“La ley de Dios está escrita en el corazón humano”
Este es el descubrimiento que realizó un pueblo de nómadas, marcado por la huida de la esclavitud y guiado por un libertador que él mismo había sido liberado. Moisés, un hebreo criado en la corte del Faraón, encontró en el desierto que el verdadero Dios no se parecía en nada a las divinidades del poder, ni a los ídolos servidos por los sacerdotes del imperio.
El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que se reveló a Moisés, que comunicó su Nombre al pueblo: Yahvéh, “Yo soy”. No es un dios fabricado, ni moldeado a medida. Es el que es. El que siempre está con nosotros.
Y cuando el pueblo descubrió al Dios verdadero, se le abrió también el verdadero rostro del ser humano.
Dios es y habla al corazón. Su ley está inscrita en lo más profundo de cada persona. Pero ese corazón, tantas veces, lo tenemos abandonado. Apenas nos detenemos a escucharlo. Nos cuesta recogernos, entrar dentro, habitar el propio interior.
Las “piruetas” del doctor de la Ley
En el evangelio que hemos escuchado, aparece uno de esos sabios doctores de la Ley. Un teólogo de la época que lanza a Jesús una pregunta típica de los debates morales y religiosos del tiempo.
Entre los 613 preceptos que había elaborado la tradición judía a partir del Decálogo, ¿cuál era el más importante? La pregunta no era retórica: buscaba lo esencial, discernir lo que es central de lo accesorio. Era un ejercicio habitual entre los rabinos. Pero, los cristianos hemos perdido mucho de este arte de buscar lo esencial. A veces por pereza mental, otras por una superficialidad que se va colando por todas partes.
Jesús sabe que el doctor no pregunta por ignorancia. Conoce la Ley. Su planteamiento es teológicamente correcto: habla de heredar la vida eterna, lo que implica que la salvación es un don, no un mérito.
Pero Jesús también percibe que esa fe del doctor es puramente intelectual. Por eso le responde con respeto, e incluso con cierta ironía, invitándolo a exponer su saber: “¿Qué está escrito en la Ley?”
La respuesta del doctor es impecable. Cita la Escritura con precisión. Resume el consenso rabínico: amar a Dios y amar al prójimo. Así de sencillo. Así de grande.
Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la fuerza, con toda la mente… Amar con todo, desde todo, porque antes hemos sido amados. Y desde ese amor recibido, poder amar también al otro como Dios nos ama. Porque ese amor transforma incluso al adversario en hermano.
Jesús lo felicita. El doctor ha respondido bien. Sabe. Y sabe que sabe. Y Jesús lo confirma. El doctor está encantado, pero le falta algo: no ama. Su saber está desconectado de la vida. Sabe, pero no sabe hacer con su saber. Su saber es insípido.
Entonces intenta una última pirueta: “¿Y quién es mi prójimo?”
Buena pregunta. Muchos rabinos decían que había que amar al pobre, al huérfano, a la viuda, o a todo el pueblo de Israel. Pero solo a los de dentro, a los de casa...
Jesús lo mira. Mira su corazón. Allí donde Dios habita. Porque Dios está. Aunque no se le vea, está.
La parábola que descoloca
Jesús responde con una parábola que trastoca todo.
Un hombre asaltado y malherido queda tirado en el camino. Dos religiosos bajan del Templo: un sacerdote y un levita, posiblemente un lector o cantor de la liturgia. Pasan de largo. No es indiferencia. Quizá sea miedo. ¿Y si es una trampa? ¿Y si el herido es un criminal? ¿Y si está infectado? ¿Y si vuelven los asaltantes?
(En ciertas regiones, ayudar a un herido puede costarte la vida, si ese herido era el “objetivo” de una ejecución. Eso les sucedió a dos jesuitas asesinados en México hace pocos años: pagaron con su vida por haber protegido a un herido.)
Aquellos dos religiosos eran hombres de bien. Conocían a Dios. Lo llevaban en los labios. Jesús no los condena. Son hijos de su tiempo y de su sistema religioso.
Pero aparece un samaritano. Un hereje, un marginado, un extranjero. Que no buscaba a nadie, pero se encuentra con alguien. No analiza. No teoriza. Se detiene. Se acerca. Cura. Se compromete.
Ve a un hombre, no a un enemigo, ni a un diferente, ni a un emigrante intruso. Solo a alguien que necesita compasión, es decir, alguien con quien compartir el dolor.
Hoy también nosotros vemos samaritanos. Un papa llegado “del fin del mundo” ha ido a los confines de Europa. Ha llorado ante las tumbas anónimas del Mediterráneo, cementerio de miles de migrantes, como hijos abortados por una sociedad que levanta muros y alambradas defensivas y se ilusiona pensando que así detendrá la desesperación de esas aparentemente insignificantes vidas.
El Papa Francisco lloró por los que nadie llora. Y ofreció lo que nadie dio: compasión. Ese derecho básico que nace de Dios.
Y Jesús nos vuelve a preguntar: “¿Quién fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Y luego: “¿Tú de quién quieres hacerte próximo?” ¿A quién quieres acercarte?
Socorridos por Cristo, el samaritano bueno
Todos nosotros, en algún momento de la vida, hemos sido golpeados. Todos llevamos heridas, cicatrices, momentos de caída.
Pero también hemos sido recogidos. El buen samaritano se nos ha acercado: Cristo mismo. Ha derramado en nuestras llagas el vino del consuelo, el aceite de la esperanza. Nos ha llevado a la posada: la Iglesia.
La comunidad cristiana, como dice la carta a los Colosenses, tiene a Cristo como Cabeza, y busca seguirlo e imitarlo.
Por eso, hermanos, ánimo. Somos discípulos convalecientes. Hemos conocido la ternura del Señor, y eso nos capacita para consolar a otros. Para leer la ley no solo con la cabeza, sino con el corazón. Para pasar de la norma a la compasión. Para descubrir en el rostro del otro nuestro propio rostro, y en él, el rostro de Cristo.
¿La compasión va a cambiar el mundo? Tal vez no. Los pobres seguirán muriendo. Pero morirán sabiendo que hubo alguien que los miró, que se detuvo junto a ellos y que no pasó de largo.
Y eso es ya el Evangelio encarnado.
Así que llevémonos esta pregunta al corazón: ¿tú, de quién quieres hacerte prójimo? ¿A quién vas a acercarte esta semana?

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