Traducir

Buscar este blog

sábado, 8 de noviembre de 2025

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN (9 de noviembre)


Primera Lectura: Ez 47,1-2.8-9.12
Salmo Responsorial: Salmo 45
Segunda Lectura: 1Cor 3,9c-11.16-17
Evangelio: Jn 2, 13-22

Hoy, la Iglesia celebra con gozo la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma, madre y cabeza de todas las iglesias del mundo. No es San Pedro del Vaticano, como muchos creen, sino este templo el que ostenta el título de omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput, es decir, "madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad y del mundo". Al conmemorar su consagración, recordamos que Roma no es solo un símbolo de primacía, sino de servicio: servicio a la verdad, servicio a los pobres, servicio a la unidad de la fe. Como nos enseñó san Gregorio Magno, Roma es primera entre iguales porque, desde Pedro, ha sido llamada a ser faro de caridad y custodia del Evangelio.

 La Iglesia: más que piedras, comunidad viva

La fiesta de hoy nos invita a reflexionar sobre el sentido profundo de nuestras iglesias. Cuando escuchamos la palabra iglesia, es fácil que nuestra mente se dirija a un edificio, a un templo de piedras y vidrieras, a esos espacios que el arte y la historia han elevado a la categoría de obras maestras. Y es cierto: las catedrales, con su belleza, son un canto de gloria a Dios. Pero, hermanos, el templo solo tiene sentido si alberga a la Iglesia con mayúscula, es decir, a la comunidad de creyentes reunidos por Cristo.

El cristianismo, a diferencia de otras religiones, desacraliza el espacio: no creemos que Dios habite en edificios ─ o esté encerrado en ellos ─ sino en el corazón de su pueblo. Nuestros templos no son museos, sino lugares de encuentro, donde la Palabra se proclama, el pan se parte y la caridad se vive. El riesgo de convertir nuestras iglesias en meros espacios turísticos o en instituciones frías es real. Por eso, hoy Jesús nos interpela con su gesto profético en el templo de Jerusalén, narrado en el Evangelio de Juan: "No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre" (Jn 2, 16). Con un látigo, expulsa a los mercaderes y vuelca las mesas de los cambistas. ¿Por qué? Porque el templo se había convertido en un negocio, en un lugar donde el culto a Dios se mezclaba con intereses humanos.

viernes, 31 de octubre de 2025

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS (2 de noviembre)


Primera Lectura: Is. 25,6-10
Salmo Responsorial: Salmo22
Segunda Lectura: 1Tes 4,12-17
Evangelio: Lc  24, 13-35

En el año 998, el abad Odilón de Cluny estableció que todos los monasterios bajo su jurisdicción celebraran, el 2 de noviembre, la memoria de los difuntos. Más tarde, en el siglo XIV, la liturgia romana adoptó esta celebración el día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, subrayando así su continuidad y ofreciendo una clave para interpretar el misterio de la muerte. La alegría de los santos nos ayuda a comprender este misterio y a acoger la buena noticia que Dios nos ofrece incluso en el momento más crucial de nuestra existencia terrenal.

 ¿Qué hacer ante la muerte?

El 2 de noviembre evoca imágenes tradicionales: cementerios llenos de gente, tumbas limpias y adornadas con flores, encuentros silenciosos entre familiares y amigos, y un ambiente de recogimiento. Sin embargo, esta tradición se desvanece con el tiempo, lo que nos invita a enfrentarnos al misterio de la muerte sin intermediarios. Para muchos, especialmente para los jóvenes, estos rituales pueden parecer lejanos o incluso incómodos, como gestos cargados de dolor para quienes han perdido a un ser querido o se enfrentan a la soledad tras una vida de hábitos compartidos.

Hoy, no sabemos muy bien cómo abordar la muerte. A menudo, la ignoramos, evitamos hablar de ella y tratamos de olvidarla lo antes posible. Cumplimos con los trámites necesarios, ya sean religiosos o civiles, y volvemos a nuestra rutina, como si nada hubiera pasado.

Pero la muerte, tarde o temprano, llama a nuestra puerta y nos arrebata a quienes más amamos. ¿Cómo reaccionar ante la pérdida de una madre? ¿Qué actitud tomar cuando un esposo nos dice adiós para siempre? ¿Cómo llenar el vacío que dejan los amigos del alma? ¿Y cómo consolar a unos padres que pierden a un hijo?

Este día nos obliga a reflexionar, pero cada vez más se ve amenazado por la lógica del olvido y el "mejor no pensar", que domina en una sociedad que huye del sufrimiento. Vivimos en una época contradictoria: por un lado, consumimos noticias de violencia y tragedias frente al televisor, y por otro, importamos tradiciones como Halloween, que banaliza la muerte con risas y disfraces, evitando así enfrentarnos a su realidad.

