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sábado, 27 de enero de 2024

DOMINGO 4º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera Lectura: Dt 18, 15-20
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: 1 Cor 7, 32-35
Evangelio: Mc 1, 21-28

Misterio y dolor

Hoy la Palabra de Dios nos habla de la sinagoga; de la Iglesia, podemos decir nosotros. Y es difícil hablar de la Iglesia, seamos honestos y no nos engañemos. 

Si todo y sólo fuera la teología, el evangelio, los santos, el misterio y su luz envolvente, todo sería más sencillo, resplandeciente y transparente.

Pero no es sólo así. Jesús, pensando en la Iglesia, imaginándola como una comunidad de hermanos que se pusieran al servicio de unos para otros, escogió sin embargo personas llenas de límites y de defectos para ponerlas al frente de la comunidad. Y así, en la Iglesia, convive desde siempre este enredo misterioso, y a veces insoportable, de santidad y de pecado, de alas que nos elevan a lo más alto y de pesos que nos hunden en el abismo. Un enredo de luz y de sombra.

Santa y pecadora, casta meretriz, la Iglesia está formada por personas y por Dios mismo, está hecha con nuestros límites y con la benevolencia amorosa del Señor.

¡Cuánto deseamos que no fuera así! ¡Cómo quisiéramos que la Iglesia estuviera hecha de personas disponibles, coherentes, misericordiosas, que pensaran siempre con el evangelio en el corazón! Y, en cambio, esto no siempre es así.

En cada uno de nosotros habita toda la fuerza de la Palabra y la experiencia de Dios. Y, a la vez, la contradicción de nuestras limitaciones y de nuestros cansancios.

Quizás el Señor nos permite vivir en esta situación de tensión interior, de anhelo y de deseo de santidad. Tal vez vueltos todos hacia él, con la nostalgia infinita de su presencia, podríamos sentirnos orgullosos por la experiencia de la luz divina, pero en ese mismo momento tropezaríamos con nuestra mezquina, pequeña y dolorosa incoherencia de nuestras vidas.

Pero hermanos, en esta Iglesia, a veces severa e incomprensible, es donde hemos recibido a Cristo.

Ciertamente, algunas cosas de la Iglesia no nos agradan, ni nosotros agradamos a la Iglesia. ¿Pero podemos renegar de nuestra madre sólo porque la ropa que lleva la envejece?

Convertir a la Iglesia

Marcos inicia su narración con un hecho desconcertante: la liberación de un endemoniado. Dentro de la sinagoga. No fuera, ni cerca: dentro.

Es como si Marcos dijera: el primer anuncio qué debemos y podemos hacer, la primera liberación del demonio, del pecado y del mal, que tenemos que hacer está dentro de la comunidad, está dentro de la Iglesia.

Antes de mirar afuera, al mundo hostil y oscuro, hace falta tener el coraje de liberar de cualquier tiniebla en nuestras comunidades cristianas. Liberarlas de la peor de las herejías de nuestro milenio reciente, es decir, la herejía del conformarse con una fe que sólo es exterioridad, costumbre, cultura, conservadurismo a ultranza, mantenimiento del “siempre se hizo así”. Liberar a las comunidades de una fe que no tiene nada que ver con la vida real, porque muchas veces tiene poco que ver con nuestro salvador Jesucristo.

¿Qué tienes que ver tú con nosotros, Nazareno?

El endemoniado del evangelio es símbolo de todas las objeciones que, en definitiva, nos impiden volver a ser creyentes. El endemoniado habita en la sinagoga – en la iglesia - participa en la oración, profesa su fe.

Marcos, con descaro y franqueza, como un digno profeta, amonesta a la comunidad que lee su Evangelio: el primer exorcismo que Jesús ejerce está en la comunidad, entre los hermanos de fe.

Los peligros no están “fuera”, sino “dentro” de nosotros, dentro de las opciones que vamos haciendo cada día. Es ahí donde vivimos las contradicciones de la fe. Dentro de nuestras comunidades es donde habita la lógica tenebrosa y diabólica de la división.

La afirmación del creyente endemoniado es terrible: ¡Qué tienes que ver tú con nosotros, has venido para arruinarnos! ¿Qué tienes que ver tú Señor Jesús con nuestra Iglesia?

Es demoníaca una fe que mantiene a Dios lejos de la vida cotidiana y que lo relega todo al ámbito de lo sagrado, una fe que sonríe benévolamente ante las piadosas exhortaciones, sin bajarlas a la dura realidad de cada día.

Es demoníaca una fe que ve en Dios a un competidor y que contrapone su propio  éxito a la vida de la fe. ¡Cuánta gente piensa que si Dios existiese yo estaría castrado y no podría realizar mis deseos! Hay, por desgracia, mucho creyente ateo.

Es demoníaca una fe que se queda sólo en palabras sin adherirse al Señor de corazón: el endemoniado reconoce en Jesús al santo de Dios, pero no se adhiere a su evangelio.

Para nosotros, discípulos que frecuentemos la iglesia, hay tres riesgos concretos y muy medibles:

- profesar la fe en un Dios que no tiene qué ver con nuestra vida

- ver en Dios un adversario del que hay que defenderse

- escuchar únicamente la voz de Dios, sin pasar esa voz a la acción de cada día.

“¿Qué tienes que ver con nosotros, Señor?”

El riesgo presente y extendido en la Iglesia de nuestro siglo, sobre todo en occidente, - que cree creer, que está saciado y aburrido -, el trance es tener una fe que se queda encerrada en el precioso círculo de lo sagrado, una fe hecha de sagrados formalismos y de tradiciones venerables, pero que no logra incidir ni cambiar la mentalidad y el destino del mundo.

Una fe que no cambia la vida, las relaciones económicas, la política, la justicia, es una fe fingidamente cristiana.

Porque no basta con creer: también el demonio cree, también él sabe bien quien es Jesús y, precisamente por eso, sabe que el Señor ha venido para destruir las tinieblas de la mentira y el error que habitan nuestro mundo con toda prepotencia.

Este es el desafío que la Señor lanza a su Iglesia hoy: que sus miembros volvamos a ser de verdad creyentes, que lleguemos por fin a ser sus discípulos y seguirle de cerca en la vida de cada día. Que así sea.

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