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miércoles, 30 de julio de 2025

SOLEMNIDAD DE SAN IGNACIO DE LOYOLA (31 de julio)


Primera Lectura: Jer 20, 7-9
Salmo Responsorial: Salmo 33
Segunda Lectura: 1 Cor 10,31 – 11,1
Evangelio: Lc 14, 25-33


Hoy estamos aquí reunidos no para recordar a uno de los grandes personajes del mundo —ni a un rey, ni a un militar, ni a un sabio— sino para celebrar la vida de un hombre que fue santo. Ignacio de Loyola no fue famoso por el poder ni por la riqueza, sino porque dejó que Dios transformara su vida por completo. Como dice la exhortación Gaudete et exsultate (n. 15) del Papa Francisco, fue alguien que se abrió totalmente a Dios, y que eligió una y otra vez seguirlo con todo lo que tenía.

Lo que no nace de Dios y no responde a su llamada, se va olvidando. Pero la santidad... esa permanece.

En mi debilidad te haces fuerte, Señor

Ahora bien, ¿dónde fue encontrado Ignacio por Dios? No en la gloria ni en el éxito, sino en el dolor, en el límite. Sabemos su historia: por ser el menor, no tenía herencia en su casa. Huérfano joven, tuvo que buscarse la vida. Primero entró al servicio del Contador del Rey, Velázquez de Cuéllar, donde aprendió de la vida cortesana, de las armas, de cómo funcionaba el poder. Pero cuando su patrón cayó en desgracia, Ignacio se vio obligado a empezar de nuevo.

Se unió entonces al ejército del Duque de Nájera, luchando en la frontera. Y allí, en Pamplona, en 1521, una bala de cañón le destrozó la pierna. Fue el comienzo de otro camino. De vuelta a casa, herido, empieza una larga recuperación. Postrado en su habitación de la casa torre de Loyola, con dolores terribles, ve cómo sus sueños de caballero se desmoronan.

Y es en esa cama, sin poder moverse, donde Dios lo alcanza. Igual que Pablo cayó del caballo en el camino de Damasco, o que Francisco de Asís andaba desnudo por las calles, Ignacio fue alcanzado por Dios cuando estaba roto, solo y herido. En lo más bajo.

A veces creemos que Dios está solo en lo perfecto, en lo bonito, en lo exitoso. Pero no: Dios se hace presente justo cuando llegamos a nuestros límites. Donde nosotros ya no podemos, ahí comienza Él.

sábado, 26 de julio de 2025

DOMINGO 17º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera Lectura: Gen 18, 20-32
Salmo Resposorial: Salmo 137
Segunda Lectura: Col 2, 12-14
Evangelio: Lc 11, 1-13

Como María de Betania, podemos hacer la experiencia espléndida de sentarnos a escuchar al Maestro. El corazón descubre entonces una dimensión nueva, un camino que le pone en comunión íntima con Dios.

No se trata de "oír voces" sino del descubrimiento de ese océano de gracia en el cual navegamos sin saberlo. La vida interior, el silencio contemplativo, el encuentro con Dios pasa por la experiencia de la oración.

Lamentablemente, el corazón humano tiende a manipular esta experiencia sublime, convirtiéndola en repeticiones mecánicas o en un último recurso ante las dificultades. “Acordarse de santa Bárbara cuando truena”.

La Palabra de Dios nos ayuda a comprender qué es verdaderamente la oración según el corazón de Dios.

La oración es amistad

El Génesis nos revela el rostro misericordioso de Dios. Sodoma y Gomorra son dos ciudades violentas y depravadas, y Dios decide destruirlas, entregándolas a su propia suerte. Abraham intercede por Sodoma ante Dios, buscando un acuerdo misericordioso. Si hubiera cinco justos, toda la ciudad se salvaría. Pero Sodoma será destruida porque no se llegaron a encontrar ni cinco justos siquiera.

La oración es diálogo íntimo con Dios, intercambio confiado, acuerdo filial. No es una lista de peticiones ni una fórmula mágica, ni mucho menos un intento de corromper al Señor en beneficio propio. La oración está constituida por la escucha atenta de Dios y la intercesión por el mundo, no solo por nuestras necesidades.

La oración es confianza

Jesús nos revela el rostro del Padre: es a Él a quien dirigimos nuestra oración. No a un déspota, sino al Padre que nos trata como a Jesús, su Hijo amado. Un buen Padre conoce lo que necesita su hijo.

jueves, 24 de julio de 2025

SOLEMNIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL (25 de julio)


Primera lectura: Hch 4,33; 5, 12.27-33; 12,2
Salmo responsorial: Salmo 66
Segunda lectura: 2 Co, 4, 7-15
Evangelio: Mt 20, 20-28

Hoy celebramos la fiesta de un apóstol. Y eso siempre nos lleva a mirar cómo empezó todo en la Iglesia, a volver a lo esencial. Es como recordar las raíces de nuestra fe y dejarnos interpelar por lo que de verdad importa.

