Contemplación
Aquel
niño de Belén grita, llora, hipa, gime con una lastimera voz, como hacen los
cachorros de hombre recién nacidos. Con sus ojos entornados y las minúsculas
manos cerradas en un puño, apoya la cara arrugada en el tierno seno de su madre.
Por un instante abre los ojos, como para asegurarse, luego cae de nuevo en el
sueño.
La
madre, inexperta, mete el dedo meñique en una taza de barro y se lo apoya en
los pequeños labios que se entreabren y se bañan de leche de cabra.
El
frío del desierto roza las casas de Belén y María arregla la manta de lana que
protege el cuerpo desnudo del recién nacido. Sonríe María, y mira a su firme
apoyo, José, sentado sobre la paja, exhausto del largo viaje y de las emociones
de las últimas horas.
También
yo guardo silencio, en un rincón del establo, sin hacer ruido, suspendido entre
la emoción y el cansancio. San Ignacio dice en sus Ejercicios, en la
Contemplación del Nacimiento, que contemplemos las personas, a nuestra Señora,
a José y al niño Jesús, haciéndome yo un
pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos, y sirviéndolos en
sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia…
He
venido aquí con mi oración, en un rincón, sin molestar. Impactado por esta
crisis global que parece no acabar, por los miedos ante el futuro, por la
locura que está arrastrando nuestro mundo hacia el abismo. Luego miro a María y
José, y pienso en cuánto más duro fue para ellos, para esta esta joven pareja. Y,
sin embargo, aquí está Dios.
Y
veinte siglos después seguimos todavía descolocados por este hallazgo en
nuestra contemplación: aquí, en el pesebre está Dios. A miles de kilómetros de
la espantosa imagen que de Él nos hemos hecho. Dios es así realmente: aquel
niño de Belén es Dios. Un inerme enorme, poderosamente frágil, débil por
elección. Un recién nacido que suscita ternura, que dan ganas de cogerlo en brazos
y acariciarlo.
Aquí está Dios… y también el hombre…
María
ha creído en las palabras del arcángel Gabriel y ha puesto su vida en las manos
de Dios. Y ahora está allí, con el misterio del universo apretado contra sí.
Trastornada y meditabunda, con su inmenso corazón de discípula, fluctuando
entre la alegría de haberse convertido en madre y el asombro de tener a Dios
colgado del cuello. María, la primera entre los locos de Dios, la primera creyente,
la primera entre las mujeres, benditas hijas de Eva, que comparten con Dios el poder
de engendrar la vida.
José
se siente cansado. También él ha dicho sí a Dios, pero el suyo ha sido un sí
más atormentado, fatigoso y rebelde.
Sus
sueños ahora son el sueño de Dios. Él ya no tiene futuro, ni espacio, ni
ambición, ni el comprensible orgullo de padre. El Padre Dios lo ha hecho padre,
y él, ahora tendrá que cuidar a Dios y a su madre, protegiéndolos y dejándolos crecer,
a Jesús y María tan habitados por el Misterio. José descubre así que la vida no
se mide por los resultados sino por la fidelidad a los acontecimientos que el
Señor nos va ofreciendo en la vida.
En
las colinas, alrededor de Belén, los pastores, dejados de la mano de Dios,
perdedores, ladrones, hombres sin dignidad, sin futuro y sin esperanza, maldicen
en su corazón la suerte que les ha tocado, expulsando fuera de sí el dolor que
sube hasta ahogar la garganta y llenar los ojos de lágrimas. Es el final de un
día igual a los anteriores, igual a los venideros, sin salvación, sin tregua y sin luz. Y un ángel se les aparece. Para vosotros,
dice, y habla de un pesebre. Un pesebre para los pastores es como un barco para
los pescadores o como un prado para los campesinos. Dios no huye, no se
esconde, no lo hace todo difícil, sino que se deja encontrar por las señales
más banales y comprensibles.
Y
los pastores van. Y encuentran a Dios que habita en un pesebre, como si fuera
un trono, y entienden que también un pesebre, que huele a estiércol de oveja,
puede convertirse en el trono del Dios de los derrotados y olvidados de la
historia.
Al
oriente, a lo lejos, un grupo de curiosos acampados discuten, alzando el precio
de la apuesta: unos sostienen que la señal en el cielo indica el nacimiento de
un rey, otros dicen que, en cambio, prevé una catástrofe, otros aún dicen que
no significa nada. Y bromean y ríen, mientras que los sirvientes traen la carne
asada al fuego. Se irán a dormir pronto, que mañana tienen que seguir viaje hacia
Judea.
Son
gente harta de dinero, harta de cultura, harta de bienes. Pero que todavía
curiosean, se interrogan y buscan.
En
Jerusalén los Sumos Sacerdotes comentan el día, planean el futuro del nuevo y espléndido
templo. Al fin se despiden, rezan e invocan la llegada del Mesías. Alguno sonríe:
no nos faltaría más ahora que la llegada del Mesías, ¿para qué nos serviría?
Herodes
echa a la concubina de su cama, e intenta coger el sueño. Se asoma a la terraza del edificio que domina la ciudad.
No, la gente no lo quiere, pero paciencia: si no es recordado por su gloria, al
menos será recordado por su odio.
Nosotros
Aquí
está Dios. Si Dios pide nacer, es que todavía no se ha cansado de nosotros.
Recemos,
ahora, encomendando a todos, aunque no logremos que todos estén en nuestra pobre
oración.
Pensemos
en quien sufre porque ningún ángel le ha dicho todavía que Dios nace precisamente
para él. Recemos por los muchos que hemos encontrado a lo largo de este año tan
doloroso e intenso, y como Dios es asombroso
dibujando nuevos caminos para quien se encomienda a Él. Pensemos en tantas
víctimas de las guerras de todo tipo. Oremos por nuestra España tan pendenciera,
tan cansada y decepcionada, que ya no tiene esperanza, y cree ser de verdad tan
mediocre como parece, y le pedimos a Dios un regalo: que nos recuerde a todos quiénes
somos, de dónde venimos y hacia quién
vamos.
Mirando
al niño nos preguntamos en qué lío nos hemos metido, siguiendo a un Dios que,
en vez de solucionarnos los problemas, nos crea un montón de ellos.
Quisiera
apretar entre mis brazos a ese niño, llenar de besos a este Dios nuestro, decir
que lo quiero, precisamente por ser así de imprevisible, porque ser tan
misteriosamente encontradizo y hasta banal.
Termino
con un escrito de uno de los más feroces ateos del siglo pasado, maestro de la
duda y de la náusea, Jean Paul Sartre. Suena, sin embargo, a oración y dice:
María mira a Jesús y piensa:
“Este Dios es mi hijo.
Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí, él tiene mis ojos y esta forma
de su boca es la forma de la mía. Se me parece. Él es Dios, y se parece a mí”.
Y ninguna mujer ha tenido la suerte de tener a su Dios para ella sola. Un Dios
pequeño, que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que
sonríe y que respira, un Dios que se puede tocar y que vive. Y es en esos
momentos cuando yo pintaría a María, si fuera un pintor, y buscaría mostrar la
expresión de tierna audacia, y la timidez con la que extiende su dedo para
tocar la pequeña y dulce piel de este niño-Dios, cuyo peso cálido y sus
sonrisas siente sobre las rodillas.
Esta es, hermanos, la Palabra que se hizo carne y que acampó entre nosotros para que contemplásemos su gloria, la gloria del Hijo de Dios.
Feliz
Navidad a todos los que le buscamos.
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