A
50 años del Concilio Vaticano II,
queremos
recordar lo que, para la Compañía
de
Jesús, fue una cita
de
gran importancia por los muchos Padres
que
fueron llamados a participar en él,
cómo
expertos o consultores, y que contribuyeron
a
la redacción de documentos
particularmente
significativos.
"Una
noticia sorprendente": fue el lacónico e inesperado comentario que en el
periódico La Croix, en julio de 1960, el jesuita y teólogo francés Henri de
Lubac hizo de su nombramiento como perito de la Comisión preparatoria del
Concilio Vaticano II, por parte de Juan XXIII; una sorpresa para el padre De
Lubac, que significó para él la rehabilitación de sus teorías teológicas, de su
defensa del pensamiento de Teilhard de Chardin y, en cierto sentido, el fin de
un destierro y una censura de sus escritos por parte de la Iglesia y de la
Compañía.
La designación
del P. De Lubac como perito del Concilio, después de la implícita condena de la
Humani Generis de Pío XII a muchos de
sus escritos, representó sobre todo el reconocimiento de su estilo y modo de
hacer teología, de su redescubrimiento de los Padres de la Iglesia. Una
rehabilitación, la del jesuita De Lubac, que era visto con sospecha por el Santo
Oficio sobre todo por su obra Surnaturel.
Una situación muy parecida a la de aquel otro exponente de la llamada Nouvelle Théologie, el dominico francés
Yves Marie Congar, obligado también al silencio y amigo fraternal del jesuita
de Lyon, nombrado perito ese mismo año por Papa Roncalli.
Probablemente
"esta noticia sorprendente" de un jesuita nombrado perito del Concilio
suscitó el mismo estado de ánimo y ansiedad en los más de 35.000 jesuitas
esparcidos en el mundo, guiados entonces por el belga Juan Bautista Janssens,
llamados desde aquel momento a rezar y a prepararse para que este memorable
acontecimiento eclesial representara un éxito y un viraje, según los auspicios del
Papa reinante en aquel tiempo: Juan XXIII.
La convocatoria
del Concilio Ecuménico (el 11 de octubre de 1962) ciertamente representó para
la Compañía un pequeño "congreso jesuítico" por los muchos padres y
también obispos que fueron llamados a participar en él: junto a los dominicos,
los hijos de San Ignacio fueron de los más numerosos, pero sobre todo fueron los
ghostwriter, redactores de borradores,
esquemas preparatorios o de documentos más importantes del Vaticano II, como,
por ejemplo, Gaudium et spes, Nostra Aetate, Dignitatis Humanae.
Los obispos
del Concilio reclutaron a muchos padres de la Compañía de Jesús como peritos o
teólogos privados de universidades católicas como Lovaina, Fourvière (Lyon),
Innsbruck, Sankt Georgen (Fráncfort). En el curso de las cuatro sesiones
conciliares se alojaron a lo largo de las dos orillas del Tíber, los grandes
nombres de la así llamada y apresuradamente definida "teología de
vanguardia" de aquel tiempo: entre los jesuitas, Jean Daniélou, Karl
Rahner, Gustave Martelet y Henri Rondet, de los dominicos, Marie-Dominque Chenu
y Edward Schillebeeckx, el redentorista Bernard Häring, el suizo Hans Küng, el
alemán Joseph Ratzinger, el belga Gérard Philips.
Un "foco
teológico", según una feliz definición del historiador Giuseppe Alberigo,
que apostó por el redescubrimiento de los manantiales patrísticos y bíblicos, el
relanzamiento del movimiento ecuménico, y la salida de una cierta intransigencia
romana en campo doctrinal.
La parte del
león en las comisiones doctrinales del Concilio la llevaron obviamente los
grandes exponentes y paladines de la teología romana y del magisterio de Pío XII,
como el jesuita holandés de la Universidad Gregoriana y secretario de la
comisión teológica, Sebastian Tromp, hombre de confianza del cardenal Alfredo
Ottaviani, o como su compañero español Ramón Bidagor, experto en la disciplina
de los sacramentos y hombre de confianza del cardenal Benedetto Aloisi
Masella.
En aquellos
años, tanto la Universidad Gregoriana como el Instituto Bíblico o el Oriental representaban
para la Santa Sede el depósito privilegiado donde reclutar expertos, destinados
a ofrecer su servicio de estudiosos en la redacción de muchos documentos, desde
Charles Boyer a Edouard Dhanis, consultor belga del Santo Oficio, fuertemente
crítico respecto a la teología de De Lubac, al canonista alemán Wilhelm
Bertrams, (elegido por Pablo VI para redactar la Nota Praevia del esquema De
Ecclesia), al biblista canadiense Roderick Mac Kenzie, a los italianos
Paolo Molinari, Alberto Vaccari y Paolo Dezza.
También participó
en el Concilio el jesuita ecuatoriano Pablo Muñoz Vega primero como de perito
(había sido, entre otras cosas, rector de la Gregoriana) y luego como padre
conciliar, cuando en 1964 fue nombrado por Pablo VI obispo coadjutor de Quito.
Contribuciones
de jesuitas procedentes de universidades no romanas serían durante el Concilio,
por ejemplo, las del cristólogo Alois Grillmeier, de Friedrich Wulf, (el
principal ghostwriter de muchos
discursos del cardenal Döpfner) o del chileno Juan Ochagavía.
