En Jerusalén, el día amanece temprano. El sol comienza a elevarse y baña de
luz dorada la piedra que reviste las casas de la ciudad vieja. Un enjambre de
personas se lanza a la jornada laboral tras el descanso festivo de mitad de
semana. Rostros aún somnolientos, pero con la energía suficiente para recibir
un nuevo día.
Cientos de vidas, historias, personas, dolores y esperanzas se entrelazan.
Una mezcla inabarcable de razas, religiones, orígenes y credos. No cuesta
imaginar cómo eran las cosas aquella mañana de abril en Jerusalén.
El fin
La historia de Jesús de Nazaret había terminado de forma brutal, envuelta
en la indiferencia general.
El plan del Sanedrín era astuto: arrestar al Maestro de noche, lejos de la
ciudad, y llevarlo ante el Consejo reunido apresuradamente, para comunicarle el
resultado de un proceso que ya se había desarrollado en semanas anteriores,
según la Ley.
Anás, decidido y calculador, tenía razón: el pueblo estaba demasiado
ocupado celebrando la Pascua como para notar lo que se avecinaba. Solo el
odiado Pilato, que había llegado a la ciudad —repleta de más de cien mil
peregrinos— para supervisar la seguridad, se atrevió a enfrentarse al Consejo,
jugando al gato y al ratón con los sumos sacerdotes. Porque únicamente un
romano podía dictar una condena de muerte. Roma se reservaba el ius gladii,
el derecho de aplicar la pena capital.
El supuesto impostor debía ser crucificado, para que todos supieran que era
un maldito. Sus discípulos no ofrecerían resistencia. En unos días, todo sería
olvidado.
Aquella mañana todo parecía haber terminado. Las calles comenzaban a
llenarse de vendedores que ofrecían sus mercancías, comentando el éxito de la
fiesta y de las ventas a los peregrinos que se preparaban para partir. Pocos
hablaban ya de lo ocurrido.
Nadie reparó en aquellos dos hombres que corrían con prisa en dirección al
barrio esenio, en la colina de Sión, al oeste de la ciudad.
No está aquí
Todo comenzó de nuevo con aquella carrera.
Una tumba vacía —el último gesto dramático de amor del discípulo José de Arimatea, hombre rico y poderoso— permanecía allí, como testigo silencioso de la resurrección. José no había podido evitar la muerte de su Maestro, pero le ofreció aquel sepulcro.
Años después, tras la destrucción del templo en el año 72, el emperador
Adriano ordenó rellenarla de tierra. La tumba se convirtió, junto con una
antigua cantera, en el terraplén sobre el cual —irónicamente— se levantó un
templo pagano dedicado a Júpiter.
La rebelde Jerusalén fue rebautizada como Aelia Capitolina, y, con
un trazado urbano completamente romano, Adriano intentó borrar toda memoria del
pueblo judío y de sus disputas religiosas.
Tres siglos más tarde, la tumba fue redescubierta por la devota reina
Elena, madre del emperador Constantino. Allí mismo se edificó una inmensa
basílica, lugar de peregrinación durante mil quinientos años, que incluso el
sultán Al-Hakim, apodado "el Loco", intentó destruir piedra por
piedra.
Hoy está revestida de mármol, dividida y disputada por múltiples
denominaciones cristianas que reclaman su posesión, y diariamente recibe a
miles de peregrinos y turistas.
Allí permanece la tumba, en el mismo lugar donde Pedro y Juan la
encontraron vacía aquella mañana de Pascua. Y sigue vacía.
Ha resucitado
Toda nuestra fe se sostiene sobre un hecho: la ausencia de un cadáver, una
tumba vacía. La muerte ha sido vencida. El Hijo de Dios —desnudo, colgado,
expuesto, desgarrado y depositado en la piedra fría del sepulcro— ya no está
allí. Ha resucitado!
No se trata de una reanimación, ni de una recuperación, ni de un simple
recuerdo devocional. Jesús está vivo. Siempre presente. Resucitado.
Los cristianos no seguimos mitos ni fábulas ni dulces ilusiones. Seguimos
una presencia viva, capaz de alcanzar el corazón de cada ser humano. Una
presencia nueva, sutil e intensa, que sólo el alma puede percibir.
Desde hace dos mil años, Pedro, Juan y los demás discípulos siguen
proclamando esta noticia: Jesús ha resucitado.
Entre ellos, también lo hace el Papa Francisco —el nuevo Pedro, obispo de
Roma— que ha conquistado corazones por su cercanía y su firmeza. Con respeto
por la tradición, pero con la mirada puesta en el rumbo correcto, nos recuerda
que el Papa no es el centro de la Iglesia: el corazón de la Iglesia es Cristo resucitado.
Francisco nos dice que “Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco
nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes, sin esperanza y
encerrados en nosotros mismos. Abramos, en cambio, al Señor nuestros sepulcros
sellados, para que Jesús entre y los llene de vida; llevémosle las piedras del
rencor, las losas del pasado, las rocas pesadas de nuestras debilidades y
caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano para sacarnos de la angustia.”
Hoy celebramos al Cristo resucitado, junto con Francisco, llenos de asombro
y alegría, casi incrédulos de poder creer lo increíble.
La tumba vacía nos dice que la muerte no ha vencido.
Y no vencerá. Jamás.
La Pascua es “la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta
certeza: nada ni nadie podrá separarnos del amor” de Dios, manifestado en
Cristo.
¡Feliz Pascua!
Porque si Jesús ha resucitado, tenemos que abandonar deprisa el sepulcro:
la muerte no ha podido contener la fuerza inmensa de la vida de Dios en
nosotros.
¡Alegría, hermanos: el Señor ha resucitado!
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