 La Buena Noticia

Quienes han experimentado la pérdida de un ser querido saben que la muerte no puede tomarse a la ligera. La respuesta que demos a este misterio definirá el sentido de nuestra vida. Una actitud madura ante la muerte —ni deprimente ni mágica— marcará nuestra búsqueda más profunda del significado de la existencia.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (1 de noviembre)


Primera lectura: Ap 7,2-4.9-14
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3,1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a

Hoy la Iglesia celebra en una sola fiesta la santidad que Dios derrama sobre todos los que confían en Él. Es una fiesta luminosa, que nos anima a mirar hacia lo alto y a desear con más fuerza parecernos a los santos, esos amigos de Dios que nos muestran que vivir según el Evangelio es posible.

“¡Qué hermoso es ser santo!” No lo decimos solo por las imágenes que veneramos en los templos ni por las velas que encendemos ante ellas, sino porque ser santo es cumplir el sueño de Dios sobre nosotros. Es llegar a ser la obra maestra que Él pensó desde el principio para cada uno. Dios cree en nosotros, nos sostiene y nos ofrece todo lo necesario para alcanzar esa plenitud.

Hoy celebramos, en el fondo, nuestra propia vocación y destino. La Iglesia, santa y pecadora a la vez, nos invita a mirar más allá de las apariencias: en el corazón de cada persona hay un santo en germen. Todos nacemos para realizar el sueño de Dios, y cada uno tiene un lugar y una misión insustituibles en este mundo.

Ser santo no es obra del esfuerzo personal, sino de la gracia que se deja actuar. El santo no es quien se impone metas heroicas, sino quien permite que Dios transforme su vida.

La santidad: don de Dios

La santidad que celebramos hoy no es principalmente nuestra, sino la de Dios. Y al acercarnos a Él, nos dejamos contagiar de su luz, de su amor y de su paz. Él, que es el Santo por excelencia, desea comunicarnos su propia vida.

El Papa Francisco nos recuerda que “la santidad no es algo que conseguimos por nuestras fuerzas o capacidades”. Es un don. “Es el regalo que Jesús nos hace cuando nos toma consigo, nos reviste de sí mismo y nos hace semejantes a Él”. Por eso, añade el Papa, la santidad no es un privilegio de unos pocos elegidos: es una vocación universal, ofrecida a todos. No consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias, como decía santa Teresa del Niño Jesús.

sábado, 25 de octubre de 2025

DOMINGO 30º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: Eclo 35,12-14.16-18
Salmo responsorial: Salmo 33
Segunda lectura: 2 Tim 4, 6-8.16-18
Evangelio: Lc 18, 9-14
 

Mantener viva la fe en estos tiempos frágiles no es fácil. Exige constancia, lucidez y una determinación profunda. Los ritmos acelerados de la vida, las mil exigencias que nos dispersan y ese cansancio sutil que se nos mete dentro sin darnos cuenta, acaban apagando la mirada evangélica.

Un cristiano adulto, con familia y trabajo, apenas logra —si tiene suerte— un poco de respiro para la Misa dominical. Y eso, cuando puede. Pero si no encontramos cada día, aunque sea unos minutos, un espacio de silencio, de oración, de encuentro interior con Dios, la fe se va diluyendo, se nos escapa como el agua entre los dedos.

 El fariseo y los estorbos del corazón

Hoy el evangelio nos habla del fariseo y del publicano recaudador.

Los fariseos eran gente devota, celosa de la ley, empeñada en mantener viva la fidelidad de Israel a Dios. Cumplían con todo, hasta en lo más pequeño: el diezmo de las hierbas y las especias. Su lista de méritos es impecable.

¿Dónde está entonces el problema? Jesús lo deja claro: el fariseo está tan lleno de sí mismo, tan convencido de su bondad, que en su corazón ya no cabe Dios. Está lleno… pero de su ego espiritual. No hay hueco para la gracia.

Y lo peor: en lugar de mirarse en el proyecto de Dios, se compara con los demás. Necesita tener enfrente a alguien peor —ese publicano del fondo— para sentirse justo. Es el gran error religioso: poner la mirada en el otro para juzgarlo, y no en Dios para dejarnos transformar por Él.

El Señor no pide prácticas impecables, sino corazones disponibles. Pero con la cabeza llena de preocupaciones y el alma atestada de ruidos y deseos, ¿cómo podrá Dios entrar en nosotros? A veces, después de un retiro o una experiencia intensa, sentimos su presencia… pero al volver a casa, el ruido del mundo vuelve a ocuparlo todo. Y Dios queda fuera.

No es sólo orgullo farisaico; es también el peso de una vida que no se deja liberar, que gira en su propio vacío sin abrirse al Misterio.

Lecciones del publicano

El publicano, en cambio, nos enseña un camino a seguir. Su vida está llena de sombras: dinero ganado de forma injusta, desprecio de sus compatriotas, incluso corrupción, conciencia de haber fracasado. Todo eso ha dejado en él un gran vacío. Pero ese vacío lo entrega a Dios. No se justifica, no presume, no compite. Simplemente se confía. Y ese acto humilde lo salva.

sábado, 18 de octubre de 2025

DOMINGO 29º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera lectura: Ex 17,8-13a
Salmo Responsorial: Salmo 120
Segunda lectura: 2 Tim 3,14 - 4,2
Evangelio: Lc 18, 1-8
 

Los textos de hoy nos hablan de la oración.

