Hermanos, puede que uno celebre muchas Navidades sin que, en el fondo, Dios llegue a nacer en su corazón. Y la verdad… el Adviento está precisamente para eso: para despertarnos, prepararnos y volver a lo esencial. Hoy la liturgia nos invita a detenernos un momento, casi como quien respira hondo, y dejar que la Palabra nos saque del ruido de cada día. Algo parecido a lo que hizo María: escuchar, acoger, guardar silencio, y reconocer a los profetas —que también hoy— nos señalan a Cristo.
Y quizá lo sentimos: hay una “Navidad fingida” que se pasea por nuestras calles, vistosa pero vacía. Luces que brillan, escaparates que prometen regalos imposibles, y el Niño Jesús… cada vez más escondido, casi borrado en nombre de un respeto mal entendido. Las revistas explican el origen del árbol, del trineo o de Santa Claus, pero casi nunca hablan de Jesús, el de Nazaret, el Hijo de Dios que viene a nacer. Es extraño: celebramos la Navidad sin el que da nombre a la fiesta.
Y, al mismo tiempo, el ambiente no está precisamente ligero. La crisis económica pesa, la guerra y la inseguridad nos llenan de inquietud, las jugadas políticas y diplomáticas siguen llenas de palabras tergiversada, y demasiados hermanos siguen muriendo en los mares de nuestro entorno o atrapados en caminos de pobreza. Las cifras son durísimas: el hambre crónica afectó a más de 670 millones de personas en 2024; cada día mueren 8.500 niños sin apenas hacer ruido. Y uno se pregunta, a veces con cansancio: “¿De verdad ha cambiado algo desde el nacimiento del Señor?”
La soberbia sigue alzando la voz, el egoísmo continúa imponiéndose más de lo que deseamos —a veces incluso dentro de la Iglesia—, y el mundo parece inclinarse hacia los fuertes.
Juan, el profeta que duda
El Evangelio de hoy nos coloca ante un Juan Bautista distinto al que conocemos. Ya no está en el Jordán, desafiante y ardiente; ahora está en la cárcel, cerca de la muerte, víctima de la rabia de Herodías y de la debilidad de Herodes. Juan había vivido para anunciar al Mesías. Lo reconoció cuando vino a bautizarse, se inclinó ante él, se admiró de su humildad. Pero ahora… ahora está desconcertado.
Porque el Mesías no actúa como él esperaba. Juan hablaba de fuego, de juicio, de purificación. Jesús, en cambio, habla de misericordia, cura heridas, perdona, se acerca a los pobres, no agita al pueblo. Es un Mesías demasiado distinto, casi desconcertante. Y Juan —el mayor entre los nacidos de mujer— duda. Me gusta que el Evangelio no esconda esta fragilidad: también los grandes creyentes atraviesan noches.













