Hoy estamos aquí reunidos no para recordar a uno de los grandes personajes del mundo —ni a un rey, ni a un militar, ni a un sabio— sino para celebrar la vida de un hombre que fue santo. Ignacio de Loyola no fue famoso por el poder ni por la riqueza, sino porque dejó que Dios transformara su vida por completo. Como dice la exhortación Gaudete et exsultate (n. 15) del Papa Francisco, fue alguien que se abrió totalmente a Dios, y que eligió una y otra vez seguirlo con todo lo que tenía.
Lo que no nace de Dios y no responde a su llamada, se va olvidando. Pero la santidad... esa permanece.
En mi debilidad te haces fuerte, Señor
Ahora bien, ¿dónde fue encontrado Ignacio por Dios? No en la gloria ni en el éxito, sino en el dolor, en el límite. Sabemos su historia: por ser el menor, no tenía herencia en su casa. Huérfano joven, tuvo que buscarse la vida. Primero entró al servicio del Contador del Rey, Velázquez de Cuéllar, donde aprendió de la vida cortesana, de las armas, de cómo funcionaba el poder. Pero cuando su patrón cayó en desgracia, Ignacio se vio obligado a empezar de nuevo.
Se unió entonces al ejército del Duque de Nájera, luchando en la frontera. Y allí, en Pamplona, en 1521, una bala de cañón le destrozó la pierna. Fue el comienzo de otro camino. De vuelta a casa, herido, empieza una larga recuperación. Postrado en su habitación de la casa torre de Loyola, con dolores terribles, ve cómo sus sueños de caballero se desmoronan.
Y es en esa cama, sin poder moverse, donde Dios lo alcanza. Igual que Pablo cayó del caballo en el camino de Damasco, o que Francisco de Asís andaba desnudo por las calles, Ignacio fue alcanzado por Dios cuando estaba roto, solo y herido. En lo más bajo.
A veces creemos que Dios está solo en lo perfecto, en lo bonito, en lo exitoso. Pero no: Dios se hace presente justo cuando llegamos a nuestros límites. Donde nosotros ya no podemos, ahí comienza Él.