El
Señor ha resucitado
La
tumba fue hallada vacía y, desde ese momento, todo cambió. Los discípulos no
saben qué pensar; oscilan entre el entusiasmo y la duda, entre la esperanza y
la impotencia. Encerrados en el cenáculo donde celebraron la Pascua, aún
intentan comprender lo que está ocurriendo.
Es
demasiado: demasiado grande, demasiado inesperado, parece una locura. Todo es
nuevo, excesivo, incomprensible. Todo parece trastocado.
Verdaderamente, el Señor ha resucitado. Pero, si eso es cierto, ¿quién es
realmente Jesús de Nazaret?
Las
mujeres hablan de una visión de ángeles. Pero —según la mentalidad de la época—
solo eran mujeres, emocionalmente inestables. También los discípulos de Emaús
relataron un encuentro extraño. Y Simón Pedro, aún sumido en el silencio que lo
envuelve desde aquella terrible noche de la negación, ha mencionado a un
desconocido que encontró.
Todavía
estaban conversando sobre todo aquello cuando Jesús se apareció en medio de
ellos.
Fe
Todo
se trata de fe, de confianza. La fe que cada segundo domingo de Pascua se
convierte en protagonista, con un testigo privilegiado: el apóstol Tomás. No el
incrédulo, sino el creyente.
En
las lenguas latinas, el verbo "creer" suele tener una connotación de
incertidumbre: “Creo que mañana hará buen tiempo.” Pero en las lenguas
bíblicas se utilizan dos verbos distintos para expresar la fe: “aman” y “hatah”,
que indican un apoyo firme, una certeza absoluta. De “aman” deriva
nuestro “amén”: estoy seguro, así es.” Creer significa apoyarse en algo
sólido, confiar plenamente en alguien que es digno de confianza.
Pero
Tomás ya no cree. Todo aquello en lo que había depositado su confianza se ha
derrumbado. Su entusiasmo se ha desvanecido: todo parece perdido. El Reino de
Dios, una ilusión. Jesús, el Maestro, apenas una buena persona aplastada por el
poder religioso.
Tomás
ha perdido todas sus certezas. La cruz lo ha desarmado. Como nos pasa también a
nosotros.
Y eso
significa que, tal vez, esas certezas tenían que caer. Porque eran frágiles.
Tomás aún no lo sabe, pero su fe está a punto de renacer. No sobre ideas
propias, sino sobre la predicación del Maestro. Cuando la fe se derrumba, es
porque estaba cimentada en fundamentos débiles. Y solo entonces estamos
preparados para la verdadera fe.
Confianza
Tener
fe también significa confiar. Y Tomás ya no confía. No se fía de sus
compañeros, no se fía de la Iglesia. Le aseguran que Jesús vive. ¿Pero cómo
fiarse de quienes estaban paralizados por el miedo? ¿Cómo confiar en unos
incoherentes… como él mismo?
Y tiene razón. ¿Cómo creer en el Evangelio cuando tantas veces quienes lo proclaman no lo viven?
Pero
Tomás no se va. No se aparta. No se ofende por el hecho de que el anuncio de la
Resurrección haya sido confiado a nuestras manos frágiles. No lo entiende, pero
permanece. No funda una iglesia alternativa, no se siente superior, no
abandona.
Y
hace bien en quedarse. Porque, ocho días después, el Maestro vuelve a
propósito: a encontrarse con él.
Clavos
Allí
está el Resucitado. Inasible, radiante, sereno. Sonríe. Irradia una fuerza
irresistible. Los otros lo reconocen y se estremecen. Tomás, aún herido, lo
observa sin convencerse del todo. Entonces el Señor se acerca y le muestra sus
manos traspasadas.
—“Tomás,
sé que has sufrido mucho. Yo también he sufrido: mírame.”
Y Tomás cede. La rabia, el miedo, el dolor, la confusión... se deshacen como
nieve expuesta al sol.
Cae
de rodillas, besa aquellas heridas y ríe y llora. —“¡Señor mío y Dios mío!”
Santo
Tomás
Santo
Tomás, patrón de todos los apasionados que anteponen el corazón a los
obstáculos, de quienes creen en Cristo con fuerza, acompaña a los que han
vivido en carne propia el derrumbe de su mundo: que no se dejen vencer por el
dolor, sino que comprendan cuánto valora el Maestro su generosidad, como valoró
la tuya.
Santo
Tomás, patrón de quienes se escandalizan por la incoherencia de la Iglesia,
sostén a los que han sido heridos por la espada del juicio o el abuso clerical.
Que no fijen su mirada en la fragilidad de los creyentes, sino en el resplandor
del Resucitado, a quien —aun indignamente— proclamamos.
Santo
Tomás, patrón de los tenaces, enséñanos a no sentirnos superiores cuando vemos
que nuestros hermanos son débiles, sino a mantenernos fieles al gran sueño del
Maestro, que es la Iglesia, y a transformarla empezando por nosotros mismo.
Santo
Tomás, patrono de los crucificados sin clavos, tú que reconociste en las
heridas del Señor el reflejo de la herida que su muerte dejó en tu corazón,
ayúdanos a ver que todo dolor es conocido por Dios.
Santo
Tomás, primer apóstol en confesar la divinidad de Cristo, ayúdanos a profesar con
sinceridad nuestra fe en el rostro de Dios que es Jesús.
Misericordia
Hoy
también celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Como parte de la
Iglesia, estamos llamados a ser testigos de esa misericordia, a poner en
evidencia nuestra fe siendo misericordiosos como el Padre.
La
misericordia del Padre, al manifestarse, nos devuelve la alegría, el calor de
la mirada, la luz del alma y el gozo del corazón.
La
mejor profesión de fe es la práctica de la misericordia. Al darla o recibirla,
el alma se ensancha, los sentimientos del Padre se funden con los nuestros, y
el dolor se vuelve más llevadero.
Qué
consuelo saber que el salto a ciegas que exige la fe, tantas veces
incomprendido, puede llenarnos de luz, fuerza y alegría. Que puede abrir
nuestras puertas y lanzarnos al encuentro de quienes nos necesitan, a hablar su
idioma. A repartir, sin medida, el amor que hemos recibido.
¡Alegría
y paz, hermanos, que el Señor resucitó!
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