Primera
Lectura: Eclo 23, 1-2.8-12
Salmo
Responsorial: Salmo 147
Segunda
Lectura: Ef 1, 3-6.15-18
Evangelio: Jn 1, 1-18
Hoy Juan nos invita a volar alto. Juan, repentinamente golpeado por una sobredosis de Espíritu Santo, como les pasa a los que se fían de Dios, nos mira con compasión a los que somos víctimas de esa otra Navidad comercial y vacía. Juan quiere elevar nuestro nivel de reflexión, aunque éste sea bajo. Porque, siendo sinceros, el conocimiento de la fe del cristiano medio en España es bastante decepcionante.
Las
cuatro nociones aprendidas en el catecismo y algunas frases recogidas de vez en
cuando en las homilías son suficientes. ¡Espléndido! Ante esto no hay que
sorprenderse del gran proselitismo que hacen nuestros hermanos musulmanes,
budistas o de otras creencias.
El
apóstol Juan, volando alto, resume en dieciocho versículo todo el misterio de
la encarnación en la Navidad. Todo significa todo: ¿por qué existe Dios?, ¿quién
es Jesús?, ¿quiénes somos nosotros, hacia dónde vamos?, ¿cómo termina el libro
de la historia?
Y
lo hace con una mirada amplia, con un aliento cósmico, sin estar atado a su
situación concreta, a su experiencia, a sus problemas… Sólo esto ya nos muestra
un camino. Si -a veces- nuestra vida nos parece demasiado estrecha, ¿no será
porque estamos encerrados en nuestro caparazón y no somos capaces de salir de
nosotros mismos, de levantar la mirada hacia Dios?
Cósmico
significa más allá, significa interioridad, comprender lo que estoy haciendo y hacia
dónde va el mundo, por qué son las cosas como son, dónde está la verdad. Dios
existe desde siempre, dice Juan. Dios es todo, es la plenitud. Todas las cosas
fueron hechas por medio de él, y un fragmento de su gloria está presente en
todas las cosas.
¡Precioso!
Es, más o menos, la conclusión a la que llegan casi todas las experiencias
religiosas de la historia de la humanidad: Dios existe, y está presente. Esto
significa que a través de las cosas podemos volver de alguna manera a Dios.
¡Ah, si no fuéramos tan miopes y espiritualmente astigmáticos! Frecuentemente,
estamos viendo un paisaje impresionante de la naturaleza mostrando todo su
poder y no sabemos mirar hacia arriba. De hecho, corremos el riesgo de
convertir la naturaleza en un ídolo. Y no es así. Toda la realidad es como un
dedo gigante que apunta más allá, como las pistas a seguir en un inmenso juego
en el que nuestro Dios nos insta a ir más allá de lo material y lo puramente sensible...
En Dios, nos dice Juan, está la vida y la vida es la luz de los hombres. Es decir, fuera de Dios, fuera del sentido, fuera de esta visión está la muerte y la oscuridad. La vida no significa simplemente existir y vivir no significa respirar. Vivir significa descubrir en la presencia del Señor, descubrir el gran diseño del universo, el gran sentido de mi vida. Porque la vida no es nuestra, es regalada, y por lo tanto hay que acogerla y respetarla como algo que se nos es dado y no se nos es debido.
Entonces,
claro, ¡aparece la luz! ¡Cuánta luz necesitamos para vivir en nuestra oscuridad!
Si tuviéramos la humildad de sabernos mendigos, de sabernos necesitados, con
realismo, nos convertiríamos en buscadores de Dios.
Y
aquí surge el problema: ¿todos los “vendedores de luz” de nuestro mundo tienen
razón o no? A nuestro alrededor hay cientos de modelos que se nos ofrecen:
"esto es lo que hay que hacer, compra esto, haz aquello". Pero ¿hay
más serenidad, más alegría en el mundo actual? ¿Este mundo que se ha
desprendido de Dios es realmente más libre y pleno? Juan es contundente: el
mundo hecho por Dios no ha reconocido a su creador, a su hacedor.
Aquí
está el drama. Dios viene, y el hombre no está. La luz verdadera que alumbra a
todo hombre llega (nadie está apartado del querer de Dios) pero las tinieblas
no la acogen. La Navidad no es dulzura y miel, sino confrontación y dureza; a
lo largo de los siglos el aspecto folclórico y sentimental (el niñito, la
bondad) ha prevalecido sobre el de la fe. Hemos de recuperar el fuerte impacto
del nacimiento del Señor Jesús: Dios está ahí, y tú... ¿lo acoges o no?
Eso
es todo: a los que acogen la luz, Dios les da el poder de convertirse en hijos
de Dios.
Soy
un hijo de Dios y no me interesa ser otra cosa. No quiero ser un premio Nobel,
ni una gran estrella. Ya soy todo lo que más podría desear: hijo de Dios. Sólo que
corro detrás de mil sueños y mil quimeras para recibir complacencia y
aprobación de los demás. Pero ya soy un hijo, sólo que no lo sé. La Navidad es
la toma de conciencia de mi filiación, de mi dignidad, de que Dios nos cuenta
su vida y que es espléndido.
Esto
es cerrar el círculo. Al principio del Adviento decíamos que no estamos aquí
para fingir que Jesús ha nacido. Jesús ya ha nacido, ha revelado el rostro de
Dios, ha muerto y resucitado, ha salvado al mundo, a cada persona. Lo que pasa
es que el mundo no lo sabe.
Esto
es la Navidad: una postal que nos impacta y nos recuerda que debemos
convertirnos en lo que ya somos: Hijos de Dios.
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