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jueves, 11 de abril de 2013

Anuario S.J. 2010 - MATEO RICCI: LA SABIDURÍA DE LA AMISTAD



El nombre de Mateo Ricci no ha sido siempre tan popular como lo es hoy. El posconcilio es el que ha vuelto a poner de actualidad la figura de este jesuita, pionero del encuentro entre la Iglesia y las culturas del mundo. Durante más de tres siglos, la reputación de Ricci ha sufrido un equívoco, fruto de la controversia sobre los ritos chinos surgida después de su muerte. Se sospechaba que el modelo de evangelización del que había sido promotor, ocultase la revelación de Cristo en favor de una aproximación sincrética poco respetuosa con la excepcionalidad del mensaje cristiano. Acusación sin fundamento, pero los rumores y los prejuicios se resisten a morir, y el enfoque de Ricci fue tan innovador que todavía hoy no es seguro que haya sido plenamente comprendido. 




Ricci fue un hombre a la búsqueda de lo universal. No parece que haya constituido un desafío para su fe la revelación de la radical diferencia del mundo chino, en comparación aquel del cual provenía, diferencia que él es el primero en afrontar. Más bien, fue un formidable motivo para empezar la búsqueda del humus común de la humanidad, de aquello que nos hace comunicarnos y vivir juntos más allá de lo que nos separa. Ricci afronta esta tarea con todas las armas del Renacimiento triunfante. Con su saber de cartógrafo, presenta a los chinos un mundo único, un mundo en el cual el imperio chino es invitado a reconocerse como uno más entre otros. Con sus conocimientos de geometría traduce los Elementos de geometría de Euclides, buscando allí las bases del lenguaje común de la racionalidad científica y técnica, revelador de la naturaleza profunda del hombre dotado de la razón por Dios. Con sus capacidades dialécticas y de teólogo trata de dar crédito a la idea del Dios Uno mediante un diálogo ficticio entre un sabio chino y un sabio venido de occidente (El verdadero sentido del Señor del Cielo). 

Tales son para él los prolegómenos a partir de los que se podrá exponer el anuncio de la revelación cristiana. Él se asombra de encontrar en China una humanidad común, señal de la presencia universal del Creador que ha forjado el hombre a su imagen, y quiere convencer a aquellos con los que se encuentra de que esta humanidad común es el humus en el es preciso buscar y encontrar Dios. Al mismo tiempo, quiere dar a conocer en Europa la riqueza de lo que descubre en China, encontrando en esta riqueza un nuevo motivo para glorificar a Aquel cuya presencia parece esparcida en diversidad de lenguas. 

Porque la pasión de la universalidad se prueba en el crisol de las diferencias, y asociar al mismo tiempo lo universal y lo diferente traza un itinerario puramente heroico, una aventura que se desarrolla en el tiempo con una sorprendente tenacidad. Esta tenacidad se manifiesta particularmente en el dominio de la lengua: Ricci llegará hasta el corazón de la diferencia lingüística. La seriedad que él concede a la lengua china es uno de los rasgos que más estimulan la admiración. Sabe que la universalidad que él transmite por vocación encuentra su camino propio en la particularidad de la lengua. Intuye que la escritura china no es solamente instrumento de comunicación sino también vehículo de una visión del mundo, de una cosmología ligada a su misma estructura. Es por el dominio de la lengua como él penetra en el sentido y en el gusto de los textos clásicos chinos. 

Es también gracias a este dominio de la lengua y de la escritura como él creará y nutrirá las amistades que lo acompañarán sin tregua. Hacerse amigos… no es solamente una necesidad estratégica, es un imperativo interior. La espiritualidad de Ricci es una espiritualidad de la amistad, nutrida en la práctica de los Ejercicios Espirituales, que dan un acceso más íntimo a Aquel que dice a los Apóstoles “ya no os llamo siervos sino amigos” y conducen al ejercitante a relacionarse con el Señor “como un amigo habla a su amigo". Ricci inaugura su carrera pública en China con la redacción de un pequeño ensayo titulado De la amistad. Él habría querido, ciertamente, que esta amistad estuviera siempre en la raíz de la empresa misionera y en el intercambio China-occidente. Pero las controversias comenzaron a dividir la Iglesia china casi al punto de hacerla perecer, y los cambios entre los dos mundos empezaron a sufrir el tono cada vez más agresivo del expansionismo occidental, lo cual, en contrapartida, nutrió una desconfianza creciente por parte del imperio chino. ¿No será quizás la era de la globalización la ocasión para hacer de nuevo apetecible esta espiritualidad de la amistad? Puede parecer utópico tanto más cuando los intercambios quedan marcados por las desigualdades económicas o de predominio de una cultura sobre las otras. Pero el pequeño ensayo puesto al margen de la carrera china de Ricci todavía resuena como la más necesaria de las llamadas. 

