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sábado, 19 de abril de 2025

DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 10, 34.37-43
Salmo Responsorial: Salmo 17
Segunda Lectura: Col 3, 1-4
Evangelio: Jn 20, 1-9


En Jerusalén, el día amanece temprano. El sol comienza a elevarse y baña de luz dorada la piedra que reviste las casas de la ciudad vieja. Un enjambre de personas se lanza a la jornada laboral tras el descanso festivo de mitad de semana. Rostros aún somnolientos, pero con la energía suficiente para recibir un nuevo día.

Cientos de vidas, historias, personas, dolores y esperanzas se entrelazan. Una mezcla inabarcable de razas, religiones, orígenes y credos. No cuesta imaginar cómo eran las cosas aquella mañana de abril en Jerusalén.

El fin

La historia de Jesús de Nazaret había terminado de forma brutal, envuelta en la indiferencia general.

El plan del Sanedrín era astuto: arrestar al Maestro de noche, lejos de la ciudad, y llevarlo ante el Consejo reunido apresuradamente, para comunicarle el resultado de un proceso que ya se había desarrollado en semanas anteriores, según la Ley.

Anás, decidido y calculador, tenía razón: el pueblo estaba demasiado ocupado celebrando la Pascua como para notar lo que se avecinaba. Solo el odiado Pilato, que había llegado a la ciudad —repleta de más de cien mil peregrinos— para supervisar la seguridad, se atrevió a enfrentarse al Consejo, jugando al gato y al ratón con los sumos sacerdotes. Porque únicamente un romano podía dictar una condena de muerte. Roma se reservaba el ius gladii, el derecho de aplicar la pena capital.

El supuesto impostor debía ser crucificado, para que todos supieran que era un maldito. Sus discípulos no ofrecerían resistencia. En unos días, todo sería olvidado.

Aquella mañana todo parecía haber terminado. Las calles comenzaban a llenarse de vendedores que ofrecían sus mercancías, comentando el éxito de la fiesta y de las ventas a los peregrinos que se preparaban para partir. Pocos hablaban ya de lo ocurrido.

Nadie reparó en aquellos dos hombres que corrían con prisa en dirección al barrio esenio, en la colina de Sión, al oeste de la ciudad.

No está aquí

Todo comenzó de nuevo con aquella carrera.

Una tumba vacía —el último gesto dramático de amor del discípulo José de Arimatea, hombre rico y poderoso— permanecía allí, como testigo silencioso de la resurrección. José no había podido evitar la muerte de su Maestro, pero le ofreció aquel sepulcro.

Años después, tras la destrucción del templo en el año 72, el emperador Adriano ordenó rellenarla de tierra. La tumba se convirtió, junto con una antigua cantera, en el terraplén sobre el cual —irónicamente— se levantó un templo pagano dedicado a Júpiter.

La rebelde Jerusalén fue rebautizada como Aelia Capitolina, y, con un trazado urbano completamente romano, Adriano intentó borrar toda memoria del pueblo judío y de sus disputas religiosas.

Tres siglos más tarde, la tumba fue redescubierta por la devota reina Elena, madre del emperador Constantino. Allí mismo se edificó una inmensa basílica, lugar de peregrinación durante mil quinientos años, que incluso el sultán Al-Hakim, apodado "el Loco", intentó destruir piedra por piedra.

Hoy está revestida de mármol, dividida y disputada por múltiples denominaciones cristianas que reclaman su posesión, y diariamente recibe a miles de peregrinos y turistas.

Allí permanece la tumba, en el mismo lugar donde Pedro y Juan la encontraron vacía aquella mañana de Pascua. Y sigue vacía.

Ha resucitado

Toda nuestra fe se sostiene sobre un hecho: la ausencia de un cadáver, una tumba vacía. La muerte ha sido vencida. El Hijo de Dios —desnudo, colgado, expuesto, desgarrado y depositado en la piedra fría del sepulcro— ya no está allí. Ha resucitado!

No se trata de una reanimación, ni de una recuperación, ni de un simple recuerdo devocional. Jesús está vivo. Siempre presente. Resucitado.

Los cristianos no seguimos mitos ni fábulas ni dulces ilusiones. Seguimos una presencia viva, capaz de alcanzar el corazón de cada ser humano. Una presencia nueva, sutil e intensa, que sólo el alma puede percibir.

Desde hace dos mil años, Pedro, Juan y los demás discípulos siguen proclamando esta noticia: Jesús ha resucitado.

Entre ellos, también lo hace el Papa Francisco —el nuevo Pedro, obispo de Roma— que ha conquistado corazones por su cercanía y su firmeza. Con respeto por la tradición, pero con la mirada puesta en el rumbo correcto, nos recuerda que el Papa no es el centro de la Iglesia: el corazón de la Iglesia es Cristo resucitado.

Francisco nos dice que “Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes, sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos, en cambio, al Señor nuestros sepulcros sellados, para que Jesús entre y los llene de vida; llevémosle las piedras del rencor, las losas del pasado, las rocas pesadas de nuestras debilidades y caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano para sacarnos de la angustia.”

Hoy celebramos al Cristo resucitado, junto con Francisco, llenos de asombro y alegría, casi incrédulos de poder creer lo increíble.

La tumba vacía nos dice que la muerte no ha vencido.
Y no vencerá. Jamás.

La Pascua es “la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie podrá separarnos del amor” de Dios, manifestado en Cristo.

¡Feliz Pascua!

Porque si Jesús ha resucitado, tenemos que abandonar deprisa el sepulcro: la muerte no ha podido contener la fuerza inmensa de la vida de Dios en nosotros.

¡Alegría, hermanos: el Señor ha resucitado!

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