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sábado, 26 de abril de 2025

DOMINGO 2º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 5, 12-16
Salmo Responsorial: Salmo 117
Segunda Lectura: Ap 1, 9-13.17-19
Evangelio: Jn. 20, 19-31


El Señor ha resucitado

La tumba fue hallada vacía y, desde ese momento, todo cambió. Los discípulos no saben qué pensar; oscilan entre el entusiasmo y la duda, entre la esperanza y la impotencia. Encerrados en el cenáculo donde celebraron la Pascua, aún intentan comprender lo que está ocurriendo.

Es demasiado: demasiado grande, demasiado inesperado, parece una locura. Todo es nuevo, excesivo, incomprensible. Todo parece trastocado.
Verdaderamente, el Señor ha resucitado. Pero, si eso es cierto, ¿quién es realmente Jesús de Nazaret?

Las mujeres hablan de una visión de ángeles. Pero —según la mentalidad de la época— solo eran mujeres, emocionalmente inestables. También los discípulos de Emaús relataron un encuentro extraño. Y Simón Pedro, aún sumido en el silencio que lo envuelve desde aquella terrible noche de la negación, ha mencionado a un desconocido que encontró.

Todavía estaban conversando sobre todo aquello cuando Jesús se apareció en medio de ellos.

Fe

Todo se trata de fe, de confianza. La fe que cada segundo domingo de Pascua se convierte en protagonista, con un testigo privilegiado: el apóstol Tomás. No el incrédulo, sino el creyente.

En las lenguas latinas, el verbo "creer" suele tener una connotación de incertidumbre: “Creo que mañana hará buen tiempo.” Pero en las lenguas bíblicas se utilizan dos verbos distintos para expresar la fe: “aman” y “hatah”, que indican un apoyo firme, una certeza absoluta. De “aman” deriva nuestro “amén”: estoy seguro, así es.” Creer significa apoyarse en algo sólido, confiar plenamente en alguien que es digno de confianza.

Pero Tomás ya no cree. Todo aquello en lo que había depositado su confianza se ha derrumbado. Su entusiasmo se ha desvanecido: todo parece perdido. El Reino de Dios, una ilusión. Jesús, el Maestro, apenas una buena persona aplastada por el poder religioso.

Tomás ha perdido todas sus certezas. La cruz lo ha desarmado. Como nos pasa también a nosotros.

Y eso significa que, tal vez, esas certezas tenían que caer. Porque eran frágiles. Tomás aún no lo sabe, pero su fe está a punto de renacer. No sobre ideas propias, sino sobre la predicación del Maestro. Cuando la fe se derrumba, es porque estaba cimentada en fundamentos débiles. Y solo entonces estamos preparados para la verdadera fe.

Confianza

Tener fe también significa confiar. Y Tomás ya no confía. No se fía de sus compañeros, no se fía de la Iglesia. Le aseguran que Jesús vive. ¿Pero cómo fiarse de quienes estaban paralizados por el miedo? ¿Cómo confiar en unos incoherentes… como él mismo?

Y tiene razón. ¿Cómo creer en el Evangelio cuando tantas veces quienes lo proclaman no lo viven?

Pero Tomás no se va. No se aparta. No se ofende por el hecho de que el anuncio de la Resurrección haya sido confiado a nuestras manos frágiles. No lo entiende, pero permanece. No funda una iglesia alternativa, no se siente superior, no abandona.

Y hace bien en quedarse. Porque, ocho días después, el Maestro vuelve a propósito: a encontrarse con él.

Clavos

Allí está el Resucitado. Inasible, radiante, sereno. Sonríe. Irradia una fuerza irresistible. Los otros lo reconocen y se estremecen. Tomás, aún herido, lo observa sin convencerse del todo. Entonces el Señor se acerca y le muestra sus manos traspasadas.

“Tomás, sé que has sufrido mucho. Yo también he sufrido: mírame.”
Y Tomás cede. La rabia, el miedo, el dolor, la confusión... se deshacen como nieve expuesta al sol.

Cae de rodillas, besa aquellas heridas y ríe y llora. —“¡Señor mío y Dios mío!”

Santo Tomás

Santo Tomás, patrón de todos los apasionados que anteponen el corazón a los obstáculos, de quienes creen en Cristo con fuerza, acompaña a los que han vivido en carne propia el derrumbe de su mundo: que no se dejen vencer por el dolor, sino que comprendan cuánto valora el Maestro su generosidad, como valoró la tuya.

Santo Tomás, patrón de quienes se escandalizan por la incoherencia de la Iglesia, sostén a los que han sido heridos por la espada del juicio o el abuso clerical. Que no fijen su mirada en la fragilidad de los creyentes, sino en el resplandor del Resucitado, a quien —aun indignamente— proclamamos.

Santo Tomás, patrón de los tenaces, enséñanos a no sentirnos superiores cuando vemos que nuestros hermanos son débiles, sino a mantenernos fieles al gran sueño del Maestro, que es la Iglesia, y a transformarla empezando por nosotros mismo.

Santo Tomás, patrono de los crucificados sin clavos, tú que reconociste en las heridas del Señor el reflejo de la herida que su muerte dejó en tu corazón, ayúdanos a ver que todo dolor es conocido por Dios.

Santo Tomás, primer apóstol en confesar la divinidad de Cristo, ayúdanos a profesar con sinceridad nuestra fe en el rostro de Dios que es Jesús.

Misericordia

Hoy también celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Como parte de la Iglesia, estamos llamados a ser testigos de esa misericordia, a poner en evidencia nuestra fe siendo misericordiosos como el Padre.

La misericordia del Padre, al manifestarse, nos devuelve la alegría, el calor de la mirada, la luz del alma y el gozo del corazón.

La mejor profesión de fe es la práctica de la misericordia. Al darla o recibirla, el alma se ensancha, los sentimientos del Padre se funden con los nuestros, y el dolor se vuelve más llevadero.

Qué consuelo saber que el salto a ciegas que exige la fe, tantas veces incomprendido, puede llenarnos de luz, fuerza y alegría. Que puede abrir nuestras puertas y lanzarnos al encuentro de quienes nos necesitan, a hablar su idioma. A repartir, sin medida, el amor que hemos recibido.

¡Alegría y paz, hermanos, que el Señor resucitó!

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