, libre, comprometido, que respeta y transforma. En Jesús hemos conocido el rostro del Padre, su fidelidad, su cercanía, su ternura.

El amor de Cristo no es solo un sentimiento: es una decisión. Es su entrega total, su obediencia hasta la cruz, su capacidad de amar incluso a quienes no lo amaban, su fidelidad a pesar del rechazo. Él redefine lo que entendemos por amor y por sacrificio. “Su amor no fuerza, no se impone, no chantajea: se ofrece. Y cuando es acogido, transforma” (Dilexit nos, 21).

Pero la imagen que muchas personas tienen de Dios no siempre nace de la experiencia de este amor. A menudo es una mezcla de prejuicios, supersticiones, noticias sensacionalistas, experiencias personales o ideas heredadas sin discernimiento. Y así terminamos construyendo una caricatura de Dios como un juez implacable, un poder lejano, alguien al que temer o al que hay que contentar. El Papa también lo reconoce con claridad: “Muchos viven con una imagen deformada de Dios: lo imaginan distante, severo, implacable, como si su amor hubiera que ganárselo. Esta idea no viene del Evangelio, sino del miedo” (Dilexit nos, 19).

lunes, 23 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA



Primera Lectura: Is 49, 1-6
Salmo responsorial: Salmo 138
Segunda Lectura: Hch 13, 22-26
Evangelio: Lc 1, 57-66.80

Se nota ya el aire de vacaciones. Termina el curso escolar. En el hemisferio norte acabamos de pasar el solsticio de verano: hemos alcanzado el punto máximo de luz, y a partir de ahora los días empezarán a acortarse y las noches a alargarse, hasta llegar al solsticio de invierno, cuando celebraremos el nacimiento de Jesús, el Sol que no se apaga.

Precisamente en este día, cuando la luz comienza a menguar, la Iglesia celebra el nacimiento de san Juan Bautista. No es casual: él mismo dijo “es necesario que yo disminuya para que él crezca”. Su figura ha nutrido durante siglos el arte, la espiritualidad y la cultura popular: miles de retablos lo muestran vestido con piel de camello, señalando a Cristo con el dedo y sosteniendo una cruz sencilla.

Juan es el único santo del que la Iglesia celebra tanto su nacimiento (hoy), como su martirio (el 29 de agosto). Y Jesús mismo lo llamó “el mayor entre los nacidos de mujer” (Mt 11,11).

Profetas

En medio de tantas crisis —en la Iglesia, en la sociedad, en el mundo—, nos hace bien redescubrir el valor de la profecía. Los profetas no predicen el futuro: no son adivinos, sino amigos de Dios, ungidos por el Espíritu. Son personas que interpretan el presente a la luz de la fe. Que sacuden la conciencia del pueblo. Que denuncian la injusticia, a veces con gestos radicales. Que pagan con su vida la coherencia de su testimonio.

La tradición profética es inseparable de la historia de Israel. Los profetas vivieron seducidos por Dios, haciendo de su vida una catequesis viviente. Supieron leer los signos de cada tiempo y descubrieron en ellos la acción salvadora de Dios.

Siendo compañeros de viaje y amigos de Dios, los profetas vienen invitando a la gente, desde hace tiempo, a mirar hacia el pleno cumplimiento de la promesa hecha por Dios a Israel, y que se realiza en Jesús de Nazaret.

Juan es su nombre

Entre todos los profetas, Juan Bautista es un gigante. Un asceta del desierto, un predicador duro, un mártir fiel. Preparó al pueblo para la venida del Señor. Y sin embargo, fue el primero en quedar desconcertado por la ternura inesperada del Mesías.

sábado, 21 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (Ciclo C)


Primera Lectura: Gen 14, 18-20
Salmo Responsorial: Salmo 109
Segunda Lectura: 1 Cor 11, 23-26
Evangelio: Lc 9, 11-17


El Pan que transforma

 Es el Espíritu quien nos impulsa a ser verdaderos discípulos, capaces de anunciar el Evangelio, de conocer a Dios en su verdad y de comprender el misterio de la Iglesia.

En este camino de redescubrimiento de nuestra identidad y misión, celebramos hoy la solemnidad del Corpus Christi. Colocamos la Eucaristía en el centro de nuestra reflexión, no como un gesto automático, sino para reordenar nuestros hábitos, despertar a comunidades a veces adormecidas y plantearnos con sinceridad una pregunta decisiva: ¿Qué hemos hecho con este don inmenso que el Resucitado entregó a sus creyentes?

