El
sol del desierto cae a plomo. Un accidentado paisaje lunar va desapareciendo
entre las cañas cercanas a la orilla del Jordán. Juan levanta la vista y ve centenares
de personas esperando su turno. Algunos rezan, otros hablan en voz baja, y otros
lloran en silencio. Todos estaban expectantes, nos dice Lucas.
Juan
está cansado, agotado, por el desierto y por el sol, por el fino viento del norte
y por la luz deslumbrante, por los ayunos y privaciones. Su trabajo está
llegando a su fin.
Los
profetas llevaban ya tres siglos en silencio y la fe se había oscurecido, se
había hecho rígida, llena de reglas y de intransigencia. La gente venía desde lejos,
de la capital. Huía del templo para encontrar un testigo creíble; como tantas
veces sucede hoy en día.
Y
mientras contempla la fila que espera para meterse en el agua, Juan ve a Jesús que
se acerca y siente un pálpito en su interior.
Pecadores
Jesús
camina con los pecadores, penitente con los penitentes. No tiene que pedir
perdón, no hay ninguna sombra en su corazón, pero no hace de ello un
privilegio. Él, sin zonas oscuras, acepta compartir nuestra oscuridad para
iluminarla con su presencia.
El
Jordán no lavará sus pecados, porque no los tiene, pero su presencia
santificará sus aguas.
Jesús
no será fuego, ni castigará como hace la predicación del Bautista. Será, al
contrario, solidario con los pecadores y buscará a la oveja perdida.
Isaías,
en la primera lectura, deportado en Babilonia con otros muchos judíos después
de la derrota de Jerusalén, anima a un pueblo perdido y frágil hablándole de la
venida de Dios. La gloria de Dios, como dice Jeremías en otra parte, ha
abandonado el templo destruido y parte encadenado para estar con su pueblo. Jesús
es el Dios-con-nosotros, sin reservas
y sin apaños.
Hace
pocos días dejábamos al niño Jesús en brazos de su madre, adorado por los magos.
Hoy lo encontramos adulto, determinado y solidario. Hoy comienza la vida
pública de Dios en la tierra.
En oración
Después
de su bautismo Jesús se pone en oración. Solamente en la interioridad podemos tomar
conciencia de lo que sucede en los sacramentos que recibimos. Y es en la
oración donde Jesús experimenta al Padre. El cielo cerrado se abre, la paloma, una
animal apacible, desciende sobre él. Son imágenes, signos espirituales, que
indican la realidad de lo que está sucediendo.
Jesús descubre que es amado, descubre que agrada al Padre, que Dios se complace en Él.
Igualmente
nosotros: solamente en una interioridad cultivada con determinación, podemos
experimentar cuánto somos amados por Dios y cómo Él se complace en nosotros.
Sólo
en la oración nos encontramos con que la presencia de Dios es un fuego que
consume, que ilumina y que transforma. El Espíritu es fuego, eso es lo que nos
habita, no el aburrimiento, ni la mediocridad, ni el miedo, ni el pecado, que
soportamos como pesadas cargas.
¡El
Espíritu es el fuego que nos debería devorar al comienzo de este nuevo año, la
llama de la presencia de Dios en nuestros corazones!
Renacer
La
mayoría de nosotros hemos sido bautizados de niños: nuestros padres (consciente
o inconscientemente) quisieron darnos todo su corazón y su pasión por Dios,
apenas nacidos.
Desgraciadamente,
sin embargo, la experiencia física sensible (no teológica) permaneció enterrada
en el pasado y no somos conscientes de lo que sucedió en la profundidad de
nuestro ser.
El
bautismo nos ha convertido en hijos de Dios, en conciudadanos de los santos, en
personas libres para amar.
Hijos de Dios. Tal vez podamos esperar llegar a ser algo
grande, una gran estrella, o un premio Nobel, pero nunca podremos ser algo más
grande que hijos de Dios… ¡y ya lo somos!
Conciudadanos de los santos, pertenecientes al gran
sueño de Dios que es la Iglesia; hecha no sólo de nosotros pecadores, sino
también de los grandes testigos. Y estamos orgullosos de contar con los grandes
santos, pidiendo la fe de Pedro o el discernimiento espiritual de Ignacio de
Loyola, el espíritu misionero de Francisco Javier o el espíritu de paz, de Francisco
de Asís… y así de tantos otros.
Libres para amar. Liberados de la trampa del pecado, de la
oscuridad, de la gran decepción de los orígenes, siendo salvados por Cristo,
podemos, con la ayuda de su amor y de su gracia, aprender a amar como él ama.
En esta semana continúa nuestra vida habitual, las actividades, los colegios, el trabajo. Hagámoslo con el convencimiento de llevar en el corazón la semilla de la presencia de Dios, semilla para hacerla crecer en frutos de santidad, de justicia, de amor y de paz. Que así sea.
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