En el campo de
la comunicación representaron una fuente privilegiada y acreditada para
entender la verdadera dinámica de los trabajos conciliares (de las votaciones de
los esquemas preparatorios, de las discusiones o rechazos de textos por parte de
los obispos) sobre todo para los periodistas y los especialistas, las crónicas escritas por Givanni Caprile en La Civiltà Cattolica o las redactadas en
francés por Robert Rouquette para Etudes.
El jesuita Roberto Tucci, director por entonces de La Civiltà Cattolica y perito del Concilio, fue quien mantuvo una
relación directa con la prensa internacional e italiana, durante las cuatro sesiones
conciliares.
La
contribución de los expertos de la Compañía, durante el periodo conciliar (1962-65),
fue transversal y polifónica en los varios campos del magisterio y dio voz y
espacio a las diversas instancias de los Padres del Concilio divididos, en
cierto sentido, entre los innovadores y los contrarios a la renovación pedida
por Juan XXIII y Pablo VI. Piénsese en el papel que jugó el P. Tromp en la
redacción del esquema De Ecclesia o el
P. Rahner en el De fontibus Revelationis,
donde emergió, también con el impulso del episcopado alemán, la cuestión sobre
la relación Escritura-Tradición que vio, en aquella delicada situación, la
provechosa colaboración de Joseph Ratzinger con el jesuita sesentón de
Friburgo.
Está
comprobado por la investigación de muchos estudiosos, que probablemente la
constitución dogmática Dei Verbum,
sobre la divina revelación, recibió la impronta teológica de Rahner, así como
la de De Lubac; la inspiración del jesuita de Fourvière, al decir de muchos
estudiosos del post-concilio, prevalecerá en otro documento fundamental para la
historia de la Iglesia contemporánea: la Lumen
Gentium.
La firma de un
jesuita será puesta también por el francés Jean Danielou en la redacción de la Gaudium et Spes; igualmente será fundamental
su aportación en la elaboración del "esquema XIII"; según muchos, el
influjo del futuro cardenal y académico de Francia, gracias a su gran
competencia en el campo de la antropología bíblica, estará en el haber hecho
entrar el pensamiento personalista en la redacción de esta constitución
pastoral.
Y todavía le
tocará a un hijo de San Ignacio, el estadounidense John Courtney Murray, cubrir
un papel clave en la redacción de la declaración sobre la libertad religiosa, la
Dignitatis Humanae, de la que será su
redactor principal. Todo el episcopado de los Estados Unidos, la patria del
pluralismo religioso, fue el que defendió en el aula este documento (el más
controvertido y contrastado en el ámbito conciliar, sobre todo por parte de los
obispos españoles y del cardenal de Génova, Giuseppe Siri).
No es cierto el
hecho de que según una confidencia, recogida por el periodista del Corriere della Sera Alberto Cavallari en
1965, la Dignitatis Humanae, a los
ojos del cardenal Agustín Bea, representó un punto de inflexión porque, por vez
primera, lanzaba la Iglesia de Pablo VI a la “tierra desconocida de la libertad”.
Fue, en
cambio, el biblista P. Agustín Bea, quien tejió durante las sesiones conciliares,
en calidad de primer presidente del Secretariado por la Unidad de los
Cristianos, la enredada tela diplomática del diálogo en el campo ecuménico y
con el mundo judío. Muy concreta fue su incansable acción de “embajador de la
unidad” de los cristianos, en particular con los observadores de las Iglesias
ortodoxas y de las comunidades anglicanas y protestantes en el Concilio
(piénsese sólo en una de las figuras más eminentes como a Óscar Cullmann). La impronta
y el influjo del cardenal jesuita fue también básico en la redacción del
decreto conciliar De Oecumenismo. La
obra maestra de Bea en el Concilio será ante todo la huella dejada por él en la
declaración Nostra Aetate, en la que
se condena cualquier forma de antisemitismo y se liberaba implícitamente al
pueblo judío de la acusación de deicidio respecto a Jesús.
El Concilio
también significó para los jesuitas el paso del belga Juan Bautista Janssens (fallecido
en 1964) al vasco Pedro Arrupe (elegido en 1965) en la guía de la Compañía.
Tocará al prepósito recién elegido tomar la palabra en el aula conciliar el 27
septiembre de 1965. Su relación fue interpretada por la prensa como
"demasiado papista" y basada en una lucha sin cuartel, por parte de
la Iglesia y en particular de las órdenes religiosas, al ateísmo dominante. La intervención
de Arrupe fue seguida y aceptada, más allá de las fantasiosas reconstrucciones
periodísticas y de ciertas críticas (como la de Yves-Marie Congar dentro de las
sesiones, con gran profundidad y respeto) calificada, en cambio, por De Lubac en
sus Diarios como "rica y oportuna."
La gran herencia del Vaticano II (fue la reflexión
final con que el P. Henri de Lubac cerró sus Diarios sobre el Concilio) sobre
todo estuvo en la "necesidad de fundamentar la puesta al día
(‘aggiornamento’)" de la Iglesia e, indirectamente, de la Compañía,
"sobre las dos grandes constituciones dogmáticas: la Lumen Gentium y la Dei
Verbum". Una advertencia ésta del P. De Lubac orientada al futuro, completamente
actual, y ciertamente no sin interés hoy día, dadas las tareas que esperan la
Compañía de Jesús en el Tercer Milenio.
Filippo Rizzi, Periodista de “Avvenire”
Traducción: Juan Ignacio García Velasco,
S.J.
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