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sábado, 14 de enero de 2023

DOMINGO 2º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

"Éste es el el Cordero de Dios..."
Primera Lectura: Is 49, 3.5-6
Salmo Responsorial:   Salmo 39
Segunda Lectura: 1 Cor 1,1-3
Evangelio: Jn 1, 29-34
  


Hoy tenemos un baile de “juanes” en el Evangelio: por una parte, el evangelista narrador y, por otra, el bautista, que cuenta su descubrimiento en el Jordán. Allí descubre que Jesús, el hijo de José, el de Nazaret, es el Hijo de Dios. El esperado. El inaudito.

No somos cristianos para que nuestra devoción nos haga fervorosas cosquillas. Somos cristianos porque creemos que un carpintero de Nazaret es la presencia misma del Altísimo. Jesús no es simplemente una buena persona o un profeta incomprendido, es el sello de Dios, su rostro ostensible y manifiesto.

Pero los dos Juanes se atreven aún más. Juan evangelista nos dice que el Bautista ve venir a Jesús hacia él. Dios toma siempre la iniciativa, es él siempre el que se aparece.

Y, además, afirma que Jesús es el cordero de Dios.

Cordero

El cordero, un animal al que se le mata sin un quejido. El cordero, parecido al macho cabrío que el día de Kippur, o de la Expiación, era cargado con todos los pecados del pueblo y luego dejado libre en el desierto.

Juan ya ve, en aquel hombre que se le acerca, la determinación y la mansedumbre; la fuerza y la resignación. Y ante ello, Juan, la voz que grita en el desierto, se queda sin palabras.

Pero el Bautista se equivocó. El Mesías no venía para arrojar la paja en el fuego inextinguible, no hubo ninguna hacha lista para derribar ningún árbol. El Mesías, aquel Mesías, zaparía y abonaría el árbol, a la espera de un improbable cambio.

El asombro del Bautista es el nuestro, su reflexión es la nuestra: ¡nuestro Dios es siempre así de inesperado, siempre tan diferente de cómo lo imaginamos, que nos deja sin palabras!

Espíritu

El asombro crece y se extiende. Ahora Juan Bautista está seguro de lo que, mirando, ha visto: el Espíritu baja con abundancia sobre Jesús y lo habita. Los gestos que Jesús hace están llenos de interioridad, densos de espiritualidad, transparentan sobre sus vestidos la profundidad que lo habita.

No es la apariencia sino la esencia lo que asombra al Bautista. Jesús está ya repleto de Espíritu, aun antes de que pronuncie una sola palabra.

Mejor aún: Jesús es el único capaz de dar espíritu en abundancia. Solo su Espíritu nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Solo ese Espíritu nos puede dar luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la Iglesia.

Hijo

Juan proclama que Jesús es el hijo de Dios.

No un gran hombre, no un profeta, ni siquiera una persona con ternura y compasión; él es ante todo la presencia misma de Dios. No hay componendas acerca de esto. Los sofismas y los sutiles razonamientos no valen de nada: la comunidad primitiva cree que Jesús de Nazaret, poderoso en palabras y obras, no sólo está inspirado por Dios, sino que habla con las palabras mismas de Dios porque en él habita la presencia misma del Verbo de Dios.

Dios es accesible, visible, claro, manifiesto, evidente; Dios se cuenta, se explica, se dice, se revela… en Jesús de Nazaret.

No lo conocía

Juan admite que no lo conocía. El más grande entre los profetas, el coherente, el intransigente, el “nazireo” ofrecido a Dios desde su infancia, el asceta, el precursor, el místico, afirma cándidamente no haber conocido todavía al Señor, no haber entendido hasta el fondo el alcance inmenso de su venida. También nosotros podemos ser discípulos del Señor desde hace años, haberlo conocido y rezado, meditado y estudiado, haber recorrido las sendas de los peregrinos hasta el agotamiento, sin haber todavía conocido la plenitud de Dios.

Por nuestros medios no llegaremos nunca definitivamente a la plenitud. Es el Señor quien nos la concede: “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia” (Jn 1, 16).

Testigos

Todo esto es lo que cree la comunidad de Juan, el evangelista.

Así es como Isaías sueña la comunidad de Israel, una comunidad no cerrada en sí misma y absorta en protegerse, sino abierta al anuncio del verdadero rostro de Dios a todas las naciones extranjeras.

Así es como Pablo desea que los cristianos de Corinto, ciudad delirante y violenta, sean santos. También nosotros, santificados por Cristo, estamos llamados a dar testimonio del Hijo de Dios.

Llamados a creer y proclamar que Dios viene al encuentro de cada persona; que perdona y salva; que se hace cargo de cada una de nuestras oscuridades; que no ignora el pecado, sino que lo asume; que paga las deudas que hemos contraído con la vida; que no apaga la llama vacilante y que está dispuesto a llevar sobre sí todo dolor, toda violencia, toda locura.

Llamados a creer y proclamar que sólo retomando la espiritualidad, reponiendo en el centro del anuncio el don del Espíritu, podemos reconocer el paso de Dios por nuestra vida.

Llamados a creer y anunciar que nosotros proclamamos que Jesús, hombre extraordinario y nuestro maestro, es la presencia misma de Dios; de un Dios que se quiere dar a conocer, de un Dios al que convertir nuestro corazón habitado por tantas visiones pequeñitas y demoníacas de la divinidad.

Llamados también a admitir lo que no sabemos de Él, porque es una luz velada, un misterio luminoso.

El mundo no necesita cansadas comunidades de cristianos sosos y aburridos, que se reducen a solucionar con dificultad las “obligaciones y cumplimientos” institucionales, sino grupos de discípulos llenos de la luz del Señor, testigos creíbles como lo fueron Juan el Bautista y su discípulo Juan el evangelista.

Que respondamos al Señor al estilo de estos discípulos.

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