Por más de una razón, el modelo de cambio que Ricci promueve parece todavía actual. No solamente porque él pone la amistad en la base de la relación, sino también porque ésta se desarrolla según una rigurosa progresión. Ricci reconoce enseguida los temas comunes que la especie humana comparte: búsqueda científica, preguntas sobre Dios y el mundo, raíces de la moralidad social... Partiendo de aquí, reconoce también la diversidad de los recursos culturales que se presentan para afrontarlos: el Canon chino enseña un universo muy diferente de aquél desvelado por los textos bíblicos. Estos recursos son valorados e intercambiadas con un diálogo entre iguales, aquel diálogo que forma la trama del Verdadero sentido del Dios del Cielo. Después, las respuestas elaboradas al final, dando testimonio de la universalidad que nos une, quedan señaladas por la huella de la diferencia cultural. No es casualidad que Ricci sea reconocido como uno de los grandes pioneros de la inculturación de la fe. La dinámica que se traza es por lo tanto esencialmente creadora, tiende menos a repetir el pasado y más a inventar soluciones o expresiones lingüísticas que permitan a cada uno expresar de nuevo el misterio del mundo y lo que de presencia divina hay en ello. 

Meditando hoy sobre el sentido de la aventura de Mateo Ricci, se nos remite a los riesgos de una aventura inscrita en un tiempo dado, señalado por las ambigüedades de la época, o bien a un recorrido cuya fuerza singular está cargada de sentido para hoy. No porque permanezcan los mismos desafíos; en parte también se podría decir que se han invertido. Ricci se debatió entre lo desconocido y lo nuevo. Nosotros nos debatimos más bien con los clisés y los rencores que entristecen tanto el diálogo intercultural como el intercambio interreligioso. A la era del “no suficientemente conocido” ha seguido la del “demasiado conocido"... Sin embargo el modelo de hombre que es Ricci se revela particularmente adecuado a estos tiempos diferentes. Es un tipo de hombre menos desvelado por su correspondencia (desconfía de las confidencias), que por sus acciones (una vez más un rasgo de los Ejercicios Espirituales: el amor, para él, se expresa más con los hechos que con las palabras…). La confianza en la naturaleza humana y en sus interlocutores; la alianza de la sensibilidad cultural y del rigor científico; su capacidad de entrar en relación y de dar prueba de respeto y amabilidad; su sentido de la duración de las mediaciones culturales, lingüísticas, históricas.... Todos los modelos posibles que definen lo que debería ser una educación humanista en tiempos de globalización! 

¿Por qué hay todavía seres humanos que se ponen en contacto desde una región del globo con otra? Seres humanos, no esencias culturales, técnicas, intereses económicos o husos horarios.... ¿Los hombres y las mujeres de hoy están realmente preparados para vivir el encuentro, la amistad con sus riesgos y con su intensidad? Es una pregunta que sirve para los creyentes que descubren la sabiduría y la concepción de salvación ofrecidas por las otras religiones. Sirve para los turistas que no saben bien cómo comportarse entre las montañas del Yunnan o frente a los pobres de las grandes ciudades chinas. Y también sirve para los hombres de negocio que se quejan de que los términos ley o contrato parecen no tener el mismo sentido en Chicago que en Tianjin. Y, viceversa, sirve para el estudiante japonés o chino que trata de comprender las normas de sociales que regulan la vida de una universidad americana o europea. A menudo quedamos extrañamente desarmados cuando afrontamos en la realidad los desafíos nacidos del encuentro. 

Ricci ofrece por tanto un modelo de un hombre forjado para el encuentro, ofrecido al encuentro, y preparado para ello gracias a una educación humanista que no fue para nada una acumulación de saber heteróclito sino una integración de todas las dimensiones del ser. Una educación humanista lleva a conocerse a sí mismo, con sus luces y sus sombras. La misma educación prepara para conocer a los otros, integrando en uno todo el conocimiento afectivo, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y el conocimiento racional. Una educación humanista, ayer como hoy, es interdisciplinar por naturaleza, lleva a su beneficiario a establecer naturalmente lazos entre los diversos campos del saber o los diversos modos de afrontar la realidad. Es obvio que desarrolla también las facultades creadoras del sujeto: la creatividad fue el resorte que permitió a Ricci manifestar su presencia. Una educación humanista prepara constructores de paz, personas capaces de enfrentar los conflictos sin hacerse arrastrar en su lógica de destrucción. 

En definitiva, Ricci queda para nosotros como un educador. Llegado a China supo adaptarse y modelarse según aquella figura del educador por excelencia que fue Confucio: esta afinidad contribuyó no poco a su éxito. Mereció, a título pleno, ser definido Sabio por aquellos a los que se había acercado. Entre los maestros el comportamiento constituye el más precioso de las enseñanzas, una enseñanza que supera tiempos y continentes. Ricci fue uno de éstos. La actual multiplicación de los contactos entre culturas, economías y religiones no disminuye para nada su actualidad. Se sitúa en el umbral de los tiempos modernos, demostrando con toda su vida el modo en que el verdadero encuentro nos desmocha para que llevemos fruto en abundancia, un fruto rico del doble sabor de la sabiduría y la amistad. 

Benoît Vermander, S.J.
Traducción de Juan Ignacio García Velasco, S.J.

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