En esta fiesta de Santiago el Mayor, al que en España consideramos nuestro patrono desde muy antiguo, vale la pena no quedarnos en lo que dice la tradición popular, sino centrarnos en lo que nos cuenta la Palabra de Dios. Porque eso es lo que hemos escuchado hoy en las lecturas, y eso es lo que da sentido a nuestra celebración.

Nuestros esquemas habituales

El evangelio de hoy empieza con una escena que, si la pensamos bien, es bastante actual: una madre que quiere que sus hijos estén bien colocados. ¿Nos suena? Mucho. Porque en el fondo todos, de una manera u otra, queremos tener poder, estar en un buen sitio, ser reconocidos. Lo vemos en la política, en el trabajo, en la Iglesia… y también en nosotros mismos. A veces más preocupados por figurar que por servir.

En nuestro mundo, y también en nuestras comunidades cristianas, es fácil caer en estas lógicas: querer ser el importante, que se note que mandamos, buscar reconocimiento. A veces incluso utilizamos gestos de cercanía para marcar distancias con elegancia. Controlamos información “por el bien de todos”. Pedimos que todo pase por nosotros. Delegamos poco. Cerramos espacios de participación. Todo muy bien vestido… pero con una lógica de poder.

Y Jesús nos rompe los esquemas: “No será así entre vosotros”.

Los discípulos llevaban ya tiempo caminando con Jesús, pero todavía no lo habían entendido. Santiago y Juan, con ayuda de su madre, querían los mejores puestos. Los otros diez se enfadan, no porque les parezca mal el fondo… sino porque ellos también los querían. Solo que los Zebedeo se les habían adelantado.

sábado, 19 de julio de 2025

DOMINGO 16º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera Lectura: Gen 18, 1-10
Salmo Responsorial: Salmo 14
Segunda Lectura: Col 1, 24-28
Evangelio: Lc 10, 38-42


Estamos llamados a globalizar el amor, no la indiferencia. A aprender a hacernos prójimos, a conmovernos ante el dolor humano.

Cristo es ese Buen Samaritano que derrama sobre nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. No pasa de largo fingiendo no vernos; no se pregunta si nuestras llagas son fruto de nuestros errores. No teme mancharse las manos con nuestra sangre.

Y nosotros, una vez sanados por dentro, podemos vivir la misericordia y la ternura, y empezar a parecernos a Él.

Cristo es también Aquel que podemos acoger, como hizo Abrahán con los tres misteriosos visitantes en el encinar de Mambré, o como hicieron Marta y María en Betania.

Recibir al Señor es abrirnos a una fecundidad nueva, es comenzar otra vida, como les ocurrió a Abrahán y a Sara.

Betania

Es fácil imaginar la escena: Jesús, al caer la tarde, cuando el calor de Jerusalén da paso a la brisa suave, desciende por el valle del Cedrón y sube el monte de los Olivos hasta llegar a la pequeña aldea de Betania.

Para Él, Betania era el descanso sencillo, una pausa en el camino, un respiro. Tal vez dejando también a los apóstoles, Jesús encontraba en aquella casa de campo los olores, la luz y el ambiente de su Nazaret querido.

Quizás en Betania, al compartir una hogaza bien cocida, Jesús dejaba atrás la tensión que sentía en aquella Jerusalén “que mata a los profetas”; se apartaba del dolor que le iba calando por dentro al ver cómo su misión encontraba resistencia en los dirigentes de su pueblo.

En Betania, Jesús podía hablar con libertad, sentirse acogido. Se quitaba la carga de ser rabino, y “en zapatillas”, por decirlo así, dejaba su papel de acusado para disfrutar —aunque solo fuese por un rato— de la amistad y la cercanía.

Es profundamente humano y conmovedor ver al Señor tejer vínculos, buscar la escucha, sentarse con sencillez en torno a una mesa, reír, compartir.

¡Ay, si alguna vez pudiéramos invitar al Señor a nuestra casa y escucharlo de verdad! Prepararle, como Abrahán, una buena comida y un buen vino...

¡Ay, si aprendiéramos a escuchar su deseo de salvar, sus fatigas, su dolor al ver el mundo herido por la violencia y la fragilidad, y le dijéramos: “Cuenta conmigo para ese mundo nuevo que sueñas!”!

¡Ay, si Betania no fuera solo un lugar, sino nuestro modo de vivir!

Escucha y acción

El relato evangélico de hoy contiene detalles preciosos: María, sentada a los pies de Jesús, escucha con atención sus palabras, como lo hacían los discípulos con sus maestros. Marta, por su parte, acoge y atiende al Maestro.

sábado, 12 de julio de 2025

DOMINGO 15º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Dt 30, 10-14
Salmo Responsorial: Salmo 68
Segunda Lectura: Col 1, 15-20
Evangelio: Lc 10, 25-37


“La ley de Dios está escrita en el corazón humano”

Este es el descubrimiento que realizó un pueblo de nómadas, marcado por la huida de la esclavitud y guiado por un libertador que él mismo había sido liberado. Moisés, un hebreo criado en la corte del Faraón, encontró en el desierto que el verdadero Dios no se parecía en nada a las divinidades del poder, ni a los ídolos servidos por los sacerdotes del imperio.

