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sábado, 11 de enero de 2025

BAUTISMO DEL SEÑOR (Ciclo C)


Primera Lectura: Is 42, 1-4.6-7
Salmo Responsorial: Salmo 28
Segunda Lectura: Hech 10, 34-38
Evangelio: Lc 3, 15-16.21-22


El sol cae a plomo en el desierto de Judea. Entre las cañas que bordean el Jordán, se dibuja un paisaje agreste, casi lunar. Juan el Bautista, alzando su mirada, contempla a cientos de almas que aguardan su turno. Como nos relata el evangelista Lucas, algunos rezan fervorosamente, otros conversan en susurros, y hay quienes derraman lágrimas silenciosas. Todos están en espera.

Juan está exhausto por el desierto y el sol inclemente, por el viento cortante del norte, la luz cegadora y los ayunos... todo ello ha dejado huella en su cuerpo. Siente que su misión está llegando a su fin.

Recordemos que hacía tres siglos que la voz de los profetas se había apagado. La fe se había tornado árida y rígida, dominada por preceptos inflexibles e intransigencia. La gente peregrinaba desde la lejana Jerusalén: abandonaban el templo en busca de un testigo creíble. Algo que no nos resulta ajeno en nuestros días.

Y es entonces, mientras observa la fila de penitentes, cuando Juan divisa a Jesús aproximándose, y siente un pálpito en su interior.

Pecadores

Nuestro Salvador Jesús elige caminar junto a los pecadores, hacerse uno con los penitentes. No necesita perdón, pues no hay ninguna sombra en su corazón, pero no hace de ello un privilegio. Él, que es la luz misma, acepta compartir nuestras tinieblas para iluminarlas con su presencia divina.

Las aguas del Jordán no lavarán pecado alguno en Él, pues no los tiene, pero su presencia santificará esas aguas para siempre.

A diferencia de la predicación ardiente del Bautista, Jesús no viene a castigar con fuego, sino a ser solidario con los pecadores, a buscar la oveja descarriada.

En la primera lectura, el profeta Isaías, desde su destierro en Babilonia tras la caída de Jerusalén, consolaba a su pueblo abatido anunciando la venida del Señor. Como nos recuerda Jeremías en otro lugar, la gloria de Dios abandonó el templo destruido para acompañar a su pueblo en el cautiverio. Jesús es verdaderamente el Dios-con-nosotros, sin apaños ni reservas. Emmanuel.

Hace apenas unos días contemplábamos al Niño Jesús en brazos de María, adorado por los magos. Hoy lo encontramos ya como un hombre adulto, decidido y solidario. Hoy comienza la vida pública de Dios entre nosotros.

En oración

Tras su bautismo, Jesús se retira a orar. Es en la intimidad de la oración donde podemos comprender verdaderamente el significado de los sacramentos que recibimos. Es en la oración donde Jesús experimenta la presencia del Padre. Los cielos se abren, y el Espíritu Santo desciende como una paloma apacible:  son símbolos que revelan la profunda realidad espiritual de lo que está sucediendo.

Jesús descubre que es el Hijo amado, que agrada al Padre, que Dios se complace en Él.

Igualmente nosotros, queridos hermanos, solo en una interioridad cultivada con perseverancia podemos experimentar cuánto nos ama Dios y cómo se complace en nosotros.

La oración nos revela que la presencia de Dios es fuego que consume, ilumina y transforma. El Espíritu Santo es el fuego que nos habita, no el aburrimiento, la mediocridad, el temor o el pecado que tantas veces nos abruman como pesadas cargas.

¡El Espíritu es el fuego que nos debería devorar al comienzo de este nuevo año, la llama de la presencia de Dios en nuestros corazones!

Renacer

La mayoría recibimos el bautismo siendo niños, cuando nuestros padres, consciente o inconscientemente, quisieron transmitirnos su amor por Dios desde nuestros primeros días.

Lamentablemente, aunque la realidad teológica permanece en nosotros, la experiencia física sensible quedó en el pasado y no siempre somos conscientes de la transformación profunda que ocurrió en nuestro ser.

El bautismo nos ha hecho hijos de Dios, ciudadanos del cielo junto a los santos, personas libres para amar.

Hijos de Dios Podemos aspirar a grandes logros terrenales, pero nunca podremos ser algo más grande que hijos de Dios… ¡y ya lo somos desde el bautismo!

Conciudadanos del cielo. Somos parte de la Iglesia, el gran proyecto de Dios, formada no solo por nosotros, pecadores, sino por grandes testigos de la fe. Y estamos orgullosos de poder invocar la fe del apóstol Pedro, el discernimiento de San Ignacio, el espíritu misionero de San Francisco Javier, o la paz de San Francisco de Asís, entre tantos otros grandes santos.

Libres para amar. Cristo nos ha liberado de la trampa del pecado, de las tinieblas, de la gran decepción de los orígenes, y con su amor y su gracia podemos aprender a amar como Él ama.

Al retomar nuestra vida cotidiana esta semana en el trabajo, los estudios y nuestras ocupaciones, hagámoslo conscientes de que llevamos en nuestro corazón la semilla de la presencia divina, llamada a dar en el mundo frutos de santidad, justicia, amor y paz. Que así sea.

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