La semana pasada reflexionábamos sobre cómo el encuentro con el Dios de Jesús transforma nuestra vida. Cuando nos acercamos a Él, descubrimos que formamos parte de su inmenso proyecto de amor para la humanidad. Todo adquiere un nuevo sentido: las prioridades cambian, las opciones se iluminan y la vida se llena de un propósito más profundo. Conocer a Dios, al Dios de Jesús, es dejar que Él reordene nuestro corazón y nos guíe hacia lo esencial.
Hoy, sin embargo, nos enfrentamos a una realidad que parece alejarse de este proyecto divino. Vivimos en un mundo inquieto, a la deriva, donde el mensaje evangélico se diluye entre las voces efímeras de nuestro tiempo. Se olvida lo esencial, transmitido por generaciones, y se cede a una lógica de corto alcance, superficial y oportunista. Lo más doloroso es ver cómo se desmorona el sentido de pertenencia y solidaridad que nuestro pueblo heredó del cristianismo. Una economía indiferente a la ética, sedienta de lucro, está destruyendo sueños, valores y, sobre todo, la dignidad de millones de personas que caen en el desencanto y el sinsentido.
La Palabra de Dios nos ilumina
Ante esta realidad, quienes nos sentimos atraídos por el Señor Jesús y fascinados por su Evangelio, llevamos una pregunta clavada en el corazón: ¿Cómo cambiar la suerte del mundo? ¿Cómo encauzar una economía que pisotea la dignidad humana? ¿Cómo evitar que el capitalismo, en su forma más despiadada, dicte el destino de las personas?
En otros tiempos, los discípulos del Resucitado respondieron con obras concretas: comunidades solidarias, hospitales, obras de caridad. Había claridad: un empresario cristiano actuaba primero como cristiano y luego como empresario. Pero hoy es al revés y todo es más complejo. La nueva economía, la globalización, los mercados y un sistema basado en el beneficio a cualquier precio dominan la política, las guerras y un futuro incierto. ¿Qué podemos hacer nosotros, ciudadanos del mundo y discípulos de Cristo?
Pistas desde el Evangelio
El Evangelio de hoy nos ofrece algunas claves. En primer lugar, nos recuerda que la riqueza y el poder no son cuestiones de cantidad, sino de actitud. No se trata de cuánto tenemos, sino de cómo lo vivimos en el corazón. Aunque no seamos parte de los "grandes" del mundo, incluso con pocos bienes podemos caer en el apego de la riqueza que nos aleja del Reino de Dios.
El profeta Amós, en la primera lectura, denuncia con amargura la corrupción de su tiempo: un poder que oprime al pobre mientras se cubren las apariencias con prácticas religiosas. ¡Cuánto se parece esto a nuestro mundo! Ante la lógica perversa del capitalismo, donde el más fuerte triunfa, nuestra conciencia cristiana debe reaccionar. No basta con limosnas piadosas; es necesario afrontar la realidad con honestidad y proponer una economía que ponga a la persona en el centro, no al capital.