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sábado, 27 de septiembre de 2025

DOMINGO 26º DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloC)


Primera lectura: Am 6, 1a.4-7
Salmo responsorial: Salmo 145
Segunda lectura: 1 Tim 6, 11-16
Evangelio: Lc 16, 19-31
 

Seguimos hoy con la catequesis de san Lucas que escuchábamos el domingo pasado. Allí Jesús nos pedía poner en las cosas de Dios el mismo empeño que solemos poner en los asuntos terrenos, especialmente en lo que se refiere al dinero. Recordemos su sentencia clara: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Algunos fariseos que lo escuchaban, amigos del dinero, se reían de él. Pero Jesús no se deja intimidar: denuncia su aparente rectitud, esa altanería que —dice él— repugna a Dios, y a continuación cuenta la parábola que hemos proclamado hoy.

La parábola de Lázaro y el rico, al que llamamos Epulón —no es un nombre propio, sino un apodo que significa algo así como “comilón y marchoso”—. La escena refleja muy bien la contradicción de nuestro mundo: millones de personas mueren de hambre, mientras en otros lugares la obsesión es perder peso.

 El nombre y el anonimato

Dios conoce al pobre por su nombre: Lázaro. En la Biblia, el nombre expresa intimidad, cercanía, relación personal. Dios no es indiferente a su sufrimiento. En cambio, el rico no tiene nombre propio. Vive satisfecho de sí mismo, autosuficiente, aparentemente sin problemas religiosos, pero con un corazón cerrado, indiferente al que muere en su puerta.

No se trata de que Dios haga justicia como venganza, poniendo las cosas al revés, castigando al rico y premiando al pobre. El centro de la parábola está en otra palabra clave: abismo.

 El abismo

Hay un abismo entre el rico y Lázaro, y ese abismo no nace sólo en la otra vida, sino ya en esta. No se condena al rico por tener bienes, sino por la indiferencia que cava un barranco en su corazón. Puede que fuera un hombre religioso, incluso cumplidor, pero nunca atravesó el abismo para salir de sí mismo y acercarse al hermano.

Ese es el drama: el abismo de la autosuficiencia, de la presunción, de las falsas seguridades. El abismo de la omisión. No hacer el mal directamente, pero dejar de hacer el bien posible. Y ese vacío se convierte en una distancia que ni siquiera Dios puede forzar si nosotros mismos no queremos tender puentes.

 Lo social y lo personal

Podemos preguntarnos: ¿qué podemos hacer frente a las inmensas injusticias de nuestro tiempo? A veces nos refugiamos en una limosna ocasional o en una devoción que nos calma la conciencia pero no nos cambia la vida. Y así el abismo permanece.

sábado, 20 de septiembre de 2025

DOMINGO 25º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Am 8, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 112
Segunda Lectura: 1 Tim 2, 1-8
Evangelio: Lc 16, 1-13


La semana pasada reflexionábamos sobre cómo el encuentro con el Dios de Jesús transforma nuestra vida. Cuando nos acercamos a Él, descubrimos que formamos parte de su inmenso proyecto de amor para la humanidad. Todo adquiere un nuevo sentido: las prioridades cambian, las opciones se iluminan y la vida se llena de un propósito más profundo. Conocer a Dios, al Dios de Jesús, es dejar que Él reordene nuestro corazón y nos guíe hacia lo esencial.

Hoy, sin embargo, nos enfrentamos a una realidad que parece alejarse de este proyecto divino. Vivimos en un mundo inquieto, a la deriva, donde el mensaje evangélico se diluye entre las voces efímeras de nuestro tiempo. Se olvida lo esencial, transmitido por generaciones, y se cede a una lógica de corto alcance, superficial y oportunista. Lo más doloroso es ver cómo se desmorona el sentido de pertenencia y solidaridad que nuestro pueblo heredó del cristianismo. Una economía indiferente a la ética, sedienta de lucro, está destruyendo sueños, valores y, sobre todo, la dignidad de millones de personas que caen en el desencanto y el sinsentido.

La Palabra de Dios nos ilumina

Ante esta realidad, quienes nos sentimos atraídos por el Señor Jesús y fascinados por su Evangelio, llevamos una pregunta clavada en el corazón: ¿Cómo cambiar la suerte del mundo? ¿Cómo encauzar una economía que pisotea la dignidad humana? ¿Cómo evitar que el capitalismo, en su forma más despiadada, dicte el destino de las personas?

En otros tiempos, los discípulos del Resucitado respondieron con obras concretas: comunidades solidarias, hospitales, obras de caridad. Había claridad: un empresario cristiano actuaba primero como cristiano y luego como empresario. Pero hoy es al revés y todo es más complejo. La nueva economía, la globalización, los mercados y un sistema basado en el beneficio a cualquier precio dominan la política, las guerras y un futuro incierto. ¿Qué podemos hacer nosotros, ciudadanos del mundo y discípulos de Cristo?

Pistas desde el Evangelio

El Evangelio de hoy nos ofrece algunas claves. En primer lugar, nos recuerda que la riqueza y el poder no son cuestiones de cantidad, sino de actitud. No se trata de cuánto tenemos, sino de cómo lo vivimos en el corazón. Aunque no seamos parte de los "grandes" del mundo, incluso con pocos bienes podemos caer en el apego de la riqueza que nos aleja del Reino de Dios.