A los cristianos nos gusta orar: hablamos de la oración, la necesitamos. Sentimos una fuerza extraordinaria que proviene de la meditación orante de la Palabra. Pero muchas veces rezamos mal y distraídos, igual que hacemos en otras muchas cosas. No siempre logramos levantarnos temprano por la mañana para recortar al día un tiempo para la oración y, por la tarde, a menudo el cansancio se impone a los buenos deseos que tenemos de un momento de pausa al anochecer.

A veces es pesado rezar. Monjas de clausura, amigas mías, que pasan muchas horas al día en oración por los demás, me comentan con humor que, a veces, se cansan de rezar. ¡Parece un chiste!

Convencer a alguien de la necesidad y la importancia de la oración es imposible. Pero, por otra parte, es igualmente imposible que quien haya descubierto el rostro de Dios en la oración llegue alguna vez a abandonarla.

La oración es una experiencia única y personal que se aprende a medida que se practica. Me parece a mí que los libros para enseñar a orar solo sirven al que los escribe.

 Confidencias

La oración es el santuario donde descubrimos el verdadero rostro de Dios, el lugar donde el alma recompone nuestra vida fragmentada e incoherente. Por eso, os confieso que conservar y cultivar una vida interior en este tiempo feroz, en un mundo occidental que ha perdido el alma, tiene algo de heroico.

La experiencia de los orantes nos dice que, a pesar de haber rezado tanto, Dios nunca les dio exactamente lo que pedían, sino todo aquello que deseaban —sin saber cómo—, y además mucho más de lo que esperaban. Ellos mismos descubrieron el sentido profundo de aquel consejo: “Llamad y se os abrirá”, solo que la puerta que se abrió no era aquella a la que estaban llamando.

La puerta de la interioridad, la del verdadero rostro de Dios, la del descubrimiento de uno mismo, solo lograremos abrirla si insistimos, si no nos desanimamos, si aceptamos sentirnos a veces cansados, casi sin fe, y logramos sentarnos desalentados, dejando que alguien nos sostenga los brazos extendidos, como Moisés en la primera lectura.

Es esta una espléndida imagen de la Iglesia: una comunidad en la que nos ayudamos y nos sostenemos mutuamente.

 El juez injusto

Nos dice Jesús que, aun cuando percibiéramos a Dios como un juez incomprensible que no interviene en la vida de los débiles, que nos agobia con normas enigmáticas, que imaginamos ajeno a nuestras inquietudes y a nuestras tragedias, aun cuando Dios fuera ese monstruo que a veces dibuja nuestro inconsciente —y que ciertos cristianos gustan de profesar con insistencia, hasta el hartazgo—, estamos llamados a insistir en la oración.

sábado, 11 de octubre de 2025

FIESTA DE Nª Sª DEL PILAR (12 de octubre)

 

Primera Lectura: 1 Cro 15, 3-4.15-16; 16, 1-2
Salmo Responsorial: Salmo 26
Evangelio: Lc 11, 27-28

 

Tradición

En la leyenda de la venida de la Virgen a Zaragoza “en carne mortal” se trata de una piadosa tradición, según la cual, el apóstol Santiago el Mayor se encontraba en Cesaraugusta, a las orillas del río Ebro, junto a un pequeño grupo de conversos que habían escuchado y creído su predicación. Pero los cesaraugustanos resultaban bastante duros de oído y de corazón, y el apóstol se dio cuenta de que sus fuerzas flaqueaban, y comenzaba a preguntarse si tenía algún sentido seguir predicando el mensaje de Jesús en aquella tierra. Cuando su flaqueza, por el desánimo, le hacía perder su entereza, vio a María, la madre de Jesús, en una gloriosa aparición, rodeada de ángeles que, desde Jerusalén (ella aún no había muerto), que venía para confortarle y renovar sus ánimos.

La Santísima Virgen entregó a Santiago el Pilar, la Columna de jaspe que hoy sostiene la imagen de María, como símbolo de la fortaleza que debía tener su fe. Esto sucedía en la madrugada del día dos de enero del año cuarenta del siglo primero. María conversó con Santiago y le encargó de que fuera levantado un templo en su honor, en ese mismo lugar.

Hasta aquí la tradición.

Actualidad

Si María ha sido grande en la memoria histórica de nuestros pueblos de España y de América, es precisamente, porque Dios, en la persona de Jesús, fue especialmente acogido en estos lugares. ¿Podemos seguir diciendo esto actualmente, que acogemos con devoción al Señor entre nosotros?

