El precioso tesoro del Reino de Dios está confiado
a nuestras frágiles manos, como en frágiles macetas de barro. Y esto todavía
suscita nuestro asombro, como la incredulidad asombrada de los conciudadanos de
Jesús, que no reconocían en el hijo de José al mesías esperado, y el asombro del
Maestro ante de la dureza de los suyos y de nuestros corazones.
Como Amós, cada uno de nosotros hemos sido arrancados
de la cotidianidad para convertirnos en profetas, para contraponernos a los profetas
de corte, como lo era Amasías, pagado para aplaudir las acciones del rey Jeroboam.
Como a los discípulos, Jesús nos envía a todos nosotros
a prepararle el camino, a anunciar el evangelio. Somos enviados a preparar la
llegada del Señor, no a reemplazarlo poniéndonos en su lugar, sino a
testimoniar su presencia a partir de nuestra experiencia cristiana.
La Iglesia es, siempre y sólo, una preparación al
encuentro con Dios. La Iglesia está al total servicio del Reino, al cual acoge
y realiza en lo que puede. El Papa Francisco, al llegar al aeropuerto de Quito en
su viaje sudamericano de hace unos años, en pocas y medidas palabras sugería a todos
cuál es la naturaleza propia de la Iglesia, y cómo le conviene actuar: “Nosotros,
los cristianos, identificamos a Jesucristo con el sol, y a la luna con la
Iglesia, y la luna no tiene luz propia; y si la luna se esconde del sol, se vuelve
oscura; el sol es Jesucristo, y si la Iglesia se aparta o se esconde de
Jesucristo se vuelve oscura y no da testimonio. Que en estos días se nos haga
más evidente a todos nosotros la cercanía del ‘sol que nace desde lo alto’, y que seamos reflejo de su luz, de su
amor”.
Los cristianos no somos enviados a vender un
producto, sino a anunciar y a suscitar nuestra salvación y la de los que nos
rodean. Cuando nos vean viviendo como salvados, los hombres y mujeres que buscan
respuestas y esperanza, se interrogarán y nos pedirán la razón de la esperanza
que está dentro de nosotros.
Comunión
Marcos, en el evangelio que hemos escuchado, pone las condiciones para el anuncio, una síntesis que recuerda a los discípulos cuál es el estilo con que son llamados a anunciar el Reino.
Los discípulos son enviados de dos en dos a
anunciar el Reino. No existen navegantes solitarios entre los creyentes; nos
jugamos toda la credibilidad del anuncio en el desafío de poder construir
comunidad.
Jesús prefiere el fatigoso recorrido del
compartir, de la comunión de los ánimos, al de un gurú solitario por más genial
que sea; el amor que nos tengamos entre nosotros es lo que va a provocar el
anuncio, no así una dialéctica espectacular y deslumbrante.
Hablar de la comunidad en términos abstractos es muy
bonito y poético; vivir en la propia
comunidad, la concreta, con aquel miembro del grupo, con aquellos curas, con
aquel vecino, ya es otro asunto. Las mezquindades que todavía emergen en los ambientes
vaticanos y eclesiásticos, y que el Papa Francisco quiere sanear, nos recuerdan
que es la unión de ánimos la que va a dar testimonio de la verdad de nuestras
palabras. No seamos hipócritas, no nos escandalicemos de las maniobras vaticanas,
hasta que no logremos superar las de mi comunidad, de mi parroquia o de mi casa.
Jesús apuesta por la convivencia, hecha de amor al
Evangelio; Jesús pone en aquél ir “de dos en dos” de los discípulos la condición
prioritaria para la veracidad del anuncio.
Por encima de las simpatías o del carácter de cada
uno, Jesús nos invita a ir a lo esencial, a no detenernos ante las sensaciones y
sentimientos a flor de piel, a creer que el testimonio de la comunión es el
que, a pesar de nosotros, puede abrir de verdad los corazones.