El profeta Amós, en la primera lectura, denuncia con amargura la corrupción de su tiempo: un poder que oprime al pobre mientras se cubren las apariencias con prácticas religiosas. ¡Cuánto se parece esto a nuestro mundo! Ante la lógica perversa del capitalismo, donde el más fuerte triunfa, nuestra conciencia cristiana debe reaccionar. No basta con limosnas piadosas; es necesario afrontar la realidad con honestidad y proponer una economía que ponga a la persona en el centro, no al capital.

sábado, 13 de septiembre de 2025

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ (14 de septiembre)


Primera Lectura: Num 21,4b-9
Salmo Responsorial: Salmo 77
Segunda Lectura: Flp 2,6-11
Evangelio: Jn 3, 13-17


               

Es normal que muchas veces nos sintamos cansados y hasta desconcertados por tanto sufrimiento en el mundo. Lo vemos en lo grande —guerras, injusticias, desastres—, pero también en lo pequeño y cercano: en la enfermedad de un ser querido, en las dificultades de la familia, en las heridas que llevamos por dentro. Dios ciertamente nos cura desde lo profundo, pero siempre surge la misma pregunta: ¿por qué hay tanto dolor que parece inútil?

La fiesta que hoy celebramos, la Exaltación de la Santa Cruz, puede darnos una luz en medio de esa pregunta.

Una historia que nos ayuda a mirar

La tradición nos dice que santa Elena, madre del emperador Constantino, viajó a Tierra Santa movida por la fe. Quiso visitar los lugares de la memoria de Jesús, donde durante tres siglos los cristianos habían rezado casi en secreto. En el Gólgota, donde se levantaba un templo pagano, mandó excavar y allí, según la tradición piadosa, se halló la cruz del Señor. Era un 14 de septiembre, y aquella cruz fue llevada a Constantinopla en medio de gran veneración.

En pocas décadas, los cristianos que antes eran perseguidos se encontraron exaltando la cruz de Cristo públicamente. Y desde entonces, esta fiesta nos invita a contemplar con seriedad lo que significa la cruz en la vida cristiana.

Una fiesta paradójica

Para quien no comparte la fe, celebrar la exaltación de la cruz puede sonar absurdo y disparatado. ¿Qué sentido tiene alegrarse por un instrumento de tortura? Nuestra sociedad busca el bienestar, la comodidad, el “no sufrir”. Y es lógico que alguien pregunte: ¿no será esto una exaltación morbosa del dolor? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?

La respuesta es clara: los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos ni el dolor, ni la tortura y ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo. En la cruz no está glorificado el sufrimiento, sino la entrega de Jesús, que se hizo solidario con nosotros en todo, incluso en la muerte.

sábado, 6 de septiembre de 2025

DOMINGO 23º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

No sea que no pueda acabarla... (Lc 14, 29)

Primera Lectura: Sab 9, 13-18
Salmo Responsorial: Salmo 89
Segunda Lectura: Flm 1, 9-10.12-17
Evangelio: Lc 14, 25-33


Estamos terminando otro verano más. Un verano que se apaga entre las dudas y vaivenes de la política, en un mundo marcado por la violencia de la guerra. Mientras tanto, el Mediterráneo sigue siendo escenario de un drama que parece no tener fin: miles de personas que buscan un futuro mejor se lanzan al mar, y demasiadas veces no llegan a la otra orilla. Las cifras son frías, pero detrás de ellas están los rostros y las vidas de hombres, mujeres y niños. Desde hace tres décadas, más de 48.000 han muerto en esa travesía.

Y no solo el Mediterráneo: en Gaza, en Ucrania, en el Cuerno de África… los conflictos y las catástrofes obligan a millones a abandonar sus casas, dejando atrás todo lo que conocen. La tierra se convierte en un lugar hostil para los que solo buscan un poco de paz y dignidad.

Son contradicciones que reflejan nuestra condición humana: mientras los poderosos discuten y calculan, los pequeños sufren y mueren. Y nosotros, desde nuestra vida cotidiana, también luchamos contra la violencia que anida en nuestro interior, intentando no caer en la indiferencia, buscando un poco de luz para caminar.

En medio de todo, la Palabra de Dios viene a tocarnos, a abrir grietas en la dureza de nuestro corazón. Nos invita a no resignarnos, a creer que la conversión es posible. Porque si no avanzamos en ese camino, corremos el riesgo de ir muriendo lentamente, devorados por la nada.

Ánimo, pues: el Señor nos ofrece su Sabiduría como horizonte.

Buscar las cosas de arriba

El libro de la Sabiduría nos plantea una verdad sencilla y, a la vez, profunda: “Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos” (Sab 9,14). ¡Cuánta razón tiene! Sabemos mucho de ciencia y de tecnología, nos hemos atrevido a cruzar el espacio y a descifrar la energía, pero seguimos siendo incapaces de responder al vacío interior del joven que se pierde en la droga, o de detener el odio que alimenta la guerra, o de curar la soledad de tantas familias sin casa ni tierra donde asentarse.