El
tema de la celebración de hoy parece más ligado al ciclo de Navidad, con sus
narraciones de la infancia de Jesús. Sin embargo, el núcleo del mensaje que hoy
nos trae la liturgia lo hemos escuchado en el Evangelio y lo escucharemos
después subrayado en el Prefacio: Jesús es revelado por el Espíritu Santo como
gloria de Israel y luz de los pueblos. Jesús es el Mesías esperado desde hace
tiempo.
La esperanza de un pueblo
Pero
todo esto sucederá de una forma desconcertante. Cuando los padres de Jesús se
acercan al Templo con el niño, no son los sumos sacerdotes ni los demás
dirigentes religiosos los que salen a su encuentro. Muy al contrario, pasados unos
años, serán esos dirigentes los que lo entregarán al poder romano para ser
crucificado. Jesús no encuentra ninguna tipo de acogida en esa tipo de religión
segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.
Tampoco
vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus “tradiciones
humanas” en los atrios del Templo de Jerusalén. Esos mismo que, años más tarde,
rechazarán a Jesús por curar a los enfermos en sábado rompiendo la ley judía. Jesús
no encuentra ningún tipo de acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que
no ayuden a vivir una vida más digna y más sana.
Toda
la espera del Mesías, incubada durante siglos por el pueblo elegido de Israel,
se hace presente en el templo por medio de la anciana Ana y del sacerdote Simeón.
Dos ancianos de fe
sencilla y corazón abierto, que han vivido su larga vida esperando la salvación
de Dios.
Los
contemporáneos de Simeón y Ana ya se habían olvidado de la promesa de Dios. Sin
embargo, ellos son una fiel representación del Israel que espera, y reciben en
el templo al Dios de la gloria cuando Jesús entra en brazos de sus padres.
Los que acogen al Señor
En
aquel momento, ¿quiénes acogen al Señor? María, la bella y joven madre, cuya
intimidad con el Señor la llevó a ser la mediación de nuestra salvación; su esposo
José, el hombre bueno y justo que permite a Dios realizar su plan de salvación
(cfr. Mt 1, 19-20); Simeón, un contemplativo conducido por el Espíritu, en cuyas
palabras resuenan los textos mesiánicos del profeta Isaías; y Ana, la mujer que
“no se apartaba del templo día y noche, sirviendo
a Dios con ayunos y oraciones”. Todos ellos representan a ese tipo de
personas que no viven cerradas en sí mismas, o absorbidas únicamente por las circunstancias
de la vida, sino que viven para “el
Consuelo de Israel”: para su liberación y para la salvación del mundo.
Aunque
nadie lo sospecha – y ellos mucho menos -, justamente ellos, con su generosidad,
son los verdaderos héroes del pueblo. Por el modo de vida que tuvieron y por su
disponibilidad a ser conducidos por el Espíritu Santo, ellos fueron capaces de
dar testimonio de que aquel niño era el Mesías que todo Israel - y la Humanidad
- estaba esperando. Y eso a pesar de que el niño venía camuflado, porque no había
elegido venir en gloria sino “parecido en todo a los hermanos” (2ª lectura),
para poder así compartir su sufrimiento y estar dispuesto a ser “señal de
contradicción” (Evangelio).
Los ancianos Simeón y Ana, por su parte, dejan vía libre a los jóvenes padres con su recién nacido; la promesa del Mesías redentor se transforma ahora en presencia. En esta nueva situación, mirar de frente a la salvación va a exigir un heroísmo aún más grande. En concreto, a María y José, antes de la violenta y desgarradora contradicción que supondrá el rechazo de Jesús por parte de su pueblo, antes de su crucifixión y muerte, se les va a presentar la larga y silenciosa prueba de fe que supone la contradicción de una tediosa normalidad de la vida ordinaria en Nazaret.
Vivir en esperanza
Mirando
a estos testigos de la llegada del Señor a la historia, hemos de vivir la vida con
una esperanzada perspectiva de salvación.
¿Cuáles
son los horizontes en los que nos movemos? ¿Cuáles son las cosas que realmente nos
importan?, ¿el trabajo, el equipo local, la diversión, salir con los amigos, el
éxito, el dinero, la próxima cita, la familia...? Nuestra vida, como cristianos
que somos, no puede basarse definitivamente en ninguna de estas cosas, aunque
algunas sean importantes; porque ellas no son, ni nos dan el sentido de la vida.
Cada
cristiano tiene que ser para todas las personas un testigo del verdadero
sentido de la vida, y del lugar dónde ella se encuentra: en Jesús de Nazaret,
el Hijo de Dios, que para muchos será signo de contradicción, piedra de escándalo
y tropiezo. Para cada uno de nosotros, lo más importante ha de ser siempre la
salvación, que empieza ya ahora, y que continúa hasta la vida sin fin que el
mismo Jesús nos ha ganado con su resurrección. Salvación para nosotros mismos,
para nuestros seres queridos, y para todo el género humano, para todos los hijos
de Dios.
¿Se
basa de verdad nuestra vida en esto?
Todos
los aspectos de nuestra existencia tienen que ser encauzados hacia el único y
gran torrente de vida eterna, que ya está presente y que experimentamos de
alguna manera en esta vida.
Indudablemente,
en nuestro mundo, éste no es un camino fácil. Cualquier señal que queramos dar
en este sentido será obstaculizada. Y es que el discípulo no puede ser mayor
que el Maestro. Los santos, los grandes fundadores de órdenes religiosas
generalmente encontraron todo género de resistencias, malentendidos y
persecución. Ser entorpecido en el camino debería ser tenido cómo la suerte
normal del cristiano, sin importar la situación o momento en que uno viva. Ser
radicalmente cristiano, al estilo de Jesús, es ser piedra de toque y
contradicción, porque ese estilo contrasta en todo con los contravalores de
esta sociedad en la que hemos sido llamados a vivir.
Vida consagrada
Hoy
celebra la Iglesia el Día Mundial de la Vida Consagrada. Un estado de vida
radicalmente cristiana. En ella se elige la novedad de Cristo, que no envejece
nunca, frente a la flaqueza de un mundo y una cultura que están raídos y viejos,
especialmente en nuestra caduca Europa.
El
lema de este año es Aquí estoy, Señor, hágase tu voluntad. Al decir “aquí
estoy” estamos diciendo “aquí estamos”. No solo porque cuando un cristiano dice
“yo” está diciendo “nosotros”, sino porque en este momento concreto de la
historia, el nosotros de la Iglesia y de la Vida Consagrada nos invita a
ofrecernos a la misión y a buscar y hallar la voluntad divina como comunidad
sinodal, como el pueblo de Dios en camino.
«¡Aquí
estamos!», «¡Hágase tu voluntad!» Como María, la joven Madre de Dios que, desde su entrega
total a Dios y a su plan de salvación, es la imagen de la vida consagrada que
nos enseña a vivir la misericordia en el seguimiento de Jesucristo
misericordioso.
Pidamos
hoy por los religiosos y religiosas, y por todas las personas que viven las diversas
y variadas formas de vida consagrada, para que sean verdaderos signos de
contradicción en nuestro mundo, haciendo vida concreta la eterna novedad del
evangelio de la misericordia en cualquier parte del mundo, donde otros hombres
y mujeres tienen velado el rostro de Dios y desconocen el verdadero sentido de
la existencia.
Que
María los sostenga y acompañe en su vocación, protegiendo con su maternidad la
consagración, comunión y misión de cada uno de nuestros hermanos y hermanas de
la vida consagrada. Así sea.
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