La Virgen del Pilar, entre otros muchos sentimientos, evoca la fortaleza de la fe. Aclamar a María, como patrona nos tiene que interpelar en lo más hondo de nuestro ser sobre cómo vivimos nuestra vida de cristianos. El culto a María, no se puede quedar en la belleza estética de un rosario o de una corona enjoyada, en el esplendor de un manto o de un templo levantado en su honor. Eso, aparte de ser expresión de la devoción de un pueblo, sería incompleto si no nos llevase a seguir con todas las consecuencias a Cristo Jesús, a quien María nos trae entre sus brazos.

Conforme a la tradición, la figura de la Virgen del Pilar está asociada a los inicios de la evangelización en España. De nuevo, hoy más que nunca, necesitamos de su estímulo e intercesión para construir nuevos cimientos de fe en las generaciones nuevas, que conviven junto a nosotros sin conocer todavía a Jesús de Nazaret o, si lo conocen, es muy débilmente o con muchas dificultades.

sábado, 4 de octubre de 2025

DOMINGO 27º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

Luz para mis pasos... (Sal 118, 105)
  
Primera Lectura: Hab 1, 2-3; 2,2-14
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: 2 Tim 1, 6-8.13-14
Evangelio: Lc 17, 5-10

Vivimos tiempos difíciles, y todos lo vemos.

La crisis económica, social y política parece no dar tregua, y las perspectivas se muestran confusas y preocupantes. Muchas personas sienten que no tienen certezas de futuro, aun siendo trabajadoras y de gran calidad humana. Algunos jóvenes, recién titulados, afrontan la burla de prácticas interminables y contratos precarios, si es que llegan a tenerlos. También muchos padres se sienten desalentados al ver la resignación de sus hijos.

El clima político, con sus insultos y corrupciones, tampoco ayuda a recuperar la confianza. Y en el plano internacional nos sacuden guerras que parecen interminables: la guerra rusa contra Ucrania o la atroz y sanguinaria invasión de Gaza por parte de Israel. Son conflictos que amenazan a todos y ensombrecen la esperanza.

Tampoco en la Iglesia es sencillo. Muchos creyentes se sienten arrinconados socialmente, sosteniéndose sólo en lo esencial de la fe. Ciertamente no ayuda la escalada islamista que ha favorecido a quienes quieren identificar la fe con el fanatismo, ya sea cristiano o musulmán. Con frecuencia los medios presentan noticias dolorosas de escándalos en la vida eclesial. Y así, sin hacer mucho ruido, se va introduciendo la falaz idea de que cualquier tipo de fe se convierte en radicalismo y de que toda institución, especialmente la Iglesia católica, existe para que algunas personas conserven sus privilegios.  Así se va instalando en la sociedad un moralismo duro que sustituye a la sobria moral del Evangelio.

Sin embargo, la ausencia de Dios en la vida diaria no nos deja más libres, sino que nos deja sin la posibilidad de creer en nada. Por eso, hoy como ayer, la Iglesia está llamada a hablar de Cristo con serenidad, sin levantar empalizadas, y sin hablar el mismo lenguaje o usar la misma moneda de enfrentamientos que usa nuestro mundo disparatado.

Y confiando en que el Señor nunca abandona a la Iglesia, aun cuando los cristianos, con nuestras debilidades, hayamos minado su credibilidad.

Ante esta situación, la oración de los apóstoles se convierte en la nuestra: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5).

 Habacuc: la fe en tiempos de oscuridad

El profeta Habacuc conoció bien la desesperación de un pueblo pequeño rodeado de gigantes. Israel sufría invasiones, injusticias y violencia. Frente al avance de los caldeos, Habacuc clama: ¿dónde está Dios cuando triunfa el mal?

sábado, 27 de septiembre de 2025

DOMINGO 26º DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloC)


Primera lectura: Am 6, 1a.4-7
Salmo responsorial: Salmo 145
Segunda lectura: 1 Tim 6, 11-16
Evangelio: Lc 16, 19-31
 

Seguimos hoy con la catequesis de san Lucas que escuchábamos el domingo pasado. Allí Jesús nos pedía poner en las cosas de Dios el mismo empeño que solemos poner en los asuntos terrenos, especialmente en lo que se refiere al dinero. Recordemos su sentencia clara: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Algunos fariseos que lo escuchaban, amigos del dinero, se reían de él. Pero Jesús no se deja intimidar: denuncia su aparente rectitud, esa altanería que —dice él— repugna a Dios, y a continuación cuenta la parábola que hemos proclamado hoy.

La parábola de Lázaro y el rico, al que llamamos Epulón —no es un nombre propio, sino un apodo que significa algo así como “comilón y marchoso”—. La escena refleja muy bien la contradicción de nuestro mundo: millones de personas mueren de hambre, mientras en otros lugares la obsesión es perder peso.

 El nombre y el anonimato

Dios conoce al pobre por su nombre: Lázaro. En la Biblia, el nombre expresa intimidad, cercanía, relación personal. Dios no es indiferente a su sufrimiento. En cambio, el rico no tiene nombre propio. Vive satisfecho de sí mismo, autosuficiente, aparentemente sin problemas religiosos, pero con un corazón cerrado, indiferente al que muere en su puerta.

