El Buen Pastor
Como cada cuarto domingo de Pascua, hoy hablamos de pastores. Jesús se presenta a sí mismo como pastor, algo que no resultaba extraño en un país donde la ganadería era una de las principales fuentes de subsistencia. Hoy es ocasión para reflexionar sobre qué es la Iglesia y cómo, en ella, todos compartimos una responsabilidad mutua, y también sobre el hecho de que algunos hermanos sean llamados a manifestar al único Pastor y a reunir al rebaño alrededor de él.
La
vida es un tiempo que se nos concede para aprender a amar. No tiene otra
finalidad. Descubrirnos amados por Dios, descubrir en él la fuente del amor, es
la experiencia más valiosa que podamos tener, y esta experiencia constituye el
núcleo del anuncio de la Iglesia. Incluso en tiempos difíciles como los que
estamos atravesando. ¿Pero existieron o existen alguna vez tiempos
"fáciles"?
Hoy
queremos escuchar la palabra del Pastor, lo único que nos anima y nos impulsa a
confiar en el Padre.
Pastor decidido
Todos
pensamos en el pastor que va en busca de la oveja perdida y que la devuelve al
redil cargándola sobre sus hombros. Una imagen dulce y conmovedora la que nos
ofrece Lucas y que nos revela claramente la experiencia interior del
evangelista. Pero el pastor de Juan, del que nos habla el evangelio de hoy,
tiene otras características: es fuerte y determinado, y lucha incansablemente
para defender el rebaño de los lobos y de los mercenarios. Un pastor que vela,
que combate, que está dispuesto a entregar su propia vida por la salvación del
rebaño, de una manera muy distinta a como actúan los pastores asalariados.
Jesús
nos está diciendo que estamos en sus manos, en manos seguras; que nadie nos
arrancará jamás de su abrazo; que solo por él y en él recibimos la vida divina
y eterna. Pero para seguirlo es necesario escucharlo y reconocer su voz, es
decir, frecuentar su Palabra, meditarla asiduamente, fundamentar la vida en
ella. Esa Palabra que se convierte en señal de su presencia y que ilumina
cualquier otra señal con la presencia del Resucitado.
Escuchantes
Madurar
en la fe significa descubrir en lo más íntimo lo que Jesús dice: nunca, nada,
podrá jamás alejarnos de la mano de Dios. Jesús nos sostiene firmemente de la
mano. Nos ama como un pastor es capaz de amar, como alguien que sabe adónde
llevarnos a pastar en praderas frescas y revitalizantes. No como un pastor al
que se paga por horas, sino como el propietario que conoce una a una a sus
ovejas. Hemos sido adquiridos a un precio muy alto por el amor de Cristo.
¿Por qué dudar de su presencia? Nada puede separarnos de su mano.
El
manantial de la fe, el origen de la fe es la escucha. Escucha de nuestra sed
profunda de bien y de luz. Escucha de la Palabra que Jesús nos dirige una y
otra vez revelando quién es el Padre. Esta escucha nos permite atender a
nuestra vida de un modo diferente, estableciendo el Evangelio como fundamento
de nuestras decisiones.
El
Maestro nos conoce. Conoce nuestras limitaciones, nuestro cansancio, pero
también conoce nuestra constancia y la alegría que experimentamos al amarlo. Y
Jesús, además, hoy, nos asegura: nada ni nadie podrá arrancarte de mi abrazo.
Ni el
dolor, ni la enfermedad, ni la muerte, ni el odio, ni la fragilidad, ni el
pecado, ni la indiferencia, ni las contradicciones de la vida. Nada. Nada ni
nadie pueden apartarnos, arrancarnos, separarnos del Señor y de su amor.
Somos
de Cristo, que ha pagado un alto precio por nosotros. Somos de Cristo.
Pastores con el pastor
Son
tiempos importantes para la Iglesia. Hasta hace unos días bajo la guía del Papa
Francisco, decidido, directo y evangélico, a pesar de sus achaques, quien ha
reavivado una gran esperanza en los discípulos, incluso en los más alejados de
la Iglesia. Ahora bajo el recién elegido Papa, León XIV, que tiene la misión de
recibir una tradición de siglos de fe cristiana y continuar guiando a nosotros,
sus fieles, en la herencia y estela dejada por Francisco, como él señaló en su
saludo desde el balcón de las bendiciones de la Basílica de San Pedro.
Muchos
pierden la confianza en la Iglesia y en sus pastores, fijándose en las manzanas
podridas (que ciertamente existen y necesitan nuestra oración) olvidando a los
cientos de miles de sacerdotes, catequistas, laicos y religiosos, hombres y
mujeres, que viven su ministerio con generosidad y rectitud.
Este
domingo, dedicado a la oración por los pastores, está lleno de sentido y de
compromiso. Es el momento de rezar por nuestros pastores, especialmente por el
nuevo Papa León para que el Espíritu lo inspire en su trascendental misión. Es
el momento de ir a lo esencial. De pedir al Señor sacerdotes santos, formados a
su imagen, el único santo.
Cuánto
sufrimiento muestran en ocasiones mis hermanos sacerdotes, personas
transparentes, evangélicas, verdaderamente llamadas y atraídas por el Señor,
abrumados por las infinitas tareas que realizar, a menudo atrapados en una
rígida estructura y frente a personas que a veces los consideran más como
funcionarios que como hermanos en la fe...
A
ellos Francisco les recordaba:
"El
que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en
intermediario, en gestor.
Todos
conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor 'ya tienen su paga', y
puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con 'olor a oveja' –esto os pido: sed
pastores con 'olor a oveja', que eso se note–; en vez de ser pastores en medio
al propio rebaño, y pescadores de hombres."
Aunque
estemos en la Pascua, este sigue siendo un tiempo de oración y conversión. Es
todo el cuerpo el que sufre y todo el cuerpo tiene que sanar. Con una mirada
profética y espiritual, aceptemos este momento de un nuevo Papa no para
cerrarnos, lamentarnos o ponernos a la defensiva, sino para estrechar con
fuerza la mano del Señor. Nada puede separarnos de su mano.
Aunque
seamos un rebaño testarudo, incoherente, trasquilado, el Señor no nos abandona.
Y nos dice una y otra vez que la Iglesia no es el pueblo de los perfectos, sino
de los perdonados, que la Iglesia no es el pueblo de los justos, sino el pueblo
de los hijos amados de Dios.
El
amor de Dios es el único lugar donde cabemos todos, sin distinción.
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