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sábado, 2 de julio de 2022

DOMINGO 14º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Is 66, 10-14
Salmo Responsorial: Salmo 65
Segunda Lectura: Gal 6, 14-18
Evangelio: Lc 10, 1-12.17-20


Setenta y dos discípulos

Israel creía que el mundo estaba compuesto por setenta y dos naciones. Cada año en el templo de Jerusalén se inmolaban setenta bueyes por la conversión de las naciones paganas.

Y de setenta y dos discípulos nos habla el evangelio de hoy. Lucas está diciendo a sus comunidades de origen pagano que también a ellos, y no sólo a los apóstoles, está confiado el anuncio del Reino.

Los discípulos son enviados de dos en dos. Su anuncio no es la manifestación de las capacidades del gurú de turno, sino la profecía de que la comunión es posible. Y tienen que preparar la llegada del Maestro; no se trata de sustituirlo, ni de fagocitar la presencia de Dios, sino convertirse en su transparencia.

No somos los propietarios del Evangelio sino servidores de su anuncio.

No existen profesionales del anuncio (misioneros, curas, monjas) sino que todo discípulo está llamado a proclamar a Cristo a cada persona con la que se encuentra.

Es difícil

Ya, desde hace tiempo, nuestros países de tradición cristiana amenazan con dormirse en los laureles, y confundir la cultura cristiana con la pertenencia a Cristo. Está bien que en nuestros países aún se sienta una cercanía a los valores cristianos - al menos a ciertos valores - pero esto no significa haber encontrado ya a Dios.

¡Qué difícil es anunciar a Cristo a los cristianos! O a los que se creen muy católicos. ¡Ya se lo saben todo!

¿Quién puede anunciar la esperanza del Evangelio al 80% de los bautizados que no celebra la presencia del Resucitado cada semana?

¿Quién consuela, sacude, anima, escucha a tantos que creen creer?

¿Quién puede acompañar la maduración de una fe apenas hilvanada y sujeta a las emociones que van y vienen, rozando la superstición?

Pues… Tú… yo; cada uno de nosotros.

Un estilo

Éste es el desafío: sacar a Dios de las iglesias, y llevarlo allí a dónde él decidió vivir: entre la gente. Arrancarlo de las estrechas vestimentas de lo sagrado, donde lo hemos lo hemos relegado, y devolverlo a la humanidad que él quiso asumir.

Jesús nos indica con toda precisión el estilo y el modo de este anuncio, un estilo que adoptar.

Los discípulos son enviados de dos en dos, precedidos del Señor. No tenemos que convertir a nadie porque es Dios quien convierte, sólo él es quien habita los corazones. A nosotros, sólo nos queda la tarea de prepararle el camino.

Somos mandados de dos en dos porque el anuncio no es una actividad carismática de alguna “estrella” aislada, sino la dimensión de una comunidad que se va construyendo y que lucha por estar unida.

El Señor nos pide que oremos. ¡Pero no para convencer a Dios de que nos mande obreros (¡eso ya lo sabe él y es precisamente lo que quiere!) sino para convencernos a nosotros, discípulos suyos, de llegar a ser finalmente evangelizadores.

La oración hace fecundo el anuncio: ¿por qué no nos hacemos en guerrilleros silenciosos del bien, sembrando bendiciones y oraciones ocultas allí donde trabajamos y vivimos?

¿Por qué no encomendamos las personas al Señor, en vez de juzgarlas?

El Señor nos pide ir sin demasiados medios, usándolos siempre como instrumentos, yendo siempre a lo esencial; aun a sabiendas de que hay muchas solicitaciones e intereses oscuros y diversos que se interponen en el anuncio del Evangelio. Pero nosotros tenemos algo que es fundamental: el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones.

El Señor nos pide ser portadores de paz, ser personas tolerantes, apaciguadoras. Nadie puede llevar a Dios desde la presunción y la prepotencia; la arrogancia en el anuncio nos aleja de Dios de un modo definitivo.

Finalmente, el Señor nos pide permanecer, vivir y compartir con autenticidad.

Nosotros no somos gente diferente, no somos personas aparte: la lucha y la ansiedad; las dudas, las alegrías y las esperanzas de toda persona humana, que es hermana nuestra, son las nuestras, absolutamente nuestras.

 ¡Alegraos!

Sabemos que esto es algo pesado y mortificante. Pablo también lo sabía, a pesar de haber convertido a Cristo toda la cuenca del Mediterráneo, y además sentía todas las limitaciones de su carácter.

Pero, como Isaías, estamos todos llamados a animar a los desterrados que vuelven de Babilonia, a volar alto, a soñar a lo grande, a construir el sueño de Dios que es la Iglesia. Y además con mucha paciencia, viendo los muchos resultados que aún faltan por conseguir. Es una época de profecía, la nuestra.

Pero sólo así podremos experimentar de verdad la alegría del anuncio, la alegría de ver que Dios pasa por nuestras pequeñas y estropajosas palabras, ver que la Palabra se viste de nuestras pequeñas reflexiones.

¡Qué alegría se experimenta al ver cómo otros comparten nuestra misma fe!

Hermanos, dejemos de estar empantanados en la rutina, superemos los miedos del mundo, no valoremos los resultados como si esto fuera simplemente una empresa de lo sagrado: alegrémonos amigos, porque nuestros nombres están escritos en el cielo, porque Dios ya llena nuestros corazones y, además, nos confía el Reino.

Él tiene puesta su confianza en nosotros; ¿tenemos nosotros nuestra confianza puesta en él?

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