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sábado, 8 de noviembre de 2025

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN (9 de noviembre)


Primera Lectura: Ez 47,1-2.8-9.12
Salmo Responsorial: Salmo 45
Segunda Lectura: 1Cor 3,9c-11.16-17
Evangelio: Jn 2, 13-22

Hoy, la Iglesia celebra con gozo la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma, madre y cabeza de todas las iglesias del mundo. No es San Pedro del Vaticano, como muchos creen, sino este templo el que ostenta el título de omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput, es decir, "madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad y del mundo". Al conmemorar su consagración, recordamos que Roma no es solo un símbolo de primacía, sino de servicio: servicio a la verdad, servicio a los pobres, servicio a la unidad de la fe. Como nos enseñó san Gregorio Magno, Roma es primera entre iguales porque, desde Pedro, ha sido llamada a ser faro de caridad y custodia del Evangelio.

 La Iglesia: más que piedras, comunidad viva

La fiesta de hoy nos invita a reflexionar sobre el sentido profundo de nuestras iglesias. Cuando escuchamos la palabra iglesia, es fácil que nuestra mente se dirija a un edificio, a un templo de piedras y vidrieras, a esos espacios que el arte y la historia han elevado a la categoría de obras maestras. Y es cierto: las catedrales, con su belleza, son un canto de gloria a Dios. Pero, hermanos, el templo solo tiene sentido si alberga a la Iglesia con mayúscula, es decir, a la comunidad de creyentes reunidos por Cristo.

El cristianismo, a diferencia de otras religiones, desacraliza el espacio: no creemos que Dios habite en edificios ─ o esté encerrado en ellos ─ sino en el corazón de su pueblo. Nuestros templos no son museos, sino lugares de encuentro, donde la Palabra se proclama, el pan se parte y la caridad se vive. El riesgo de convertir nuestras iglesias en meros espacios turísticos o en instituciones frías es real. Por eso, hoy Jesús nos interpela con su gesto profético en el templo de Jerusalén, narrado en el Evangelio de Juan: "No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre" (Jn 2, 16). Con un látigo, expulsa a los mercaderes y vuelca las mesas de los cambistas. ¿Por qué? Porque el templo se había convertido en un negocio, en un lugar donde el culto a Dios se mezclaba con intereses humanos.