Primera Lectura: Num 6, 22-27
La Navidad es un misterio que puede colmar nuestras más hondas aspiraciones o quedarse en una mera celebración pasajera que nos deja un sabor amargo. Todo depende de nuestra disposición ante este don supremo. El Señor, en su infinita misericordia, nos ofrece un oportunidad excepcional con el regalo más preciado: su propio Hijo. ¿Cómo respondemos nosotros ante tal muestra de amor? En el Evangelio de hoy, encontramos tres respuestas distintas a esta manifestación divina.
Primero están
los pastores, que acogen con sencillez el mensaje angélico y reconocen
en el Niño a su Salvador. Ellos aprecian el don de
Dios como nosotros, reunidos hoy para celebrar la Eucaristía en esta mañana de
Año Nuevo. Sabemos que el Salvador ha
llegado y que tenemos que ponernos a su servicio. Sin embargo, ¡cuán frágil
es nuestra fe! Pronto nos dejamos vencer por la impaciencia ante un conductor
que va despacio o nos irritamos con la joven madre que va con prisa del trabajo
a casa.
El segundo
grupo lo forman aquellos que, al igual que los pastores, comparten lo que
han presenciado. Se maravillan, sí, pero su asombro es superficial. El
Evangelio nos habla de muchos que se admiraban de los milagros del Señor, mas
no todos perseveraron en su seguimiento. Su fe es como la de quienes celebran
las festividades sin profundidad, Reconocen el regalo del
tiempo que Dios nos concede para celebrar los acontecimientos, pero se olvidan
del objetivo que es conocer, amar y servir a Dios, como Ignacio de Loyola nos
recuerda en el Principio y Fundamento de los Ejercicios Espirituales.
En el tercer
grupo encontramos sólo a una persona: María, la Madre de Dios, que comprende
plenamente el misterio que se desarrolla ante sus ojos. Ella "guardaba
todas estas cosas en su corazón". Es el modelo perfecto del cristiano
que no solo escucha la Palabra, sino que la medita para vivirla. A través de la
Encarnación que María hizo posible, Dios, haciéndose hombre, santifica cada fragmento
de nuestra existencia: desde un trapo para fregar
el suelo hasta la mano grasienta de un mecánico, o al esfuerzo repetitivo de un
obrero en la fábrica.
La maternidad
divina de María nos revela que ya no hay tiempos ni espacios sagrados separados
de lo profano. Sólo existe un lugar y un tiempo santo que es la
vida de cada uno, en la que Dios elige habitar. Para percibir esta
transformación necesitamos, como la bella María, el silencio y la oración. Ella
contemplaba cada acontecimiento: el bullicio del nacimiento, la sorprendente
visita de los pastores, las exigencias cotidianas de cuidar a un bebé que,
siendo Dios mismo, hay amamantarlo y cambiarle los
pañales como a cualquier recién nacido del mundo.
PAZ
Hoy también conmemoramos la Jornada Mundial de la Paz. ¡Cuánta necesidad tenemos de ella en nuestro mundo actual! Si acogemos a Jesús en nuestros corazones, como lo hizo María, nos encaminamos hacia la paz verdadera. No olvidemos que "la paz esté con vosotros" fueron las primeras palabras que nuestro Señor dirigió a sus discípulos reunidos en el cenáculo la tarde de la Resurrección. Jesús es, según la cita del profeta Isaías, "el Príncipe de la paz". Y no solo él sino todos los profetas han contemplado con gozo la era mesiánica como tiempo de abundancia y paz. Los ángeles en Belén proclamaron "paz a los hombres que ama el Señor". El mismo Jesús envió a sus apóstoles como mensajeros de paz, cumpliendo la profecía de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz!". Y después de resucitar, Cristo legó a sus apóstoles este don precioso: "La paz os dejo, mi paz os doy". Verdaderamente, el Evangelio de nuestro Señor es un mensaje de paz.