No se trata de que Dios haga justicia como venganza, poniendo las cosas al revés, castigando al rico y premiando al pobre. El centro de la parábola está en otra palabra clave: abismo.

 El abismo

Hay un abismo entre el rico y Lázaro, y ese abismo no nace sólo en la otra vida, sino ya en esta. No se condena al rico por tener bienes, sino por la indiferencia que cava un barranco en su corazón. Puede que fuera un hombre religioso, incluso cumplidor, pero nunca atravesó el abismo para salir de sí mismo y acercarse al hermano.

Ese es el drama: el abismo de la autosuficiencia, de la presunción, de las falsas seguridades. El abismo de la omisión. No hacer el mal directamente, pero dejar de hacer el bien posible. Y ese vacío se convierte en una distancia que ni siquiera Dios puede forzar si nosotros mismos no queremos tender puentes.

 Lo social y lo personal

Podemos preguntarnos: ¿qué podemos hacer frente a las inmensas injusticias de nuestro tiempo? A veces nos refugiamos en una limosna ocasional o en una devoción que nos calma la conciencia pero no nos cambia la vida. Y así el abismo permanece.

sábado, 20 de septiembre de 2025

DOMINGO 25º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Am 8, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 112
Segunda Lectura: 1 Tim 2, 1-8
Evangelio: Lc 16, 1-13


La semana pasada reflexionábamos sobre cómo el encuentro con el Dios de Jesús transforma nuestra vida. Cuando nos acercamos a Él, descubrimos que formamos parte de su inmenso proyecto de amor para la humanidad. Todo adquiere un nuevo sentido: las prioridades cambian, las opciones se iluminan y la vida se llena de un propósito más profundo. Conocer a Dios, al Dios de Jesús, es dejar que Él reordene nuestro corazón y nos guíe hacia lo esencial.

Hoy, sin embargo, nos enfrentamos a una realidad que parece alejarse de este proyecto divino. Vivimos en un mundo inquieto, a la deriva, donde el mensaje evangélico se diluye entre las voces efímeras de nuestro tiempo. Se olvida lo esencial, transmitido por generaciones, y se cede a una lógica de corto alcance, superficial y oportunista. Lo más doloroso es ver cómo se desmorona el sentido de pertenencia y solidaridad que nuestro pueblo heredó del cristianismo. Una economía indiferente a la ética, sedienta de lucro, está destruyendo sueños, valores y, sobre todo, la dignidad de millones de personas que caen en el desencanto y el sinsentido.

La Palabra de Dios nos ilumina

Ante esta realidad, quienes nos sentimos atraídos por el Señor Jesús y fascinados por su Evangelio, llevamos una pregunta clavada en el corazón: ¿Cómo cambiar la suerte del mundo? ¿Cómo encauzar una economía que pisotea la dignidad humana? ¿Cómo evitar que el capitalismo, en su forma más despiadada, dicte el destino de las personas?

En otros tiempos, los discípulos del Resucitado respondieron con obras concretas: comunidades solidarias, hospitales, obras de caridad. Había claridad: un empresario cristiano actuaba primero como cristiano y luego como empresario. Pero hoy es al revés y todo es más complejo. La nueva economía, la globalización, los mercados y un sistema basado en el beneficio a cualquier precio dominan la política, las guerras y un futuro incierto. ¿Qué podemos hacer nosotros, ciudadanos del mundo y discípulos de Cristo?

Pistas desde el Evangelio

El Evangelio de hoy nos ofrece algunas claves. En primer lugar, nos recuerda que la riqueza y el poder no son cuestiones de cantidad, sino de actitud. No se trata de cuánto tenemos, sino de cómo lo vivimos en el corazón. Aunque no seamos parte de los "grandes" del mundo, incluso con pocos bienes podemos caer en el apego de la riqueza que nos aleja del Reino de Dios.

El profeta Amós, en la primera lectura, denuncia con amargura la corrupción de su tiempo: un poder que oprime al pobre mientras se cubren las apariencias con prácticas religiosas. ¡Cuánto se parece esto a nuestro mundo! Ante la lógica perversa del capitalismo, donde el más fuerte triunfa, nuestra conciencia cristiana debe reaccionar. No basta con limosnas piadosas; es necesario afrontar la realidad con honestidad y proponer una economía que ponga a la persona en el centro, no al capital.

sábado, 13 de septiembre de 2025

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ (14 de septiembre)


Primera Lectura: Num 21,4b-9
Salmo Responsorial: Salmo 77
Segunda Lectura: Flp 2,6-11
Evangelio: Jn 3, 13-17


               

Es normal que muchas veces nos sintamos cansados y hasta desconcertados por tanto sufrimiento en el mundo. Lo vemos en lo grande —guerras, injusticias, desastres—, pero también en lo pequeño y cercano: en la enfermedad de un ser querido, en las dificultades de la familia, en las heridas que llevamos por dentro. Dios ciertamente nos cura desde lo profundo, pero siempre surge la misma pregunta: ¿por qué hay tanto dolor que parece inútil?

