En
este año C del Tiempo Ordinario, que va a estar dedicado al evangelista Lucas, intérprete
de la mansedumbre y misericordia de Cristo, iniciamos el tiempo ordinario con
una injerencia de Juan: la narración de las bodas de Caná. Iniciamos el nuevo
año repitiéndonos que encontrar a Dios es como participar en una espléndida
fiesta de bodas. Una fiesta en la que sentimos cómo la alegría se extiende y
llena cada una de las fibras de nuestro cuerpo, porque estamos rodeados por
nuestros familiares y amigos, porque estamos enamorados, porque todo nos
sonríe.
Pero
también existe una visión oscura de la fe y de Dios, que reemplaza la alegría por
el deber y la norma, que se escurre hacia la obligación de la regla prescrita,
que no quita ojo al sentido de culpa y hace del pecado la medida con qué juzgar
toda la vida. ¡Un espanto!
Por
eso Juan inicia la narración de sus siete milagros con una boda; por eso dice
que aquélla boda fue el primer signo de Jesús, el principal; por eso leemos
esta página al principio del año: para volver a descubrir que creer es alegrarse
y vivir.
Borracheras
La
historia de Caná corre el riesgo de ser leída con superficialidad, fijándose sólo
en el insólito y agradable milagro enológico, y en la colosal borrachera colectiva consiguiente; la conclusión, conocida
por todos, es que Jesús es un hombre prodigioso que transforma el agua en vino,
¡quién pudiera!
Sin
embargo, debemos ir más allá de la pura letra. Si habéis estado atentos, vereis
que es una boda bastante extraña. Se echa absolutamente de menos a la novia, el
novio sólo aparece para recibir las felicitaciones por algo que, en teoría, no
le concierne y por lo que él no ha hecho absolutamente nada. ¡Qué boda más rara!
Aparte
notamos la descortesía de Jesús hacia su madre y, para poner la guinda, la
absurda presencia de unos cántaros de piedra de cien litros para la
purificación en la casa de la celebración. ¿Qué hacían ahí? Aquellas tinajas de
piedra existían, sí, pero en el patio del Templo de Jerusalén. En Caná, ciertamente
no.
En
fin, que son muchas las cosas que no van en la narración; intentemos
comprenderlo mejor.
Matrimonio fracasado
En el trasfondo de la narración hay un matrimonio fracasado. El matrimonio entre Israel y su Dios languidecía, era como aquellos cántaros: petrificados e imperfectos. Eran, seis las tinajas, cuando el número de la perfección es siete: falta algo. La religiosidad de Israel estaba cansada y aguada, ya no daba alegría, ya no había fiesta. El pueblo estaba viviendo una fe muy parecida a nuestra religiosidad contemporánea, cansada y despistada, arrollada por las contradicciones internas y por la rutina de cada día.
María
es la primera, entre los discípulos, que se entera de lo que está pasando e
invita a Jesús para que intervenga.
Los
sirvientes fieles, figura central de la narración, son los que mantienen en pie
la boda entre Israel y su Dios, los que, con fatiga y sin entender nada, obedecen,
perseveran, y no abandonan. Ellos no lo saben, pero su gesto de fidelidad dará fruto
y reanimará la fiesta.
Así
que, amigos, ánimo si os sentís como el oso panda, en vías de extinción, cuando
os miran raro por ser cristianos y por venir a la iglesia. Vuestra fidelidad es
necesaria para el milagro del vino nuevo.
Jesús
es el novio de la humanidad, que transforma el agua de la costumbre y de la
rutina en el vino de la pasión, es él quien recibe las felicitaciones de los
sumilleres, que somos nosotros, discípulos emborrachados por la ebriedad que
nos provoca la Palabra de Dios.
De madre a mujer
Es
María la que se da cuenta de que falta el vino. Siempre es ella la que,
discretamente, ve que ya no hay alegría en nuestra vida. E interviene.
Jesús
escucha su solicitud y le contesta de mala manera, al menos en apariencia: “Mujer, déjame, aún no ha llegado mi hora”.
¡Vaya respuesta! ¡Qué maleducado!
Pero
no es así, María captó muy bien la respuesta de su hijo. Jesús está diciendo a su
madre que él es un perfecto desconocido, el carpintero de Nazaret; soy tu hijo
y si ahora intervengo, madre, me alejaré para siempre de ti, y tú serás para mí
una más de las muchas mujeres que me encontraré en la vida.
María
acepta y dice a los sirvientes, y a nosotros: “Haced lo que él os diga”.
¡Qué
difícil es cortar el cordón umbilical que nos ata a los hijos! ¡Cuanto más duro
debió haber sido, para María, renunciar a tener a Dios jugando por casa para luego
entregarlo de verdad al mundo!
María
quiere mucho y bien a su hijo y lo deja ir a su vida y su misión. María,
después de esto, desaparecerá del evangelio de Juan, para reaparecer únicamente
al pie de la cruz. Reaparecerá para volver a convertirse en madre, pero esta
vez, de todos los discípulos.
La
última palabra de María en el evangelio es una invitación a seguir a su hijo.
Alegría
Así
es la fe, amigos: una boda en la que nunca falta el vino, un encuentro que,
siempre, suscita alegría y pasión.
Si,
en cambio, la fe, para nosotros, es aburrida y sólo somos cristianos por deber,
tan agradable como ir al dentista, una de dos: o estamos viviendo un mal
momento, y entonces le pedimos al Señor que transforme nuestra agua en vino,
permaneciendo en la fidelidad, como los sirvientes del evangelio, o simplemente
no estamos presentas en el banquete nupcial; estamos ausentes de la verdadera
fe.
Así
comienza este nuevo año, con sencillez y con asombro. Ocurrirá cualquier cosa, pero
que éste sea el año en que queramos entregar al Señor nuestra fidelidad
imperfecta, nuestra vida petrificada, para verla transformarse en el vino nuevo
del Reino de Dios. Que así sea.
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