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viernes, 3 de enero de 2025

DOMINGO 2º DE NAVIDAD (Ciclo C)


 Primera Lectura: Eclo 23, 1-2.8-12
Salmo Responsorial: Salmo 147
Segunda Lectura: Ef 1, 3-6.15-18
Evangelio: Jn 1, 1-18

En este día, el evangelista Juan nos invita a volar alto hacia las alturas del misterio divino. Juan, tocado profundamente por el Espíritu Santo, como sucede a quienes depositan su confianza plena en el Señor, contempla con mirada misericordiosa a quienes nos dejamos arrastrar por una Navidad superficial y consumista. Porque, siendo sinceros, el conocimiento de la fe del cristiano medio en España es bastante decepcionante.

Y es necesario reconocerlo con humildad: muchas veces nos conformamos con un conocimiento básico de nuestra fe, con aquellas nociones elementales del catecismo y algunas frases sueltas de las homilías dominicales. Ante esto no hemos de sorprendernos del proselitismo de nuestros hermanos musulmanes, budistas o de otras creencias?

        El discípulo amado, en su vuelo teológico, condensa en dieciocho versículos toda la profundidad del misterio de la Encarnación. Aborda las grandes preguntas de la existencia: ¿por qué existe Dios?, ¿quién es Jesús?, ¿quiénes somos nosotros, hacia dónde vamos?, ¿cómo termina el libro de la historia?

Lo hace con una perspectiva universal, con aliento cósmico, trascendiendo las limitaciones terrenales. ¿No es esto una invitación para nosotros? Cuando nos sentimos atrapados en la estrechez de nuestra existencia, ¿no será porque permanecemos encerrados en nosotros mismos, incapaces de elevar nuestra mirada al Creador?

Esta dimensión cósmica nos habla de trascendencia, de interioridad profunda, de comprensión del sentido último de la realidad. Juan nos revela a un Dios eterno, plenitud de todo ser, por quien todas las cosas fueron hechas y un fragmento de su gloria está presente en todas ellas.

¡Qué maravillosa revelación! Esta verdad fundamental resuena en toda auténtica búsqueda espiritual de la humanidad: Dios existe y está presente. Sin embargo, ¡cuántas veces nuestra miopía espiritual nos impide contemplar su presencia! Ante la magnificencia de la creación, frecuentemente nos quedamos en la superficie, corriendo el riesgo de idolatrar lo creado. Y no es así. Toda la realidad es como un dedo gigante que apunta hacia el Creador, como las pistas a seguir en un inmenso juego en el que nuestro Dios nos invita a trascender lo material.

Juan nos enseña que en Dios está la vida, y esta vida es la luz de los hombres. Fuera de Él solo hay muerte y tinieblas. Vivir no es meramente existir; es descubrir nuestra existencia como don en la presencia del Señor, comprender el designio divino que da sentido a nuestra vida. Porque la vida no es nuestra, es regalada, y por lo tanto hay que acogerla y respetarla como algo que se nos es dado y que no se nos debe.

Entonces resplandece la luz. ¡Cuánto necesitamos esta luz en nuestras tinieblas! Si reconociéramos humildemente nuestra condición de mendigos espirituales, nos convertiríamos en auténticos buscadores de Dios.

Pero aquí surge la cuestión crucial: en un mundo que ofrece múltiples caminos de supuesta iluminación con soluciones para todo, ¿dónde está la verdadera luz? ¿Ha traído más paz y plenitud este mundo que se ha alejado de Dios? Juan es claro y contundente: el mundo no ha reconocido a su Creador.

Este es el drama de la Navidad: Dios viene, pero el hombre está ausente. La luz verdadera ilumina a todo hombre, pero las tinieblas no la reciben. La Navidad no es mero sentimentalismo, ni prevalencia de lo folclórico sobre la fe, sino el momento de la decisión: Dios está presente, ¿lo acoges o no?

La promesa es clara: quienes reciben la luz reciben el poder de ser hijos de Dios. ¡Qué dignidad más grande! Ser hijo de Dios supera cualquier gloria humana. Ya somos hijos, aunque a menudo lo olvidemos persiguiendo reconocimientos mundanos. La Navidad es la toma de conciencia de mi filiación divina, de mi dignidad, de que Dios nos comunica su vida como un regalo espléndido.

Así se completa el círculo del Adviento. No conmemoramos un nacimiento pasado; celebramos una realidad presente: Cristo ha nacido, ha revelado el rostro del Padre, ha muerto y resucitado por nuestra salvación. El mundo puede no saberlo, pero nosotros estamos llamados a vivir esta verdad.

Esta es la Navidad, amados hermanos: el momento de abrazar nuestra verdadera identidad como hijos de Dios.

Que el Señor nos bendiga y nos guarde.


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