La fiesta que hoy celebramos, la Exaltación de la Santa Cruz, puede darnos una luz en medio de esa pregunta.

Una historia que nos ayuda a mirar

La tradición nos dice que santa Elena, madre del emperador Constantino, viajó a Tierra Santa movida por la fe. Quiso visitar los lugares de la memoria de Jesús, donde durante tres siglos los cristianos habían rezado casi en secreto. En el Gólgota, donde se levantaba un templo pagano, mandó excavar y allí, según la tradición piadosa, se halló la cruz del Señor. Era un 14 de septiembre, y aquella cruz fue llevada a Constantinopla en medio de gran veneración.

En pocas décadas, los cristianos que antes eran perseguidos se encontraron exaltando la cruz de Cristo públicamente. Y desde entonces, esta fiesta nos invita a contemplar con seriedad lo que significa la cruz en la vida cristiana.

Una fiesta paradójica

Para quien no comparte la fe, celebrar la exaltación de la cruz puede sonar absurdo y disparatado. ¿Qué sentido tiene alegrarse por un instrumento de tortura? Nuestra sociedad busca el bienestar, la comodidad, el “no sufrir”. Y es lógico que alguien pregunte: ¿no será esto una exaltación morbosa del dolor? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?

La respuesta es clara: los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos ni el dolor, ni la tortura y ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo. En la cruz no está glorificado el sufrimiento, sino la entrega de Jesús, que se hizo solidario con nosotros en todo, incluso en la muerte.

sábado, 6 de septiembre de 2025

DOMINGO 23º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

No sea que no pueda acabarla... (Lc 14, 29)

Primera Lectura: Sab 9, 13-18
Salmo Responsorial: Salmo 89
Segunda Lectura: Flm 1, 9-10.12-17
Evangelio: Lc 14, 25-33


Estamos terminando otro verano más. Un verano que se apaga entre las dudas y vaivenes de la política, en un mundo marcado por la violencia de la guerra. Mientras tanto, el Mediterráneo sigue siendo escenario de un drama que parece no tener fin: miles de personas que buscan un futuro mejor se lanzan al mar, y demasiadas veces no llegan a la otra orilla. Las cifras son frías, pero detrás de ellas están los rostros y las vidas de hombres, mujeres y niños. Desde hace tres décadas, más de 48.000 han muerto en esa travesía.

Y no solo el Mediterráneo: en Gaza, en Ucrania, en el Cuerno de África… los conflictos y las catástrofes obligan a millones a abandonar sus casas, dejando atrás todo lo que conocen. La tierra se convierte en un lugar hostil para los que solo buscan un poco de paz y dignidad.

Son contradicciones que reflejan nuestra condición humana: mientras los poderosos discuten y calculan, los pequeños sufren y mueren. Y nosotros, desde nuestra vida cotidiana, también luchamos contra la violencia que anida en nuestro interior, intentando no caer en la indiferencia, buscando un poco de luz para caminar.

En medio de todo, la Palabra de Dios viene a tocarnos, a abrir grietas en la dureza de nuestro corazón. Nos invita a no resignarnos, a creer que la conversión es posible. Porque si no avanzamos en ese camino, corremos el riesgo de ir muriendo lentamente, devorados por la nada.

Ánimo, pues: el Señor nos ofrece su Sabiduría como horizonte.

Buscar las cosas de arriba

El libro de la Sabiduría nos plantea una verdad sencilla y, a la vez, profunda: “Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos” (Sab 9,14). ¡Cuánta razón tiene! Sabemos mucho de ciencia y de tecnología, nos hemos atrevido a cruzar el espacio y a descifrar la energía, pero seguimos siendo incapaces de responder al vacío interior del joven que se pierde en la droga, o de detener el odio que alimenta la guerra, o de curar la soledad de tantas familias sin casa ni tierra donde asentarse.

sábado, 30 de agosto de 2025

DOMINGO 22º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)



Primera Lectura: Eclo 3, 17-21.29
Salmo Responsorial: Salmo 67
Segunda Lectura: Heb 12, 18-19.22-24
Evangelio: Lc14, 1.7-14


El domingo pasado escuchábamos a Jesús invitarnos a entrar por la puerta estrecha. Hoy, con las imágenes del Evangelio, se nos explica mejor en qué consiste esa puerta: en actitudes concretas de humildad y de verdad, frente a la tentación siempre actual de la apariencia y del orgullo.

No es sencillo mantener la coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos. La fe no es simplemente cumplir normas; pero es evidente que, si de verdad hemos encontrado a Cristo, nuestra vida cambia: se orienta hacia lo bueno y lo verdadero, y poco a poco se va transformando. Lo mismo que sucede cuando una persona se enamora: sus gestos, su manera de hablar, su mirada, todo se nota.