Todavía hoy, la participación dominical en la Misa marca una diferencia entre quienes se consideran “practicantes” y quienes no; entre quienes, por fe y amor, se reúnen cada domingo, y quienes permanecen al margen o alejados.

Pero hay un riesgo: reducir la Misa a una señal externa de pertenencia, a una costumbre sociológica que no toca el corazón ni transforma la vida.
Cuando los sacerdotes nos encontramos, hay tres preguntas recurrentes: ¿Cuántas parroquias tienes? ¿Cuántos habitantes? ¿Qué porcentaje asiste a Misa?

Pero hay una cuarta pregunta, más incómoda, que rara vez se plantea:
Si vinieran todos... ¿realmente eso significaría que el Reino de Dios avanza?
Lo decisivo, hermanos, no es el número de fieles que llenan los bancos, sino cuántos salen transformados, consolados, renovados. Cuántos se convierten en testigos capaces de conectar su vida diaria con el Misterio que acaban de celebrar.

Melquisedec, figura del Pan eterno

Recordemos a Abraham, nuestro padre en la fe. Salió de Ur empujado por una voz interior que le decía: “Lej lejá”, que no significa solo “sal de tu tierra”, sino más profundamente: “sal al encuentro de ti mismo, ve hacia tu plenitud”.
Todos lo tomaron por loco. En la madurez de su vida, dejó lo seguro por lo Absoluto. Ese acto lo convirtió en padre de una multitud: la de quienes, como él, buscan a Dios.

En su camino de fe, tras pruebas y renuncias, se encontró con Melquisedec, rey de Salem – la futura Jerusalén –, rey de shalom, rey de la paz (cf. Heb 6,20).
Melquisedec ofreció pan y vino y bendijo a Abraham (Gén 14,18).

Los Padres de la Iglesia vieron en ese gesto una prefiguración de Cristo, el Pan Eterno que alimenta al peregrino. Como Abraham o como Elías en su desánimo (1 Re 19,5-6), también nosotros encontramos en la Eucaristía el Pan del Camino, el maná que sostiene a los que caminan hacia la Tierra Prometida, hacia la vida plena.

sábado, 14 de junio de 2025

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Ciclo C)

La Trinidad Misericordiosa

Primera Lectura: Pro 8,22-31
Salmo Responsorial: Salmo 8
Segunda Lectura: Rom 5,1-5
Evangelio: Jn 16, 12-15

Nos cuesta entender

Nos cuesta mucho entender quiénes somos, qué es la vida, cómo funciona el mundo. ¿Por qué no deberíamos entonces esforzarnos también en entender quién es Dios? Más aún: ¿por qué, en nombre de qué razón casi sádica, tendríamos que hacer el esfuerzo de entender la extravagante idea cristiana de un Dios que, siendo uno, también es Trino?

Yo creo que en la vida hay temas más serios que andar tras razonamientos teológicos complicados, llenos de palabras gastadas —y muchas veces ininteligibles— como “persona”, “engendrado”, “no creado”, “sustancia”. Seamos honestos: hay un verdadero riesgo de quedar atrapados en un ejercicio inútil y rebosante de retórica clerical.

El Dios demoníaco

Todos llevamos en el corazón una imagen de Dios. Y si somos sinceros, no siempre es una imagen bonita. Es una idea espontánea, inconsciente, cultural, moldeada por la educación recibida y, a veces, nutrida por una escucha distraída de alguna prédica torpe o por las píldoras simplistas del catecismo.

Es verdad: Dios existe. Pero muchas veces se nos aparece como incomprensible, excéntrico, inaccesible.

Decimos que Dios me ama, pero luego vemos a esa mujer que, tres días antes de casarse, descubre que tiene un tumor en fase avanzada… con apenas treinta años.

Decimos que es omnipotente, pero no impide que un niño sea vendido por tratantes para prostituirlo.

Dios, aparentemente, tiene muchas cosas que hacer, pero casi nunca hace lo que le pido… aunque sea para mi bien. Aun así, es mejor halagarlo, por si acaso. No sea que se le ocurra enviarme alguna desgracia.

Y claro, digámoslo todo: tal vez yo lo haría mejor que él. Tal vez sabría cómo arreglar algunos de los grandes problemas del mundo que, con descaro, resolvemos en las tertulias de café.

Seamos honestos: la idea de Dios que llevamos dentro es, como poco, terrible.

