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sábado, 19 de julio de 2025

DOMINGO 16º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera Lectura: Gen 18, 1-10
Salmo Responsorial: Salmo 14
Segunda Lectura: Col 1, 24-28
Evangelio: Lc 10, 38-42


Estamos llamados a globalizar el amor, no la indiferencia. A aprender a hacernos prójimos, a conmovernos ante el dolor humano.

Cristo es ese Buen Samaritano que derrama sobre nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. No pasa de largo fingiendo no vernos; no se pregunta si nuestras llagas son fruto de nuestros errores. No teme mancharse las manos con nuestra sangre.

Y nosotros, una vez sanados por dentro, podemos vivir la misericordia y la ternura, y empezar a parecernos a Él.

Cristo es también Aquel que podemos acoger, como hizo Abrahán con los tres misteriosos visitantes en el encinar de Mambré, o como hicieron Marta y María en Betania.

Recibir al Señor es abrirnos a una fecundidad nueva, es comenzar otra vida, como les ocurrió a Abrahán y a Sara.

Betania

Es fácil imaginar la escena: Jesús, al caer la tarde, cuando el calor de Jerusalén da paso a la brisa suave, desciende por el valle del Cedrón y sube el monte de los Olivos hasta llegar a la pequeña aldea de Betania.

Para Él, Betania era el descanso sencillo, una pausa en el camino, un respiro. Tal vez dejando también a los apóstoles, Jesús encontraba en aquella casa de campo los olores, la luz y el ambiente de su Nazaret querido.

Quizás en Betania, al compartir una hogaza bien cocida, Jesús dejaba atrás la tensión que sentía en aquella Jerusalén “que mata a los profetas”; se apartaba del dolor que le iba calando por dentro al ver cómo su misión encontraba resistencia en los dirigentes de su pueblo.

En Betania, Jesús podía hablar con libertad, sentirse acogido. Se quitaba la carga de ser rabino, y “en zapatillas”, por decirlo así, dejaba su papel de acusado para disfrutar —aunque solo fuese por un rato— de la amistad y la cercanía.

Es profundamente humano y conmovedor ver al Señor tejer vínculos, buscar la escucha, sentarse con sencillez en torno a una mesa, reír, compartir.

¡Ay, si alguna vez pudiéramos invitar al Señor a nuestra casa y escucharlo de verdad! Prepararle, como Abrahán, una buena comida y un buen vino...

¡Ay, si aprendiéramos a escuchar su deseo de salvar, sus fatigas, su dolor al ver el mundo herido por la violencia y la fragilidad, y le dijéramos: “Cuenta conmigo para ese mundo nuevo que sueñas!”!

¡Ay, si Betania no fuera solo un lugar, sino nuestro modo de vivir!

Escucha y acción

El relato evangélico de hoy contiene detalles preciosos: María, sentada a los pies de Jesús, escucha con atención sus palabras, como lo hacían los discípulos con sus maestros. Marta, por su parte, acoge y atiende al Maestro.

Fijémonos: Jesús sitúa en el centro de la escena a dos mujeres, algo impensable en la mentalidad de su época. Las mujeres eran consideradas propiedad de sus esposos, y algunos rabinos llegaron a decir que era preferible quemar los libros de la Palabra antes que enseñársela a una mujer.

Jesús, una vez más, rompe esa lógica machista y, como ya hizo con su Madre, propone a una mujer como modelo de escucha de la Palabra de Dios.

Marta y María encarnan dos dimensiones esenciales de la vida cristiana: la contemplación y la acción.

María se empapa de las palabras del Maestro, las atesora en su memoria y en su corazón. Como tantos aún hoy, ella está atenta a los labios del Señor, deseando que le hable al alma.

Toda experiencia de fe nace de ese encuentro íntimo y misterioso con la hermosura de Dios. Él, que apenas logramos vislumbrar entre las nieblas de nuestra fragilidad, puede hacerse experiencia cristalina en nuestro tiempo.

Volvamos a colocar la oración y el silencio en el centro de nuestras jornadas. Son fuente de serenidad y alegría.

Marta, por su parte, vive la bienaventuranza de la acogida, del amor concreto, del servicio hospitalario. Ella sabe que todo encuentro con el Señor comienza en la escucha, pero también sabe que si no llega a transformar nuestra vida en servicio a los demás, se vuelve estéril.

Marta alimenta al Cristo que María adora. La oración que no desemboca en la caridad es incompleta. Y, del mismo modo, una caridad que no brota de la contemplación es superficial.

A Marta, Jesús no le pide que deje de servir, sino que no se agite, que su servicio brote de la escucha de la Palabra. No le dice que se encierre en la interioridad, sino que sirva a los demás desde la hondura de su corazón.

Marta y María son figura de cómo debe vivirse la fe cristiana: con una acción animada por la oración; con la oración que se convierte en entrega.

 

Padecimientos

Permanecer anclados en Cristo, dejarnos llenar por su Palabra, acogerlo como huésped constante en nuestra vida, da lugar a una profundidad interior que nada ni nadie puede destruir.

Marta y María, incluso ante la profunda pena por la muerte de su hermano Lázaro, saben —aunque con dolor— volverse hacia el Maestro, que será quien abra un nuevo horizonte en medio de su angustia.

También san Pablo, al meditar sobre los sufrimientos que atraviesa por su misión apostólica, no se hunde. Ofrece su dolor, lo une al de Cristo, y lo convierte en intercesión. En la lógica del Evangelio, también la noche oscura y la derrota, si se unen a Cristo —Señor también de la noche y de la derrota—, pueden ser transformadas en un gesto de amor.

Ya estamos en pleno verano. Estemos de vacaciones —los que pueden— o permanezcamos en las ciudades calurosas, abramos nuestras vidas al frescor del Espíritu, acogiendo sinceramente a Cristo en nuestras vidas.

 


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