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domingo, 19 de julio de 2015

DOMINGO 16º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)





Primera lectura: Jer 23, 1-6
Salmo Responsorial: Salmo 22
Segunda lectura: Ef 2, 13-18
Evangelio: Mc 6, 30-34


Los discípulos regresan de su misión, a la que el Señor les envió de dos en dos. Regresan contentos, entusiastas, llenos de alegría por la eficacia del anuncio. Como un buen padre que quiere a sus hijos, el Maestro comparte su alegría y nota su cansancio.
Es el momento del descanso, de apartarse, de dejar la muchedumbre que agota para dedicarse tiempo para ellos. El apartarse es precisamente el núcleo de la Palabra de hoy. Un modo inesperado de interpretar las vacaciones.

Cansancio
También nosotros nos cansamos. Que levante el dedo quien no se haya sentido nunca cansado, exhausto o  reventado.
No hablo del cansancio exterior, sino del tan poco natural cansancio que nos coge a cada uno de nosotros al final de una semana laboral dedicada a trabajar, no a pico y pala - o también -, sino ante un caprichoso ordenador, o embotellados en el tráfico, o en la cola del supermercado; hablo de otro cansancio más dramático, de ese dolor sordo que te pega en pleno pecho cuando menos lo esperas, a lo mejor cuando la tensión por un trabajo se ha agregado a las preocupaciones de casa; hablo del grito desgarrador que se aloja en el fondo de nuestro corazón, al tener que demostrar, siempre y a toda costa, que valemos, al tener que ser un buen marido, una buena madre, un buen cura; hablo del grito profundo del cansancio, de una urgente e ineludible necesidad de sentido, de la alegría, de la paz que tanto nos cuesta encontrar en nuestra cotidiana locura.
Hoy hablamos justo de esta necesidad, hablamos del hecho de que si no encontramos un sentido a nuestra vida, si no llegamos a entender la razón por la  que hemos nacido entonces, antes o después, estallamos.
Y estallamos escapando o callando, o aturdiéndonos, o ilusionándonos con que a nuestra felicidad le falta alguna decena de caballos en el motor de nuestro coche, o alguna arruga de menos en el rostro, o un fascinante viaje de ensueño a no sé qué paradisíaca playa.

Aparte
Sin un tiempo de desierto, de silencio, de intimidad con el Señor no es posible seguir siendo cristianos, conservar la fe, crecer como discípulos y seguidores de Jesús. Y cuanto más nos cogen el caos y la trepidación de cada día, más urgente y necesario se muestra la necesidad de recortar un tiempo para descansar en el Señor.
La oración cotidiana, un pequeño espacio del día dedicado al alma, nos ayuda a mantenernos a flote durante la semana. Así una bonita celebración festiva, una verdadera “eucaristía” – acción de gracias -, nos permite encontrar al resucitado y recargar las baterías. Pero, lo sabemos bien, la fatiga de la vida contemporánea nos apaga la gana de vivir.
Sería bonito acoger la invitación que el Señor nos hace a retirarnos con él medio día, en un monasterio, en un lugar bonito de la naturaleza. En silencio, para dejar que su Palabra reemplace nuestras pequeñas palabras, que su respuesta reemplace nuestras pequeñas respuestas.
Y cuánta más responsabilidad tengamos en la comunidad cristiana, más urgente nos es encontrar tiempos de soledad con el Señor. Es una pena ver a muchos animadores, voluntarios, curas, catequistas atropellados por las muchas cosas que hacer, convertidos en pequeños manager de lo sagrado que ya no logran vivir lo que proclaman.

Nuestras comunidades cristianas tienen también una gran responsabilidad respecto de sus mismos pastores. Es una señal de atención evangélica darse cuenta de las fatigas de los pastores que dedican la vida al rebaño pero que, a veces, son considerados y tratados como unos mercenarios.
Y si, como dramáticamente Jeremías nos recuerda en la primera lectura, los pastores han llegado a ser mercenarios que se apacientan a ellos mismos, tenemos que acompañarlos con fuerza en la oración pidiendo su conversión y la nuestra.