El Dios de Jesús

Hasta que llegó un profeta poderoso en palabras y obras. Uno que no estudió para cura, ni era un beato. Uno que, ya adulto, se metió a rabino: Jesús, carpintero de Nazaret, hijo de José.

sábado, 7 de junio de 2025

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 2, 1-11
Salmo Responsorial: Salmo 103
Segunda Lectura: 1 Cor 12, 3-7.12-13
Secuencia: “Ven Espíritu divino
Evangelio: Jn 20, 19-23


No somos capaces... pero Él sí

No somos capaces. Ningún cristiano con los pies en la tierra puede pensar que, por sus propias fuerzas, es capaz de anunciar el Reino de Dios con claridad, coherencia y pasión. Nos falta transparencia. Nos falta valentía. Nos falta verdad.

Y lo vemos cada día, incluso dentro de la Iglesia, donde tantas veces lo más fácil es buscar culpables fuera. Pero Pedro lo tiene claro: el enemigo está dentro. El pecado que habita en nosotros es el verdadero adversario que combatir.

¿Cómo pudo confiar Dios el Reino a esta Iglesia concreta —con sus miserias, sus límites, sus contradicciones— sin que pareciera una broma o una locura?

El Señor, tantas veces, parece ausente. Lo experimentamos mil veces.
Y sin embargo, sabemos que tiene que haber una salida.

Reunidos

Así estaban los Doce, encerrados en el cenáculo. Jesús se había ido. De verdad. Y ellos no sabían qué hacer.

Anunciar el Reino, sí. ¿Pero cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué decir?
Afuera todavía reinaba un aire malo para los discípulos del Nazareno. ¿Qué sentido tenía salir, arriesgarse otra vez a la detención y al rechazo?

Pedro y los demás no se hacían ilusiones. Ya sabían de lo que eran capaces... o mejor dicho, de lo que no eran. Un mes atrás, todos habían huido. Ninguno dio la talla en Jerusalén. ¿Cómo esperar ahora algo distinto?

Discutían. Dudaban. Se ilusionaban por momentos, pero pronto la impotencia los vencía. No eran capaces. Ni solos. Ni entonces ni ahora.

Y de pronto, se empieza a levantar el viento. Es extraño, porque eso casi nunca sucede en primavera, en Jerusalén.

Vigilia de Pentecostés

 


Primera Lectura: Ez 36, 26-29
Salmo Responsorial: Salmo 106
Segunda Lectura: Rom 8, 22-27
Evangelio: Jn 7, 37-39

 Cada vez que la Iglesia nos convoca a una vigilia antes de una gran fiesta, es señal inequívoca de la trascendencia de lo que estamos por celebrar. Así sucede hoy con la solemnidad de Pentecostés.

 Misterio Pascual

Pentecostés es el culmen, el broche de oro del Misterio Pascual. Las tres grandes celebraciones de la Pascua —la Resurrección, la Ascensión y este Pentecostés— nos narran un único y glorioso misterio: Jesucristo, nuestro Señor, que muere y resucita, deja su presencia terrena para, desde el seno amoroso del Padre, enviarnos a su Espíritu Santo. La experiencia de este misterio es una sola, inabarcable en su profundidad, aunque la narración de los Apóstoles y la celebración litúrgica se vayan desplegando a lo largo de estos cincuenta días pascuales.

Hace apenas unos días celebramos la Ascensión del Señor. Una fiesta consecuente con la Encarnación, en la que proclamamos que Jesús es verdadero hombre. Como tal, su presencia física y terrena entre nosotros no podía prolongarse indefinidamente, y por eso, en la Ascensión, Él se retira de nuestra vista.

Pero la Encarnación también nos revela que Jesús es verdadero Dios, y como tal, nos dejó una promesa que resuena en nuestros corazones: “no os dejaré huérfanos”, “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Así debía ser, porque Jesús de Nazaret —verdadero Dios y verdadero hombre— es el Señor para todas las personas, de todos los tiempos y lugares.

En su aparente ausencia, Jesús, el Señor, encomienda a sus discípulos una misión de una magnitud inmensa: la de ser sus continuadores, la de ser su presencia física en el mundo para toda la humanidad. Su mandato es claro: “Id y predicad el Evangelio a toda criatura.”

Y para que puedan cumplir con este mandato sublime, les envía su Espíritu: el Espíritu que será su presencia viva, el Espíritu que actuará a través de los Apóstoles de la misma manera que Jesús actuaba cuando estaba físicamente entre ellos.