La Iglesia no es un club de buena gente, no somos
nosotros los que hemos elegido al Señor, es Jesús el que nos ha elegido para que
tengamos poder sobre los espíritus inmundos. La Palabra de Dios, que profesamos
y vivimos, es la que expulsa la inmundicia de los corazones, e ilumina la parte
tenebrosa que nos habita.
Hacer comunión entre nosotros pone un límite a las
sombras que habitan en cada uno: sin eliminarlas, la luz que trae el evangelio las
ilumina y, de ese modo, nos hace a nosotros luminosos, los unos para los otros.
Esencialidad
Jesús pide a los suyos que sean auténticos, porque
la Iglesia no es una empresa que estudia estrategias ni técnicas de mercado, adaptadas
a las necesidades de la población según las circunstancias; no es una
multinacional de lo sagrado que busca mantener el poder. La Iglesia vive en
relación con, y en función de, su Maestro y Señor; atenta en ocuparse de la
tarea que le ha sido confiada: construir el Reino de Dios, a la espera de la
vuelta del Resucitado.
La organización que se ha venido creando en estos
siglos de historia está en función del anuncio del Reino, y para eso tiene que
servir. Y si no es así debe ser abandonada y buscar otro sistema que sirva a
ese anuncio. Habréis oído aquel dicho: “una Iglesia que no sirve, no sirve para
nada”. Es lo que, con palabras de hoy, el Papa Francisco llama la “Iglesia
autorreferencial”, a la que hay que combatir, porque “cuando la Iglesia no
sale de sí misma para evangelizar, sin darse
cuenta, cree que tiene luz propia, se hace autorreferencial y entonces se
enferma”.
La historia nos ha mostrado demasiadas veces que los
compromisos y apaños, pactados por la Iglesia para auto-defenderse, han sido la
muerte del anuncio del Evangelio de Jesús.
Cómo Amós, como Jesús, estamos llamados a ser libres.
Libres de las estructuras y del pasado. Lo que falta a nuestra Iglesia
occidental y del primer mundo, triste y preocupada, es soñar el futuro, la
capacidad de atreverse a proyectar el futuro del Reino de Dios.
El cristianismo lleva en si una escandalosa
fragilidad (los cristianos somos frágiles) que testimonia la fuerza de Dios. A
pesar de todas las limitaciones, Dios actúa en nuestras pobrezas, en nuestras
fragilidades…, eso sí, si dejamos de ser auto-referenciales y salimos a vivir y
anunciar el Evangelio.
Vivir
La última indicación de Jesús en el evangelio de
hoy se refiere a permanecer unidos y a compartir.
El cristiano no es alguien apartado, especial, elitista,
sino que vive las mismas alegrías y los mismos dolores de cualquier persona.
Únicamente, que estamos habitados en el corazón por una esperanza
incorruptible. El cristiano es ante todo una persona de una humanidad plena y
desbordante, inquieta y profunda.
Jesús pide a los discípulos estar en el mundo,
vivir con la gente, pertenecer a este mundo, fecundándolo y haciéndolo crecer
como hace la levadura con la masa.
Pero, ¿qué es lo que tenemos que anunciar?
En el evangelio de Marcos, antes de la
resurrección, los discípulos son llamados a invitar a la conversión. El Señor necesita
que nosotros, los primeros, pasemos por el crisol de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús, antes de poder comunicar la plenitud del Evangelio.
Hasta a entonces, podemos invitar a la conversión,
convirtiendo primero nuestros corazones, es decir dirigiéndolos obstinadamente
hacia la Palabra de Dios. En ella está contenido el Reino. La Palabra nos
entrega el anuncio que debemos hacer: dejémosla emerger en nuestras
comunidades, en nuestras asociaciones, en nuestras actividades, y preguntémonos
simplemente y con sencillez cómo el Señor nos pide que vivamos.
¿Quién mire a la Iglesia, a través de nosotros y
de nuestras comunidades, encontrarán de verdad el evangelio? A partir de esta
pregunta repensemos nuestra fe, nuestra evangelización y nuestra postura en la
Iglesia.
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