El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que se reveló a Moisés, que comunicó su Nombre al pueblo: Yahvéh, “Yo soy”. No es un dios fabricado, ni moldeado a medida. Es el que es. El que siempre está con nosotros.

Y cuando el pueblo descubrió al Dios verdadero, se le abrió también el verdadero rostro del ser humano.

Dios es y habla al corazón. Su ley está inscrita en lo más profundo de cada persona. Pero ese corazón, tantas veces, lo tenemos abandonado. Apenas nos detenemos a escucharlo. Nos cuesta recogernos, entrar dentro, habitar el propio interior.

Las “piruetas” del doctor de la Ley

En el evangelio que hemos escuchado, aparece uno de esos sabios doctores de la Ley. Un teólogo de la época que lanza a Jesús una pregunta típica de los debates morales y religiosos del tiempo.

Entre los 613 preceptos que había elaborado la tradición judía a partir del Decálogo, ¿cuál era el más importante? La pregunta no era retórica: buscaba lo esencial, discernir lo que es central de lo accesorio. Era un ejercicio habitual entre los rabinos. Pero, los cristianos hemos perdido mucho de este arte de buscar lo esencial. A veces por pereza mental, otras por una superficialidad que se va colando por todas partes.

Jesús sabe que el doctor no pregunta por ignorancia. Conoce la Ley. Su planteamiento es teológicamente correcto: habla de heredar la vida eterna, lo que implica que la salvación es un don, no un mérito.

Pero Jesús también percibe que esa fe del doctor es puramente intelectual. Por eso le responde con respeto, e incluso con cierta ironía, invitándolo a exponer su saber: “¿Qué está escrito en la Ley?”

La respuesta del doctor es impecable. Cita la Escritura con precisión. Resume el consenso rabínico: amar a Dios y amar al prójimo. Así de sencillo. Así de grande.

Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la fuerza, con toda la mente… Amar con todo, desde todo, porque antes hemos sido amados. Y desde ese amor recibido, poder amar también al otro como Dios nos ama. Porque ese amor transforma incluso al adversario en hermano.

sábado, 5 de julio de 2025

DOMINGO 14º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Is 66, 10-14
Salmo Responsorial: Salmo 65
Segunda Lectura: Gal 6, 14-18
Evangelio: Lc 10, 1-12.17-20


Setenta y dos discípulos

El pueblo de Israel creía que el mundo estaba compuesto por setenta y dos naciones. Por eso, cada año, en el templo de Jerusalén, se ofrecían setenta bueyes en sacrificio por la conversión de los pueblos paganos.

Hoy, el Evangelio nos habla precisamente de setenta y dos discípulos. Con esto, Lucas está diciendo algo muy claro a las comunidades de origen pagano: que también a ellas, y no sólo a los Doce, se les ha confiado el anuncio del Reino.

Estos discípulos son enviados de dos en dos. No se trata de mostrar las dotes de un posible iluminado, sino de anunciar que la comunión es posible. No van en nombre propio, sino como quienes preparan la llegada del Maestro. No lo sustituyen, no absorben su presencia, sino que se transparentan para que sea Él quien brille.

No somos dueños del Evangelio. Somos servidores de su anuncio.

No hay una casta profesional del anuncio: ni misioneros, ni sacerdotes, ni religiosas tienen la exclusiva. Todo discípulo de Cristo está llamado a anunciarlo, en cada encuentro, a cada persona. Vosotros, también.

Es difícil

Nuestros países, marcados por siglos de tradición cristiana, corren desde hace tiempo el riesgo de dormirse en los cómodos laureles de esa herencia, y confundir una cultura cristiana con una auténtica pertenencia a Cristo. Está bien que ciertos valores del Evangelio sigan presentes en el ambiente, pero eso no significa que el corazón haya encontrado ya a Dios.

¡Qué difícil es anunciar a Cristo a los cristianos! A los católicos que ya se sienten seguros en su fe, como si ya no tuvieran nada que descubrir.

¿Quién va a anunciar el Evangelio a ese 80% de bautizados que no celebran cada domingo la presencia viva del Resucitado?

¿Quién consuela, interpela, alienta y escucha a tantos que “creen creer”?

¿Quién acompaña en el crecimiento de una fe apenas iniciada, frágil, expuesta a los vaivenes de la emoción o incluso rozando la superstición?

Pues… tú. Y yo. Cada uno de nosotros.

Un estilo

He aquí el gran desafío: sacar a Dios del encierro de nuestros templos y llevarlo allí donde Él ha querido estar desde siempre: en medio del pueblo. Quitarle las ropas demasiado estrechas de lo sagrado donde lo hemos recluido, y devolverlo a la humanidad que Él quiso asumir.

Jesús nos marca con claridad el estilo y el modo de anunciar. Es un estilo que estamos llamados a adoptar.

Envía a sus discípulos de dos en dos. No para que conviertan a nadie por sí solos, pues la conversión es obra de Dios. Él es quien toca los corazones. A nosotros nos toca allanar el camino, preparar su llegada.

Somos enviados en pareja porque el anuncio no es una actividad carismática individual, según se me ocurra, sino la expresión de una comunidad que se construye y que, no sin esfuerzo, busca la unidad.