También nosotros estamos llamados a vivir como personas salvadas, dejando que el Evangelio purifique nuestro corazón y nuestras actitudes, más allá de simples códigos morales.

 Jesús y las apariencias

El Evangelio nos muestra a Jesús observando cómo algunos buscan los primeros puestos en la mesa. Ridiculiza la actitud de los que aparentan grandeza sólo por tener un cargo o un lugar visible. No critica la responsabilidad social en sí, sino el orgullo de quien confunde el servicio con la apariencia, y la dignidad con el poder.

Nuestra sociedad conoce muy bien esa tentación. Vivimos rodeados de ansias de notoriedad: el deseo de “salir en la tele”, de tener seguidores en las redes, de ser reconocidos aunque sea con cosas superficiales. Nuestros jóvenes, y también los adultos, sienten a veces un miedo enorme a pasar desapercibidos. Y tantas veces esa búsqueda de visibilidad acaba vaciando a las personas, convirtiéndolas en copias unas de otras, esclavas del juicio ajeno.

Detrás de todo esto hay una tragedia: se piensa que uno sólo existe si aparece, que sólo vale lo que se ve, que lo demás no cuenta. Pero, hermanos, mientras el mundo juzga y condena con dureza, Dios perdona y levanta siempre.

El mensaje de Jesús

Frente a todo eso, la palabra de Jesús es clara: no necesitas aparentar. Tú vales a los ojos de Dios tal como eres. Tu dignidad no depende de un aplauso ni de una imagen pública, sino del amor de Dios que te ha creado y te sostiene.

sábado, 23 de agosto de 2025

DOMINGO 21º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


La puerta estrecha...

Primera Lectura: Is 66, 18-21
Salmo Interleccional: Salmo 116
Segunda Lectura: Heb 12, 5-7.11-13
Evangelio: Lc 13, 22-30

María, la primera de los discípulos de Jesús, primera entre los resucitados, guía de la larga ascensión al corazón de Dios, es la que se dejó conducir por la Palabra, la que supo reconocer la gran obra de Dios en la Historia y en su pequeña historia. Hoy nos invita a tomar en serio la obra de su Hijo, a hacer —como en Caná— lo que Él nos diga, para que el agua de la costumbre rutinaria se transforme en el vino nuevo de la fiesta sin fin. Ella, la primera entre los resucitados, es un modelo humilde y concreto de lo que significa ser Iglesia, ayer y hoy.

En este tiempo agotador y ambiguo que nos toca vivir, a los discípulos de Jesús se nos plantea el mismo desafío de siempre: hablar de Cristo. La Iglesia —todos nosotros— está llamada a repetir lo esencial: anunciar al Maestro.
En un momento en que el mundo habla mal de la Iglesia casi sin descanso, no nos toca encerrarnos en discursos autorreferenciales ni defensivos. Tampoco atrincherarnos en posturas rígidas o integristas. Hemos sido llamados —como anuncia Isaías— a ampliar la tienda, a que nuestro mensaje sea verdaderamente católico, es decir, universal.

La Palabra de hoy nos invita a mirarnos por dentro, a reconocer y purificar esos riesgos de sectarismo y de arrogancia que, desde siempre, pueden habitar también en el corazón de los convertidos… de nosotros mismos. Y surge la pregunta: ¿Son muchos los que se salvan? El creyente que la formula, colocándose ya en el grupo de los salvados, no sabe bien en qué se mete. Es la vieja tentación: querer saber si estamos “en orden”, si tenemos suficientes puntos acumulados para ganar el “concurso” de la salvación, si podemos estar tranquilos porque ya tenemos reservado un sitio en el paraíso.

 La falsa seguridad

Es la tentación que a veces afecta a los católicos de largo recorrido, cuando perdemos la tensión del discípulo y creemos que las murallas de la ciudad son tan firmes que ya no hace falta la vigilancia del centinela.

sábado, 16 de agosto de 2025

DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

He venido a traer fuego a la tierra (Lc 12, 49)


Primera Lectura: Jer 38, 4-6.8-10
Salmo Responsorial: Salmo 39
Segunda Lectura: Heb 12, 1-4
Evangelio: Lc 12, 49-53

Con la fiesta de la Asunción, que hemos celebrado, comienza el lento declive del verano. Ya se asoman en el horizonte la vuelta a las aulas, la reanudación de tantas actividades que el otoño trae consigo. Sin embargo, la Palabra que nos ha acompañado en estos meses sigue iluminando nuestra vida con fuerza; es una clave de lectura y, al mismo tiempo, un estímulo constante para nuestra conversión.

El Evangelio, ese tesoro que llevamos en el corazón, nos enciende con pasión y alegría. Nos empuja a estar vigilantes, a buscar sin descanso la presencia del Señor.

Como Abraham, estamos llamados a salir de la comodidad y de lo superficial, a dejar libres nuestras almas para mirar más allá de lo cotidiano.