Nazareno
Jesús y los discípulos se apartan, han logrado dejar a la gente. Pero inesperadamente, apenas bajan del barco, la muchedumbre los ha vuelto a alcanzar. Unas vacaciones que se terminan antes de empezar.
Yo me irritaría muchísimo. No sé vosotros. Jesús no. Jesús se da cuenta del extravío de la gente y experimenta compasión y ternura por ellos.
La suya no es una ternura escurridiza y fingida. Lo suyo es un percatarse lleno de auténtica compasión, es un compartir los sueños y el dolor de la gente. Para expresarlo, Marcos usa un verbo ("esplanjnidsomai"= conmoverse en las entrañas) que expresa lo característico de la actitud de Dios: compadecerse, la compasión.
Jesús conoce el dolor porque es hombre hasta el final, y porque ama de verdad a su Padre Dios, humilde y lleno de experiencia.
Por eso la Iglesia, y nosotros sus miembros, estamos siempre llamados a fijarnos en el mundo extraviado. Sin juzgar,  sin arrogancia, sin prejuicios, sino con compasión. Siempre, como lo hace el Maestro.
Jesús sabe cuánto necesitamos de paz, de luz, de descanso y vacación. Vacación serena, no desbordante y tantas veces estúpida, no aturdidora y ruidosa. “Venid a un sitio tranquilo, descansar un poco”, hemos escuchado decir a Jesús en el evangelio de hoy.

Vacaciones
El Señor nos propone pasar vacaciones con él, en el silencio, en soledad con él; nos pide que confiemos, que lo miremos a los ojos, porque él es el pastor que se conmueve con la fatiga de las ovejas, el pastor que no pretende vendernos a toda costa, ni hacer negocio con nosotros.
La vacación es el momento de ir aparte y reposar un poco en el Señor Jesús.  Hay el riesgo de ver las vacaciones como un momento de euforia, de exceso, de pura exterioridad. Por eso tenemos la necesidad de aprovechar las vacaciones como una ocasión para cruzar la mirada con la mirada compasiva de Jesús, el Maestro: él es el único que sabe adónde conducirnos, el único que sabe adónde llevarnos.
Sepamos también tomar las vacaciones como un regalo, como un momento de escucha y encuentro con los otros, saliendo de nuestro propio horizonte, y de nuestros prejuicios, para acoger con dignidad la vida de otros pueblos, para dedicar tiempo al descanso, ciertamente, pero también a la recuperación de las relaciones con la familia y con Dios.
¿Por qué no poner en la maleta, además de las cremas de la playa, un evangelio y un libro de espiritualidad? Nos ayudaría a broncear no sólo la piel, sino a poner morena el alma.
Siempre tenemos a punto la excusa de que no tenemos tiempo para dedicarlo a la oración: ¿por qué no lo sacamos durante los tiempos de vacación?
El Señor nos invita a descansar, a ir a un sitio aparte, pero con él, para encontrar la armonía entre el cuerpo y el espíritu que la vorágine del trabajo y de las ocupaciones a menudo interrumpe.
Una segunda palabra muy consoladora, para todos aquellos - la mayoría, diría yo - que no tienen ni tendrán la posibilidad de coger vacaciones, especialmente por los que viven aún más solos en el verano: los ancianos, los enfermos, las personas separadas, los que están en dificultad económica.
El Señor mira a la muchedumbre y siente compasión, se conmueve, porque, entonces como hoy, nos encontramos como ovejas sin pastor.

¡Ánimo, amigos! El Señor no se olvida de nosotros, no nos deja solos, sino que se hace nuestro pastor. Sepamos dirigir nuestra mirada y nuestra oración a este Dios de ternura y compasión; en todo momento, pero sobre todo en este relajado tiempo del verano.

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