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sábado, 7 de mayo de 2022

DOMINGO 4º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 13, 14.43-52
Salmo Responsorial: Salmo 99
Segunda Lectura: Ap 7, 9.14-17
Evangelio: Jn 10, 27-30


Como cada cuarto domingo de Pascua hoy hablamos de pastores. Jesús se propone a sí mismo como pastor, algo que no asombraba en un país en el que la ganadería era una de las principales fuentes de subsistencia. Hoy es la ocasión para preguntarnos sobre qué es la Iglesia y sobre cómo, en esta Iglesia, todos tenemos una responsabilidad mutua, y también sobre el hecho de que algunos hermanos sean llamados a manifestar al Pastor y a reunir al rebaño alrededor de él.

La vida es un tiempo que se nos da para aprender a amar. No tiene otra finalidad. Descubrirnos queridos por Dios, descubrir en él el manantial del amor, es la experiencia más preciosa que podamos hacer, y esta experiencia es el meollo del anuncio de la Iglesia. Incluso en tiempos difíciles como los que estamos viviendo. ¿Pero existieron o existen alguna vez tiempos “fáciles”?

Hoy queremos escuchar la palabra del Pastor, lo único que nos anima y nos espolea a tener confianza en el Padre.

Pastor decidido

Todos pensamos en el pastor que va en busca de la oveja perdida y que la devuelve al redil cargándosela sobre los hombros. Una imagen dulce y conmovedora la que nos da Lucas y que nos desvela nítidamente la experiencia interior del evangelista. Pero el pastor de Juan, del que nos habla el evangelio de hoy, tiene otras características: es recio y determinado, y lucha infatigablemente para defender el rebaño de los lobos y de los mercenarios. Un pastor que vela, que lucha, que está dispuesto a dar su propia vida por la salvación del rebaño, de una manera muy distinta de como hacen los pastores asalariados.

Jesús nos está diciéndonos que estamos en sus manos, en manos seguras; que nadie nos arrancará nunca de su abrazo; que sólo por él y en él recibimos la vida divina y sin fin. Pero para seguirlo hace falta escucharlo y reconocer su voz, es decir frecuentar su Palabra, meditarla asiduamente, reposar la vida en ella. Esa Palabra que se convierte en la señal de su presencia y que ilumina cualquier otra señal con la presencia del Resucitado.

Escuchantes

Convertirse en adultos en la fe significa descubrir en lo más íntimo lo que Jesús dice: nunca, nada, podrá jamás alejarnos de la mano de Dios. Jesús nos tiene cogidos, con fuerza, de la mano. Nos quiere como un pastor es capaz de querer, como alguien que sabe adónde llevarnos a pastar pastos frescos y revitalizantes. No como un pastor al que se paga por horas, sino como el propietario que conoce una a una a sus ovejas. Hemos sido comprados a un precio muy caro por el amor de Cristo.

¿Por qué dudar de su presencia? Nada puede separarnos de su mano.

El manantial de la fe, el origen de la fe es la escucha. Escucha de nuestra sed profunda de bien y de luz. Escucha de la Palabra que Jesús nos dirige una y otra vez desvelando quién es el Padre. Esta escucha nos permite atender a nuestra vida de un modo diferente, poniendo el Evangelio como fundamento de nuestras opciones.

El Maestro nos conoce. Conoce nuestras limitaciones, nuestro cansancio, pero también conoce nuestra constancia y la alegría que tenemos al amarlo. Y Jesús, además, hoy, nos exhorta: nada ni nadie podrá arrancarte de mi abrazo.

Ni el dolor, ni la enfermedad, ni la muerte, ni el odio, ni la fragilidad, ni el pecado, ni la indiferencia, ni las contradicciones de la vida. Nada. Nada ni nadie pueden secuestrarnos, arrancarnos, quitarnos del Señor y de su amor.

Somos de Cristo, que ha pagado un caro precio por nosotros. Somos de Cristo.

Pastores con el pastor

Son tiempos importantes para la Iglesia bajo la guía del Papa Francisco, decidido, directo y evangélico, a pesar de sus achaques, que ha vuelto a poner una gran esperanza en los discípulos, incluso en los más alejados de la Iglesia.

Muchos pierden la confianza en la Iglesia y en sus pastores, fijándose en las manzanas podridas (que ciertamente las hay y necesitan nuestra oración, pero también han de ser aisladas) olvidando a los cientos de miles de curas, de catequistas, de laicos y de religiosos, hombres y mujeres, que viven su ministerio con generosidad y corrección.

Este domingo, dedicado a la oración por los pastores, está lleno de sentido y de implicación. Es éste el momento de rezar por nuestros pastores, éste es el momento de ir a lo esencial. De pedir al Señor curas santos, hechos a su imagen, el único santo.

Cuánto sufrimiento muestran en ocasiones mis hermanos sacerdotes, personas transparentes, evangélicas, realmente llamadas y atraídas por el Señor, atropellados por las infinitas cosas que hacer, a menudo enjaulados en una rígida estructura y a la espera de la gente que los considera más como unos funcionarios y no como hermanos en la fe…

A ellos el Papa les recuerda:

El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor.

Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note–; en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres.

Aunque estemos en la Pascua, éste sigue siendo un tiempo de oración y conversión. Es todo el cuerpo el que sufre y todo el cuerpo tiene que curarse. Con una mirada profética y espiritual, el Papa Francesco nos invita a todos a aceptar este momento no para cerrarnos en banda, o lamentarnos, o ponernos a la defensiva, sino para apretar con fuerza la mano del Señor. Nada puede separarnos de su mano.

Aunque seamos un rebaño testarudo, incoherente, trasquilado, el Señor no nos abandona. Y nos dice una y otra vez que la Iglesia no es el pueblo de los perfectos, sino de los perdonados, que la Iglesia no es el pueblo de los justos, sino el pueblo de los hijos amados de Dios.

El amor de Dios es el único sitio donde cabemos todos, sin distinción.

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