Creer es fiarse. Es acoger la palabra que Jesús nos dice acerca de Dios. Es atravesar las contradicciones que encontramos dentro de nosotros mismos y afrontar las dificultades de la vida manteniendo viva la llama de la esperanza. Creer es aprender a mirar, con la luz del Evangelio, las incoherencias que encontramos tanto en nuestra propia vida como en la de la comunidad cristiana.

Sí, hermanos: creer es una lucha. Una lucha espiritual.

Muchos imaginan la fe como una certeza adquirida, como una especie de seguro de vida o una forma de simplificar los problemas. Pero no es así. Creer es aprender siempre, convertirse una y otra vez, vivir buscando y orientándose hacia lo que aún no se alcanza del todo, aunque ya se posea en germen. Creer es luchar.

 Enfrentamientos

La Palabra de hoy nos sacude al recordarnos que el anuncio del Evangelio es signo de contradicción. El mundo, tan amado por el Padre hasta el punto de entregarnos a su Hijo, recibe a menudo con fastidio la intervención de Dios, y prefiere la oscuridad a la luz.

No es fácil hablar de esto en un tiempo —y también dentro de la Iglesia— donde abundan quienes se dicen creyentes y se presentan como defensores orgullosos de los valores cristianos, pero en el fondo están anclados en sus propios esquemas y cerrados a la novedad de Dios.

Si somos fieles al Evangelio, no podemos dividir el mundo en dos bandos: “los buenos” —nosotros, el trigo, el pequeño resto— y “los malos” —los otros, laicistas, anticlericales, obstinados en el error—. No. Los cristianos estamos hechos de la misma tierra que todos, y llevamos en el corazón las mismas fragilidades y temores. La única diferencia es que hemos sido alcanzados por la luz de Cristo.

jueves, 14 de agosto de 2025

SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA (15 de agosto)


Primera Lectura: Ap 11,19; 12,1-6.10
Salmo Responsorial: Salmo 44
Segunda Lectura: 1 Cor 15, 20-27
Evangelio: Lc 1, 39-56

Para nosotros, cristianos, esta es la fiesta de la Virgen de agosto: la solemnidad de la Asunción de María. Celebramos hoy que ella, la primera de los creyentes, ha entrado en el cielo; la primera resucitada. En el fondo, esta es también la fiesta de todos nosotros, discípulos del Señor, que caminamos con esfuerzo, con esperanza, hacia esa misma meta. Es como si la Iglesia, en este día, nos señalara el destino final: el horizonte hacia el que vamos, la cima a la que estamos llamados por gracia.

Una tradición que viene de lejos

La Asunción es una de las celebraciones más antiguas del calendario cristiano, enraizada profundamente en la fe de las primeras comunidades. Quizá por eso no es fácil hablar de ella con definiciones precisas o con palabras exactas. Pero lo que creemos, lo decimos con la sencillez de la fe: María de Nazaret, Madre de Jesús, la primera entre los discípulos, la que sostuvo a su Hijo en brazos y permaneció fiel al pie de la cruz, la que oraba con la comunidad en Pentecostés, ella fue llevada por Dios al cielo, en cuerpo y alma, junto al Padre.

Y una vez confesado esto, nos dejamos envolver por el silencio reverente del misterio. No sabemos el cómo, ni el cuándo, ni el modo en que ocurrió; solo sabemos que la Iglesia, desde sus orígenes, lo ha celebrado con gozo.

La tradición ha hablado del “Tránsito” o la “Dormición” de María, como si se tratara de un sueño en los brazos del Padre. Hoy, en el prefacio de la misa, lo proclamaremos con palabras que nos conmueven: “No podía conocer la corrupción del sepulcro aquella que llevó en su seno al autor de la vida”.

Y hoy preferimos expresar que María es la primera persona plenamente resucitada; la primera que ha llegado a conocer y a vivir la plenitud del destino humano según el designio amoroso de Dios.

Una inquietud que permanece

Sin embargo, hermanos, es verdad que este misterio no está exento de cierta incomodidad. No tanto por el dogma en sí, sino por la figura de María. María era una joven sencilla, de un pueblo perdido en Galilea; una muchacha callada, trabajadora, tímida quizá, acostumbrada a vivir con discreción.

Y, sin embargo, con el paso de los siglos, se ha desarrollado en torno a ella una devoción inmensa, sincera, pero a veces excesiva. Y lo digo con cuidado. Porque ese exceso puede acabar alejando a muchos hermanos nuestros —que buscan a Dios con honestidad, en medio de un mundo secularizado— de la verdadera figura de María. Puede dar la impresión de que ella es inaccesible, casi irreal, como si su santidad la hubiera separado de nuestra historia concreta.

Y eso sería una gran injusticia. Porque María fue, ante todo, una discípula de verdad. Una mujer del pueblo. Fuerte, valiente, lúcida. La primera en reconocer el rostro del Dios encarnado. Y nosotros, en vez de aprender de ella, la hemos colocado en lo alto de un altar, coronada de piedras y alejada de nuestra vida cotidiana.