Misterio y
dolor
Hoy la Palabra de Dios nos habla de la sinagoga;
de la Iglesia, podemos decir nosotros. Y es difícil hablar de la Iglesia,
seamos honestos y no nos engañemos.
Si todo y sólo fuera la teología, el evangelio,
los santos, el misterio y su luz envolvente, todo sería más sencillo,
resplandeciente y transparente.
Pero no es sólo así. Jesús, pensando en la
Iglesia, imaginando una comunidad de hermanos que se pusieran al servicio de
unos para otros, escogió personas llenas de límites y de defectos para ponerlas
al frente de ella. Y así, en la Iglesia, desde siempre convive este enredo
misterioso, y a veces insoportable, de santidad y de pecado, de alas que nos
elevan y de pesos que nos hunden, de luz y de sombra.
Santa y pecadora, casta meretriz, la Iglesia está
formada por personas y por Dios mismo, está hecha con nuestros límites y con la
benevolencia amorosa del Señor.
¡Cuánto deseamos que no fuera así! ¡Cómo
quisiéramos que la Iglesia estuviera hecha de personas disponibles, coherentes,
misericordiosas, que pensaran siempre con el evangelio en el corazón! Y, en
cambio, esto no siempre es así.
En cada uno de nosotros habita toda la fuerza de
la Palabra y la experiencia de Dios. Y, a la vez, la contradicción de nuestras
limitaciones y cansancios.
Quizás el Señor nos permite vivir en esta
situación de tensión interior, de anhelo, de deseo de santidad. Tal vez vueltos
todos hacia él, en la nostalgia infinita de su presencia, podríamos
enorgullecernos por la experiencia de la luz divina, pero en ese momento
tropezaríamos con nuestra mezquina, pequeña y dolorosa incoherencia.
Pero hermanos, en esta Iglesia, a veces severa e
incomprensible, es donde hemos recibido a Cristo.
Ciertamente, algunas cosas de la Iglesia no nos
agradan, ni nosotros agradamos a la Iglesia. ¿Pero podemos renegar a nuestra
madre sólo porque la ropa que lleva la envejece?
Convertir a
la Iglesia
Marcos inicia su narración con un hecho
desconcertante: la liberación de un endemoniado. Dentro de la sinagoga. No
fuera, ni cerca: dentro.
Es como si Marcos dijera: el primer anuncio qué
debemos y podemos hacer, la primera liberación que tenemos que hacer está
dentro de la comunidad, está dentro de la Iglesia.
Antes de mirar afuera, al mundo hostil y oscuro,
hace falta tener el coraje de liberar de cualquier tiniebla en nuestras
comunidades. Liberarlas de la peor de las herejías de nuestro milenio apenas
estrenado, es decir: conformarse con una fe que sólo es exterioridad,
costumbre, cultura, conservación a ultranza, mantenimiento del “siempre se hizo
así”. Liberar a las comunidades de una fe que no tiene nada que ver con la
vida.