Que nos guste o no, la familia está y permanece en el
corazón de nuestro recorrido vital, de nuestra educación, a menudo es causa de
mucho sufrimiento, de alguna desilusión y, gracias a Dios, causa de inmensa
alegría.
Es bonito que Dios haya querido experimentar la
experiencia familiar.
Da que pensar que, para hacerlo, haya elegido una
familia tan desdichada y complicada.
Asombra que la Iglesia se obstine en proponer esta
familia como modelo, una familia en la que la pareja vive en la abstinencia, el
hijo es la presencia del Verbo de Dios, y los esposos se ven obligados a
escapar a causa de la imprevista notoriedad del recién nacido...
Pero no es en esta diversidad en lo que queremos
seguir a María y José, sino en su concreción de pareja que ve su vida
trastocada por la acción de Dios y el delirio de los hombres; en su capacidad
de ponerse en juego, en serio, sin chantajes, sin angustias, para formar parte
de un proyecto más grande, el que Dios tiene sobre el mundo.
María
abraza fuerte contra sí al recién nacido que siente el calor y el olor de su
piel. José está ahora más sereno. La aventura del nacimiento de su hijo primogénito
lejos de casa le ha puesto fuertemente a prueba, pero ahora, después de aquella
tumultuosa noche llena de emociones y señales, el joven José se siente lleno de
confianza en el futuro. Jesús ya ha sido ofrecido al Dios de Israel, como estaba
prescrito, y en el grandioso Templo de Jerusalén un viejo sacerdote ha cogido al
niño en brazos profetizando sobre él. Después de la larga y dolorosa
permanencia en Egipto, María y José vuelven a Nazaret, dónde Jesús crece.
Y
en Jerusalén es también donde un Jesús adolescente se escapa de sus padres,
para discutir con los doctores de la Ley, como nos narra el evangelio de hoy.
¡Qué bonito es encontrar a unos padres también en dificultad con el hijo en plena
rebeldía juvenil!
Dura realidad
Se
podrían seguir varias páginas, en una torpe tentativa de concretar las
aventuras de la familia de Nazaret. Pero estamos todos tan cogidos por las
emociones de la Navidad que hasta podemos olvidar, o pasar por alto, el peso
concreto que, como toda familia, María y José han tenido que afrontar.
Hoy celebramos a la Sagrada Familia, tan diferente de nuestras familias, con una madre Virgen, un padre adoptivo y un hijo que es Dios, y sin embargo tan idéntica a las nuestras en lo que a las dinámicas afectivas se refiere.
Si
la Navidad nos obliga a preguntarnos si de verdad queremos a un Dios tan inerme
como el nuestro, la meditación de esta familia, y de los treinta años vividos
en Nazaret, nos proporcionan ocasiones de reflexión aún más incisivas si cabe.
Porque
Dios va creciendo. Crece en la cotidianidad de una familia de gente pobre,
llena de fe y entregada al Misterio. Una familia que tiene algo que decir a nuestras
familias.
Cotidianidad
La primera reflexión en esta fiesta se refiere justo
al trajín cotidiano que viven María y José. Nosotros, por desgracia, estamos
acostumbrados a considerar los días divididos en laborables y festivos; unos
con el correr repetitivo y aburrido de los días y las horas, los otros con los
acontecimientos que preparamos con alegría intensa; unos con la fatiga del
trabajo, otros con la locura de las vacaciones. Lo mismo nos pasa con la fe: el
domingo, si lo logramos, recortamos al tiempo cincuenta minutos para la Misa y
luego, durante la semana, estamos atropellados por las ocupaciones y
compromisos.
Nazaret nos enseña que Dios viene a habitar en nuestra
casa, que en la cotidianidad y en la repetición de los gestos y rutinas,
podemos realizar el Reino, podemos hacer una experiencia mística y crecer en el
conocimiento de Dios. Hasta podríamos, de verdad, elaborar una teología del
pañal, un tratado místico de las tareas con los hijos, un recorrido espiritual
del plazo de un préstamo.
La extraordinaria novedad del cristianismo es - ¡precisamente!
- su absoluta ordinariez.
En las parejas que tienen el primer hijo: la fatiga y
los noches toledanas, la relación pesada entre ellos a causa del cansancio y de
las preocupaciones, son las mismas de María y José. En los que viven problemas
en el trabajo: también José ha pasado noches agitadas antes de pedir un
préstamo, para poder ampliar el taller de carpintero. En la mujeres que han consagrado
su vida a los hijos: también María ha tenido un velo de tristeza en los ojos
cuando vio su primera cana en el cabello...
Dios ha decidido habitar la banalidad, llenar el
correr de los días.
El Padre
La
segunda reflexión se deriva de la respuesta, aparentemente dura y maleducada, ¡una
respuesta de buen adolescente!, que Jesús dirige a sus padres respecto a
quedarse en Jerusalén después del Bar Miztvah – el uso de razón, que diríamos
nosotros-. Jesús tiene que ocuparse de las cosas del Padre y exige a sus padres
la primacía de Dios en la vida de la familia. Estamos y vivimos juntos para
ayudarnos a encontrar la felicidad, el sentido de la vida, estamos juntos para
caminar al encuentro de la plenitud. Dios no es un superfluo apéndice de nuestras
opciones, algo que sacar y usar cuando hay fiestas o algún problema. Más aún, si
nos convertimos en buscadores de Dios y nos ocupamos de sus cosas, estamos realizando
plenamente el objetivo de nuestro estar juntos como familia.
El Misterio por casa
María y José ven que el Misterio de Dios gatea y se
tambalea por el suelo de casa, que pasa las noches lloriqueando por el
nacimiento de un dientecito... ¿No os habéis preguntado cientos de veces cuánta
fe han debido tener aquellos padres para reconocer que aquel niño, idéntico a
todos los niños, era de veras el Hijo de Dios? José a menudo miraba, al final
del día, a su virginal esposa, incómodo por la inmensa fe de ella, sintiéndose
un poco inadecuado a tan maravillosa confianza.
María, cuando llevaba el café a media mañana a José,
con aquel pelo rizado lleno de virutas, bendecía a Dios en su corazón por
haberle dado un compañero tan sencillo y auténtico. La Sagrada Familia nos
invita a mirar a los otros miembros de la familia con una mirada de fe
luminosa, desentrañando el Misterio que se esconde en cada persona.
Buenas noticias
Hermanos,
confiemos a Dios nuestras familias concretas, las que tenemos o las que
habríamos querido tener, con todas sus fatigas y alegrías, sus contradicciones
y sus pobrezas, con las emociones y el bien que nos sabemos dar.
Encomendemos también al Señor las familias alternativas,
diversas, o incompletas, que llevan en si a una fuerte componente de dolor.
La buena noticia, amigos, es que Dios conoce todas estas
situaciones, y nos quiere de verdad a todos, porque su amor es para todos. Y
“todos” quiere decir todos. A muchos no les basta sólo el amor de Dios, y desean
verlo expresado en el rostro de un compañero o de unos hijos. La buena noticia
es que, con la Navidad, con la encarnación de Dios hecho hombre, también Él
conoce ahora el deseo humano de querer y de ser querido.
Dios vive entre nosotros. ¡Feliz Navidad!
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